La trama del “cementazo” ha salpicado a la mayoría de los partidos políticos y a los tres poderes de la República. Nuestra porosa institucionalidad ha quedado expuesta por lo que parece ser una vasta red de tráfico de influencias y protección de espaldas. Aun así, la percepción –o más bien resignación– es que no va a pasar nada. Todo se trata, nos dicen, de coincidencias propias de un país donde todo el mundo se conoce y sufre de mala memoria. La mediocre labor del fiscal no nos hace prever otro desenlace.
Sin embargo, la suerte no está echada. Los mortales fuera de esta red de cuido podríamos cambiar este sombrío panorama si apechugáramos ciertas lecciones. La más importante es que debemos acabar con el actual modelo económico mercantilista donde el Estado –léase políticos– escoge quiénes ganan y quiénes pierden.
Por años se nos han inculcado las supuestas bondades de un Estado omnipresente que “organiza y estimula la producción”. Muchos creen religiosamente en esta premisa ideológica sin aterrizar en el hecho de que el Estado es manejado por políticos de carne y hueso que siempre estarán expuestos a las tentaciones del poder. Y entre más poder acumule el Estado –en recursos e intervenciones en la economía– mayor es la tentación.
La banca estatal, por ejemplo, maneja una cartera de ¢9,8 billones. Si bien buena parte de la asignación del crédito se maneja con criterios técnicos, ha quedado claro cómo muchos préstamos multimillonarios se otorgan sin garantía o bajo condiciones nebulosas donde predomina el compadrazgo político. No es por nada que los puestos en las juntas directivas de estos bancos son muy cotizados. La pregunta que nos atañe es: ¿quién gana con tener una banca estatal donde la norma explícita es la privatización de las ganancias y la nacionalización de las pérdidas?
Otra cuestionable intervención estatal la ilustran los mercados cautivos, como el del cemento. Lamentablemente, la muy necesaria apertura de este duopolio pareciera no haberse hecho por convicción sobre las bondades de la competencia –el gobierno recién aumentó los aranceles al arroz para proteger al cartel de Conarroz– sino para beneficiar a un empresario particular. ¿Por qué mejor no aceptar como principio general la apertura de todos los mercados?
Si queremos limitar la capacidad de los políticos de trasegar favores, debemos eliminar estas y otras intervenciones del Estado en la economía.