El Calígula de Albert Camus (1913 - 1960) sigue siendo uno de los antihéroes más contundentes de la dramaturgia universal. En pugna consigo mismo, con su época y hasta con las deidades, el joven emperador romano es el triste ejemplo de una mente enferma de individualismo. Su muerte violenta es la expresión de los límites que la realidad suele imponerle a los tiranos embriagados por el poder.
En esta versión , el brillante libreto de Camus sufrió el atropello de una maquinaria cuyos flancos fueron la actuación y la plástica escénica.
De entrada, el dispositivo escenográfico impresiona. Dos módulos simétricos gobiernan el espacio: son plataformas móviles con gradas que posibilitan accionar en alturas diversas. A modo de complemento, cuatro estatuas cobran vida sobre sus pedestales. El diseño minimalista –de un blanco impecable– permite que las luces tiñan de rojo y azul las superficies.
El problema de esta vistosa escenografía es que le hizo zancadillas al montaje, pues los traslados y ajustes de los módulos fueron –en exceso– parsimoniosos. Además de ralentizar la progresión de la trama, las plataformas no potenciaron las labores del elenco. A lo sumo, facilitaron variaciones de nivel y nada más. Luego de un corto lapso, el recurso se agotó para el espectador y se volvió simple decorado.
En su conjunto, el desempeño actoral pecó por su carencia de unidad estilística e interpretativa. Nunca logré descifrar qué pretendió la dirección de actores. En el ámbito de la enunciación del texto, abundaron los parlamentos de una grandilocuencia risible y los pasajes desaparecidos por una proyección vocal deficiente. También, fueron muchos los diálogos lesionados a punta de gritos.
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Por momentos, tuve la impresión de que algunos actores no tenían idea del trasfondo filosófico de lo que estaban diciendo. La dialéctica argumentativa hilvanada por Camus parecía –en sus bocas– una charla casual de esquina o, peor aún, letra muerta.
Actuar no es recitar textos, sino encarnarlos. Esta operación atraviesa dimensiones corporales, psicológicas e intelectuales. Todas son importantes. Si eso no se asume, la representación se atasca –como en este caso– en la llamativa materialidad del envoltorio (vestuarios, maquillajes y peinados). De paso, se banalizaron las ideas expuestas en la dramaturgia.
La obra está saturada de guiños y resoluciones formales que demandarían un análisis extenso. Por lo pronto –a falta de espacio– indicaré que en este sofocante (no sofisticado) caos desfilaron boxeadores en tutú, una sadomasoquista consumada, estatuas rumiadoras de chicle, una pandilla criminal de liebres antropomórficas y cortejos precedidos por música de cimarrona. Probablemente, un deleite para los amantes de los acertijos estéticos o intertextuales.
En el clímax de su agonía, cuando Calígula grita: “¡a la historia!” no se refería –sin duda– a este montaje.
FICHA ARTÍSTICA: Calígula
Dirección, escenografía, vestuario y musicalización: Gabrio Zappelli
Dirección de actores: Liubov Otto
Dramaturgia: Albert Camus
Elenco: Arturo Campos, Michelle Jones, Eric Calderón, Michael Dionisio, Mariano González, Luis Carlos Vásquez, Dennis Quirós, Agustín Acevedo, William Quesada, Mauricio Hernández, Ixmucané Hernández, Silvia Campos, Edwin Luna, Daniel Cubillo, Sharon García, David Obando, Manuel Calderón, Ivannia Morales, Sofía Peñaranda
Iluminación: Giovanni Sandí
Diseño de utilería, producción artística, asistencia en diseño de vestuario y escenografía, diseño de planos constructivos: Sonia Suárez
Espacio: Teatro de La Aduana
Función: 23 de octubre de 2015