En una mística sala, en el suelo y a la luz de las velas, todo y nada está permitido. Se vale tocar al otro, sentir, experimentar, gritar, vibrar, retorcerse... Todo es posible, menos el sexo tal cual lo hemos conocido.
Cada noche de miércoles, un apartamento capitalino funciona como la sede de Tantra para el Alma, un particular grupo en el que todos se consideran pareja de todos. Llegaron por invitación hace menos de medio año y se convirtieron en una especie de comuna; si alguien nuevo quiere unirse, cada integrante debe votar.
“¿Y qué es eso del tantra ?”, se estará usted preguntando. “Es un camino espiritual hacia el desarrollo personal a través de la sexualidad”, explica su instructor, el sexólogo Javier Ortiz, a quien probablemente recuerde por alguna de sus charlas televisivas.
Sexo tántrico es un concepto al que se le cuelga más de un sentido en Costa Rica. Al buscar en Google, para hallar un lugar dónde practicarlo, no hay mucho más que un seminario impartido en el 2013 por una coach argentina, una referencia al hotel Guarumo (frente a la parada de los Caribeños) y una tal Melany, quien cobra ¢45.000 por hora, atiende en moteles de San José, Alajuela o Heredia y promete “discreción total”.
“¿Pero cómo nos encontró?”, cuestionaron insistentemente algunos de los miembros de Tantra para el Alma.
Después de varios días de búsqueda sin éxito, consulté al sexólogo Mauro Fernández para pedir alguna referencia. Ni siquiera él sabía dónde se imparten este tipo de talleres, pero me recomendó hablar con Ortiz, un viejo conocido suyo con quien perdió contacto desde hace ya algunos años. ¡Bingo! O mejor dicho: ¡ Breema !
Al inicio de la conversación, Ortiz sonaba reacio a permitir que alguien que no hubiese atravesado con él un proceso de meditación y yoga participara en una de las sesiones de tantra . Su segunda preocupación tenía mucho más sentido: una periodista y un fotógrafo podrían ser la combinación perfecta para intimidar hasta al más envalentonado del grupo.
Aunque parecen ser de mente abierta –y no hay manera de que no lo sean–, dicen que no pueden hablar de esto con cualquiera. Por ello teníamos un trato: me admitieron por una vez, pero sin nombres ni fotos en las que puedan ser reconocidos.
Los previos
Un par de días antes de la sesión, Ortiz me pidió que nos reuniéramos para hablar sobre los aspectos más teóricos de la enseñanza que imparte. Él, un hombre que asegura haber andado con guardaespaldas por el repudio de algunos a relacionar la espiritualidad con la sexualidad, se recostó en una hamaca para narrar cómo inició en esto del tantra ; es decir, en su luna de miel, allá en 1971.
No habla sobre su entonces esposa ni ahonda en los detalles, pero describe aquella primera vez como una “experiencia que no sabía que era espiritual”.
Lo que sea que hubiera pasado en esa cama lo inquietó de tal manera que abandonó sus estudios en Ingeniería Civil para marcharse a San Francisco, California, y encontrar respuestas en la sabiduría ancestral del Instituto Tibetano Nyingma. Al mismo tiempo, cursó un doctorado en el Instituto de Estudios Avanzados de Sexualidad Humana.
Ortiz explica que existen dos caminos de tantra. El de derecha consiste en alcanzar un estado de éxtasis sin que haya penetración, mediante la meditación, el flujo de energía y la activación de los seis chakras (puntos energéticos del cuerpo). El de izquierda, en resumidas cuentas, no sería más que tener sexo mientras se hace yoga.
En uno de los costados de aquella sala sin muebles hay un pequeño estante donde se posa, al lado de una vela, la imagen de un hombre y una mujer en pleno acto sexual, frente a frente. Dice Ortiz que esa estatuilla es la representación de Maithuna, el dios del tantra . Él –Shivá– no es el dios, y ella –Shakti– tampoco; la deidad está en el ritual de la unión de sus cuerpos, en la llamada pareja cósmica.
Pero, ¡calma! Las prendas de ningún modo caerán al piso, o al menos eso me prometió cuando conversamos por teléfono. “Todo el mundo está con ropa. Es de lo más asexual, pero es el néctar mismo de la sexualidad”.
Lo que practicaremos es breema , algo parecido al yoga, pero con la particularidad de que pretende despertar la energía sexual sin canalizarla hacia los genitales. Es tantra de derecha.
¿Y la de izquierda? “No, no, no, esto en Costa Rica... no, no; no podés enseñar esto oficialmente”, me advierte.
Ortiz ya no está casado; de hecho, sería extraño que conservara aún el anillo en el dedo. También es raro que las parejas casadas lleguen a un punto de equilibrio.
“Claro que es infidelidad. Yo he cerrado cinco grupos, porque llega un punto en el que se hace intolerable, por un, lado la presión social, y por otro, comienzan los conflictos entre la gente que está en el grupo. No es tan simple decir: ‘Sí, está bien, que mi esposa haga breema con otro’”, afirma Ortiz.
Más de uno se estará preguntando –como lo hicieron varios de mis colegas– para qué enfrascarse en un ritual en el que ni siquiera se quitan la ropa, si de todas maneras el método tradicional ha sido siempre el más efectivo para alcanzar el orgasmo. “Es hacer el amor sin hacer el amor”, dice Ortiz.
Sin duda, el beneficio más conocido del tantra es la extensión de la cumbre de placer. Asegura el sexólogo que hay quienes llegan a los cinco minutos hasta quedar agotados, pues incluso es posible el clímax sin eyaculación. También, por esta razón, es posible el multiorgasmo masculino.
“No es eso lo que andamos buscando, pero claro que va a pasar. A la gente le encanta y yo lo enseño. ¿Acaso vamos a tener algo en contra de eso?”, manifiesta.
Pero la verdadera gracia del tantrismo es el orgasmo trasgenital, la explosión sensorial o emocional que se desencadena al estimular lo que esta tradición considera los chakras de las demás zonas del cuerpo.
¿Pero entonces, cómo podría alguien identificar si alcanzó ese estado supremo del Maithuna? Ortiz no sabe cómo explicarlo, pues le parece incluso tanto o más difícil ponerlo en palabras que decirle a una persona que nunca ha tenido un orgasmo convencional cómo se siente.
Eso sí, tiene una respuesta contundente: “Mi amor, se siente más que el otro”.
Llegó el momento
A las 7:30 p. m. del 12 de noviembre, el fotógrafo Rafael Murillo y yo llegamos al apartamento sin estar muy seguros sobre qué iba a pasar ahí adentro.
La casa es en realidad un áshram ; es decir, una comunidad en la que conviven personas que comparten una visión espiritual. Hay una bandera del movimiento gay colgando en una de las paredes y una especie de lobby donde un rótulo advierte: “Deje aquí sus zapatos y sus miedos”.
Murillo y yo habíamos bromeado durante el trayecto para aliviar la tensión. La gran pregunta era qué se podría sentir en una primera sesión porque, después de todo, el entrenamiento para alcanzar un orgasmo trasgenital es un proceso que toma su tiempo.
Respiré profundo antes de abrir la puerta del salón, porque en ese momento caí en cuenta de que sería la única nueva y, además, la única desconocida en un grupo en el que ya todos están acostumbrados a intimar entre sí. Claro que tenía miedo.
Adentro estaban solo tres mujeres y un hombre preparando las colchonetas, encendiendo velas y sirviendo vinos. La teoría dice que en el ritual de adoración de los tantristas había cinco ingredientes: vino, carne, pescado, granos tostados y relaciones sexuales. Tal parece que en los tiempos modernos se reduce solo al primero y, quizá, al último de ellos.
Mientras terminaban de llegar los demás, el hombre se acercó con algo de congoja. Quizá nos notó nerviosos, o tal vez algo escépticos.
– Aquella es mi esposa.
– ¿Y para ustedes no es raro ver al otro haciendo breema con alguien más? ¿No sienten celos?
– No, en realidad no ha sido problema para nosotros. Usted no va a poner nombres, ¿verdad? A mi mamá le daría algo si ve esto. Es que vos lo estás viendo desde la perspectiva de la monogamia..., y bueno, ese no es necesariamente nuestro caso.
Ella estaba al otro lado de la sala, relajada, riéndose con quienes iban tomando su espacio en las colchonetas. Cada uno por su lado.
También había un muchacho que vino sin su novia; un hombre con el pelo desteñido por las canas, cuya esposa no pudo asistir ese día y hasta una mamá que trajo hace poco tiempo a su hija. Había gente de todas las edades y, por supuesto, también individuos solteros y sin mayores complicaciones. Un par de ellos estaban a un día de mudarse al áshram .
Once personas nos reunimos aquel miércoles para generar sensaciones –o como ellos lo llaman: flujo de energía– a través del cuerpo de alguien más.
Ortiz llegó de último, se sentó en el suelo y comenzó a impartir enseñanzas sobre el sexo y la libertad mientras se vaciaban las copas de vino.
Contó que, cuando los afganos se casan, adquieren un compromiso tan estricto con sus esposas que cada día deben desayunar, almorzar y cenar juntos. Además, deben comer lo mismo y en la misma cantidad.
“O sea, ahí la libertad quedó...”, replicó una de las mujeres.
“Bueno, pero aquí nosotros hacemos algo peor; saquen sus propias conclusiones”, aseveró el sexólogo. Todos intentaron descifrar el mensaje, sorprendentemente sin dar en el clavo. “Diay, las parejas se casan y tienen que coger siempre con la misma persona, siempre a la misma hora juntos, en la misma cama y en la misma posición”, aclaró, y de inmediato todos soltaron la risa y así se rompió lo que quedaba del hielo.
Ya eran más de las 8:15 p. m. cuando Ortiz dijo “empecemos”. Él formó las parejas. Como éramos 11, hubo un trío de dos mujeres y un hombre, algo nada extraño si se toma en consideración que los grupos originales de tantra estaban conformados por nueve hombres y una mujer, según Ortiz.
Los esposos quedaron separados, pues una de las pocas reglas es que hay que rotar en todas las clases.
A mí me tocó con un mexicano de acento diluido que ya iba avanzado en el proceso del tantrismo, y Ortiz se dejó para sí a la joven que es instructora de yoga.
Yo estaría abajo y mi compañero sería el de arriba. Lo más curioso de todo es que, en esta clase, quien llevaba el ritmo era quien estaba abajo, no el de arriba, como uno podría imaginarse.
Ellos se refieren a quien está abajo como “el que da”, y hasta después Ortiz me explicaría que es porque esta persona concede lo más importante que se puede entregar: la intimidad.
Esto es casi como un juego. El que da se acuesta en la colchoneta e intenta entrar en un estado profundo de relajación. La otra persona irá acercándose, aplicará presión en zonas específicas del cuerpo, pero sin tocar los genitales, y solo podrá cambiar de posición cuando el de abajo grite: “¡ Breema! ”.
Pregunté cuáles posiciones había que intentar, y si eran las mismas del yoga, pues lo habré practicado un máximo de cinco veces en mi vida y, a decir verdad, no soy muy ágil. “No hay un manual”, me dijeron. “Es lo que Maithuna dicte”.
Tomé mi lugar con el nerviosismo propio de una primera vez. Apenas alcancé a presentarme con mi pareja y, dos horas después, ni siquiera podía recordar su nombre.
Las luces se apagaron y comenzó a sonar el Concierto de Aranjuez , en las cuerdas de la guitarra del ya difunto Paco de Lucía, mientras entonamos tres veces el clásico om del yoga.
Lo primero que sentí fueron los pies helados de mi compañero pisando mis talones. Estaba inquieta porque tendría que escribir después sobre todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor, pero solo tenía visibilidad de mi lado derecho, donde estaba Ortiz con su pareja.
No tenía claro cuándo decir breema , y mucho menos quería ser la primera del grupo en pedir el cambio de postura. Por suerte, una de las mujeres lo dijo y, acto seguido, todos los demás se fueron uniendo a la petición.
Mi compañero se hincó sobre mis rodillas y tomó mis pies entre sus manos. Yo quería decir breema porque necesitaba avanzar para averiguar qué más ocurría. No me atrevía. ¿Y si él estaba en un trance interesante y se lo echaba a perder?
Cerré los ojos y pedí variación de postura otra vez y el contacto fue ahora más cercano. Entretanto, yo intentaba descifrar cuán distinto era todo aquello de las posiciones del sexo convencional, solamente que con los movimientos congelados hasta que yo así lo quisiera.
En determinado momento, quedamos cara a cara, abrazados, yo sentada sobre sus piernas. Si antes me había sentido inhibida, ahora ese sentimiento era mucho más intenso. ¿Quién permite que la abrace de tal manera un completo desconocido?
La tensión era evidente, pero en un juego de dos, no se vale que solo uno ponga de su parte, así que finalmente cerré los ojos e intenté dejarme llevar por la respiración de mi compañero.
En cuestión de minutos, habíamos alcanzado una perfecta sintonía y había dejado caer mi peso sobre su cuerpo. En el ambiente flotaba un hálito de relajación hasta que se escucharon los primeros gemidos de excitación. Provenían de la boca de Ortiz. De inmediato me volví para ver qué estaba pasando, mas pronto noté que era la única que los miraba con indiscreción.
Su respiración y sus sollozos eran cada vez más fuertes. Aquella situación bien podría compararse con poner pornografía en el extinto canal 19 a finales de los años 80; o sea, con el audio, pero sin la imagen.
Por allá brotó también un pequeño y casi ahogado gemido. Se escuchó asimismo la risa de la instructora de yoga cuando Ortiz gritó: ¡Qué bueno!”.
En algún momento sentí la vibración de la caja de resonancia del pecho del mexicano, pero nunca llegué a escucharlo. Entre un movimiento y el otro, también tendría que decir que, si en realidad él estaba sintiendo algo, de seguro sería en alguno de los chakras ajenos a la base de la espina dorsal; nada que yo pudiera notar.
En esta ocasión, la clase tenía un componente distinto y el maestro no nos había advertido. El juego se abrió: ahora no solo “el que daba” podía decir breema . Mi pareja me puso en un aprieto cuando, con esta palabra mágica, me pidió ser yo quien propusiera la nueva posición.
Me surgió una desmedida preocupación por haber elegido una postura demasiado sexual, cadera con cadera, y no podía evitar imaginar lo que estaría él pensando, así que la solución fue decir breema para que la responsabilidad recayera de nuevo sobre sus hombros.
Solo en una ocasión pude voltearme por completo y ver qué hacían los demás. El cuerpo de una de las mujeres brincaba al ritmo de pequeños escalofríos y, a excepción de Ortiz y su compañera –quienes daban cátedra del kamasutra –, ella era la única que hacía visible algo de excitación. Mi pareja y yo habíamos estado acostados uno encima del otro sin dejar de ejercer tensión en las palmas de las manos; los demás estaban apenas en la fase de los pies y las manos. Luego, el fotógrafo (el único que ha tenido el privilegio de ser espectador) me lo confirmaría de regreso al diario.
“¡Qué loco!”, fue lo único que alcanzó a decir Murillo cuando todos volvimos al estado de conciencia plena.
Con sobrada naturalidad, Ortiz le espetó una pregunta al hombre canoso, que hizo que se le atoraran las palabras en la garganta: “¿Y sí se te para a veces?”. “Pues sí, siento rico a ratos... No es algo constante, pero tampoco intento seguirlo. Es que también tengo mucha sensibilidad en otras partes, como en el dedo gordo del pie; eso me encanta. ¡Uno no puede creer que el dedo gordo esté tan vivo!”, le respondió luego de pensarlo algunos segundos.
Este hombre pronto entró en confianza con nosotros y, entre risa y risa, soltó una bomba que nadie se esperaba. “¿Vio los clavitos de ahí afuera donde hay que dejar los zapatos? Bueno, es que hoy fue con ropa porque venían ustedes, para que fuera menos dramático”.
Los tantristas se volvieron a ver con la expresión de espanto pasmada en los ojos. “No, no, es una broma”, dijo una de las mujeres. Las risas fueron incómodas; cómplices, quizá. “No, ¿pero por qué decís eso?”, lamentó Ortiz.
Como periodistas, estamos acostumbrados a preguntarlo todo; sin embargo, por primera vez encontré mayor gracia en salir del áshram con esa incógnita incógnita. Aún hoy, Murillo y yo hacemos conjeturas.
Si usted llegó hasta el final de toda esta historia, lo justo sería que yo le cuente si sentí algo. ¿Un orgasmo? No lo sé. ¿Efecto placebo? Puede ser. Lo cierto es que en algún momento sentí un ‘no-sé-qué’ recorriéndome la columna vertebral, más el morbo de la experimentación con el cuerpo de un extraño.
¿Que si volvería? Eso es definitivo.