La muerte de Muamar Gadafi disipó una inquietante sombra proyectada sobre el futuro político de Libia. Gadafi, defenestrado pero con vida, habría sido una amenaza constante de inestabilidad debido a las innumerables alianzas con tribus bereberes, con clanes y agrupaciones diversas que el déspota cultivó a lo largo de sus 42 años de poder férreo y absoluto. El final de esta oscura época conlleva, además, un mensaje insoslayable de finitud para los restantes autócratas del ámbito árabe, así como para sus émulos de nuestro vecindario, en especial Hugo Chávez y Daniel Ortega, autodeclarados hermanos del alma del sanguinario exjefe libio.
La desaparición del dictador marca, además, el final de lo que algunos académicos libios denominan el siglo de la rapacidad instaurada en Libia por la invasión italiana de 1912, seguida por una sucesión de regímenes dedicados al saqueo de la próspera excolonia. No menos importante fue que este siglo resultó ayuno de democracia. El golpe militar encabezado por el capitán Gadafi en 1969, que derrocó a la monarquía, tuvo así el doble propósito de crear una autocracia de ribetes populistas e islámicos, y de repartir con mayor amplitud la riqueza petrolera. El nuevo orden, sin duda, distribuyó con más laxitud, entre importantes grupos sociales, los ingresos por exportaciones de petróleo o, mejor dicho, los fondos restantes una vez colmados los bolsillos del dictador, sus parientes y amigos cercanos.
Gadafi se tornó también en un prominente patrocinador del terrorismo global. Simultáneamente intentó desarrollar una capacidad nuclear bélica y logró adquirir importantes inventarios de armas químicas y biológicas. Su trayectoria terrorista se concretó en una ola de atentados en Europa, especialmente Alemania, con saldos crecientes de vidas norteamericanas, y culminó en la explosión de un avión de pasajeros de PanAm sobre Escocia. Los centenares de muertos de este atentado, sumados a los anteriores, motivaron que el presidente estadounidense Ronald Reagan ordenara el lanzamiento de misiles sobre la residencia de Gadafi. El dictador sobrevivió, mas no así algunos miembros de su familia. Reagan, además, le endilgó el mote de “perro loco de África”.
Gadafi observó con honda preocupación la suerte de su colega Sadam Husein a raíz de la invasión norteamericana del 2003. Decidió, entonces, reinsertarse en la comunidad internacional, para lo cual estipuló el fin de su colaboración con grupos terroristas así como sus programas de armas de destrucción masiva. Pieza central de esa reincorporación fue el arreglo financiero acordado con las familias de las víctimas del infausto vuelo de PanAm sobre Escocia. La administración de George W. Bush procedió entonces a levantar su inclusión entre los Gobiernos patrocinadores del terrorismo y reestableció las relaciones diplomáticas. Nada se pactó en aquellos años sobre el sanguinario régimen interno de Libia.
En el campo interno, el régimen de Gadafi derivó en un despotismo que sembró el terror entre sus súbditos. Parientes de los desaparecidos en las mazmorras han denunciado cómo la dictadura no solo encarcelaba y asesinaba a sus oponentes reales o imaginarios, sino, sobre todo, los humillaba públicamente. Esta degradación sistemática devino en un rasgo prominente del orden dictatorial libio. No menos característico fue el boato exagerado de los palacios de Gadafi y, desde luego, sus extravagancias personales, entre ellas el batallón de beldades revolucionarias a su servicio y la despampanante rubia ucraniana que lo acompañaba en todas las giras en calidad de enfermera.
De mayor impacto para el futuro de la nación fue el establecimiento de redes de relaciones personales directas con el dictador, acompañado por la eliminación de instituciones propias de las repúblicas como el Parlamento, los ministerios e incluso la jefatura de las Fuerzas Armadas. Esas redes tribales, de clanes y familias tejían la armazón del régimen centrado en Gadafi y tomaban el lugar de las instituciones formales. Los ministros designados por el jefe supremo eran por ratos y en carteras que continuamente cambiaban. Algo parecido ocurría en las ramas armadas, subordinadas todas a milicias comandadas por Gadafi y sus hijos.
La ausencia de instituciones estatales constituye hoy, con toda razón, uno de los mayores desafíos de quienes en definitiva gobiernen Libia. El Consejo Nacional Transitorio establecido para regir durante el período revolucionario y reconocido por las principales potencias como Gobierno provisorio, deberá ahora organizar el Estado y preparar elecciones democráticas. Esto no será fácil dada la pluralidad de las fuerzas rebeldes, en realidad un conjunto abigarrado de bandas armadas agrupadas únicamente en torno al objetivo de derrocar a Gadafi. Incorporar a muchos de esos combatientes en el nuevo Ejército pareciera una labor titánica, tanto o más que la de impulsar a las corrientes sociales hacia la formación de partidos políticos.
Por el momento, la tarea crucial es recoger y asegurar la inmensa cantidad de armamentos en manos privadas, la mayoría proveniente de arsenales oficiales y aptas para un comercio altamente rentable. Principal preocupación son los cohetes de diversa índole, en especial los que pueden ser utilizados contra el tráfico aéreo y se teme acaben en Gaza. Y ¿qué decir de las armas químicas no destruidas según los acuerdos con las potencias occidentales?
No es dable minimizar la magnitud de ninguna de las tareas de las nuevas autoridades, para las cuales se espera un amplio respaldo de los aliados occidentales. Tal apoyo es merecido al cabo de una lucha armada con un inmenso costo en vidas humanas. Sin lugar a dudas, esta victoria pasará a los anales históricos como uno de los grandes e incuestionables logros de la colaboración de los alzados libios con la OTAN, y perfila un modelo que esperamos inquiete a la satrapía siria, hoy desaforada en la matanza de civiles.
El mensaje de la victoria de la libertad en Libia tiene un carácter mucho más amplio. Así, por ejemplo, este triunfo también debería inspirar un mayor cometido de la diplomacia estadounidense en la causa por la democracia en el ámbito latinoamericano. Valga señalar que la represión y negación de los derechos fundamentales se producen cada día a poquísima distancia de la Florida, al igual que en ciertos países centro- y suramericanos cuyos gobernantes pretenden, como lo hizo Gadafi, perpetuarse en el poder. He ahí la tarea inconclusa que aguarda a todas las democracias del hemisferio.