Los valles evocan mundos pequeños, únicos. En Costa Rica son a veces miniaturas, portales íntimos, el jardín de todas las miradas.
Si un día de caminatas se va por las serranías de Turrialba, desde Recreo hasta Angostura, el regalo será un horizonte moderado, con los verdes intensos del Caribe, y el dibujo de vaguadas y montes que anuncian los bosques de Talamanca allá lejos, entre nubes. Por ahí se enfilaba la vía colonial de Cartago a Matina, para extraer el cacao. Deslizando la mirada desde Tucurrique hasta el embalse de Angostura, se otean las cuencas de los ríos Tuis, Atirro, el Pejibaye y entre las ondulaciones azulgrises se adivina el Pacuare, tan estimado por los deportistas del kayak gracias a sus corrientes vertiginosas.
No hay bosques, pero sí arboledas. De cuando en cuando se pasa por un caserío, como Florencia, la antigua estación del ferrocarril a Limón. Todavía quedan vestigios de la vía férrea. No pude evitar la nostalgia del Pachuco, el tren a vapor que recorría la ruta más bella del mundo, perdida ahora en la memoria y en las decisiones políticas absurdas. La ermita, cerca de la línea, descendiendo un camino, es rústica, casi primitiva, y maravillosa. Sobresale la torre de hierro color minio oxidado. Unos pasos más allá envejece aún más una vieja casa, rémora de las construcciones en madera sobre pilares, otrora típicas del Caribe costarricense. Más adelante se encuentra el pueblito de San Juan Norte. En la entrada de la escuela cuelga un rótulo: se prohíbe ingresar con “minifalda, short, miniseta, camiseta sin mangas y escote”. Luego el camino va descendiendo hacia el embalse de Angostura, donde se retienen las aguas del Reventazón y las del río Turrialba que fluyen por un canal de concreto.
Portal íntimo. Hay cosas que primero no se notan. Y luego las ves. Sin transición, de pronto, como se enciende una luz. Y así me atrapó La Susanita, casi al final de mi caminata por los montes de Turrialba. Este caserío o poblado, llámese como se quiera, consta de un eje principal y bocacalles en cuadrícula, sobre terreno plano al frente de un cañaveral. Detrás se otea la serranía. El terreno de cultivo colinda, a su vez, con el embalse de Angostura y el paradero turístico San Buenaventura. Una brisa suave desciende de la montaña y alivia el ambiente. La Susanita no conoce la basura abandonada en los rincones ni aceras rotas ni es aire de tugurio tan frecuente en nuestras ciudades. En cambio, luce con placer sus jardines florecidos, casas pintadas, personas sonrientes. Me conmovieron las variedades raras de begonias enormes, en colores de sangre viva, o blancas y escarlata, con hojas de verde tierno y pecas blancas al frente y, púrpura en el reverso. También había orquídeas florecidas, crotos, rosas. Esta belleza no es casual. Responde a un proyecto de vida. Las casas sin rejas y las dos bellas hijas sonrientes de un vecino me lo confirmaron. Así quieren hacer las cosas. ¿Por qué no vivir la felicidad de un entorno bien cuidado? Veo ahora las fotos y siento nostalgia de este pequeño descubrimiento en las riveras del Reventazón, miniatura, portal íntimo, jardín de todas las miradas.