
El TLC y el referéndum anuncian días difíciles para nuestra democracia. Tanto algunos partidarios del sí, como otros del no, han comenzado a considerar un estorbo las leyes, los procedimientos y las formalidades que les obstaculizan conseguir sus fines. La tentación de violentar las normas y las instituciones ha empezado a asomar las horribles orejas del autoritarismo plutocrático y las afiladas uñas del anarquismo callejero.
Por no haber afrontado una necesaria reforma del régimen, no se impidió el anquilosamiento institucional ni la parálisis política. Aquí no cabe ningún engaño: el disfuncional Reglamento legislativo, la crisis de los partidos, etc. son síntomas de la enfermedad de un sistema no reformado a tiempo.
Por el contrario, se creyó que el modelo de desarrollo se podía cambiar conpolíticas mágicas y candidatos salvadores . Así se intentaron contrabandear ciertas reformas, negando su verdadero carácter (desnacionalización bancaria, combo del ICE, etc.); y, de la nada, se sacó a don Abel Pacheco cuando el candidato ideal, Arias, no podía elegirse. Luego, la Sala IV –con el más cuestionable de sus votos– reformó la Constitución y permitió, ¡por fin!, su candidatura. Algunos creyeron, entonces, haber hallado la piedra filosofal: con un 67% de aprobación al nobel de la Paz, la instauración de un gobierno de decisiones rápidas y rotundas sería imparable. Al parecer, don Óscar se lo ha creído y por eso nos repite olímpicamente a cada rato: “fui electo para decidir”.
Pero no es así. Con una diferencia de solo 1,18% y sin reforma del sistema, las decisiones sobre el TLC y las privatizaciones tienen que hacerse en medio de una crisis de partidos, con una Asamblea que tropieza y rueda, con contrapesos institucionales que no se pueden ni deben saltar y sin posibilidad de un cesarismo gubernamental que ignore la oposición.
Muchos partidarios del “no” reclaman la acción extraparlamentaria y una democracia callejera que no es más que simple anarquía. Otros, partidarios del “sí”, quieren eliminar frenos y contrapesos, soltar las manos al Ejecutivo –como lo pidió don Pepe en los 70– y abrirle paso a un bonapartismo criollo. Desean aquí lo que, con razón, le repudian a Chávez allá: concentración del poder y gobierno por decreto.
¿Demócratas de quita y pon? Por eso, cuidado. El TLC –en lo positivo y en lo negativo– no es el fin del mundo; y el referéndum ni es la única solución, ni la panacea universal. Ninguno vale tanto como para arriesgar el futuro de nuestra democracia, que debe seguir siendo liberal y representativa.