Estoy fuera de forma. Creo que debería decir eso antes que ninguna otra cosa. Es, en cualquier caso, el pensamiento que domina mi cabeza durante la noche del 2 de agosto de este año. Considero las posibilidades y las certezas, pero ninguna es mayor: estoy fuera de forma.
Durante muchísimos años, fui una persona flaca. No delgada, porque la palabra delgada implica salud; implica una buena dieta y ejercicio constante, nada así fue común durante mis primeros 18 años. Yo era flaco y comía mal; se me marcaban las costillas, bebía mucha coca cola, no hacía ejercicio, pero era flaco.
Eso cambió de forma drástica con la cédula. Mi figura escuálida se redondeó por culpa de la comida chatarra en exceso y, sobre todo, de acoplarme a una rutina de oficina, sentado frente a una computadora durante diez horas al día, cinco veces por semana.
Mi primer trabajo fue en un sportbook , y fue allí donde mi yo flaco murió. Esto es definitivo: sé que nunca volveré a ser ese flaco. No es que ello signifique, de ninguna forma, que quiera seguir siendo una persona floja y rechoncha.
Hace unas semanas, en redes sociales se propagó un polémico video. El clip mostraba a John Burk, un entrenador personal, pronunciando un airado discurso en contra de las personas obesas, de la mala alimentación y del pésimo ejemplo que un adulto sedentario deja para las generaciones menores. Según Burk, son las propias personas las que buscan su condición y en ellas reside la culpa de mantenerla; dice que la posibilidad –la responsabilidad– de cambiar está en las manos de cada quien.
El eco que provocó el video fue rotundamente negativo, especialmente en medios gringos que tildaron el discurso de Burk de fat shaming: avergonzar a alguien por su estado físico. Sin embargo, no estoy tan seguro de que Burk no tenga cuota de razón. No es un asunto monocromático y el propio Burk lo reconoce: existen gordos inocentes, los que nacieron con alguna condición que les impide librarse de la grasa que les cubre el cuerpo.
Pero lo cierto es esto: la mayoría de nosotros, los panzones, los fofos, los flojos, nos la buscamos.
Yo ya no quiero buscarla.
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No hace mucho, mientras viajaba en el tren de Cartago hacia San José, atisbé a través de la ventana, la sede de la Academia MMA Costa Rica. La miré con una sensación extraña. Nunca me habían interesado los deportes de contacto. De hecho, la única vez que he lanzado un puñetazo en mi vida fue en quinto grado de primaria: golpeé la barbilla de Andrés con temor, con timidez, ante las burlas de Aarón y Gustavo quienes, al parecer, eran todos unos expertos en el boxeo escolar o algo.
La palabra MMA se quedó en mi cabeza hasta que, más o menos una hora después, sentado frente a mi computadora, en la oficina, leí un artículo publicado por The New Yorker sobre el entrenamiento que llevó a cabo, por seis meses, el actor Jake Gyllenhaal en preparación para su película Southpaw , que cuenta la historia trágica de un boxeador.
Durante cada día de medio año, Gyllenhaal sufrió un adiestramiento militar que exigió su cuerpo al máximo: 1.000 sentadillas cada día, 500 lagartijas, repeticiones sobrehumanas, sufrimiento infrahumano. Aquello no era lo más interesante.
En el artículo, Gyllenhaal se distanciaba del padecimiento físico –aunque no lo negaba– y parecía, más bien, enfocarse en otras cosas. Hablaba de algunos movimientos propios del boxeo como si hablara de poesía: había encontrado lo delicado en la brutalidad. Estaba claro que el actor había comprendido que la mayor fortaleza, la que era realmente exigida por el entrenamiento, no era la física. Era la psicológica y la emocional.
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Algunos datos:
1. Dos veces en mi vida me he considerado “en forma”. La primera ocurrió hace cuatro años, cuando mi novia de entonces se distanció de mí y la relación quedó en suspense. En venganza, decidí hacer lo que durante tanto tiempo ella me había pedido: hice muchísimo ejercicio, dejé de comer chatarra y me convertí en una persona físicamente atractiva. La segunda fue el año pasado, sin buscarla: pasé ocho semanas fuera del país, con la compañía única de mi mochila. Comía fatal, pero no pasaba un día en que no caminara muchísimos kilómetros, bebiendo agua y sudando como un puerco. Además –esto es crucial, me he venido a dar cuenta– estaba fuera de una oficina y, muy especialmente, de la rutina. La vida adulta está diseñada para que uno engorde.
2. No recuerdo la última vez que me quité mi camisa y no sentí pena o enojo conmigo mismo.
3. No soy obeso. Si me pongo una camisa XL, me queda floja; si me pongo una L, siento marcadas contra la tela las bolsas de grasa que tengo por pectorales.
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Escribí a MMA Costa Rica explicando mis intenciones: pasar un mes de entrenamiento diario, exigido al máximo. Milton Marín, el entrenador a quien todavía no conocía, respondió a mi correo electrónico de forma breve y contundente: “Juega, démosle. Supongo que ya sabe que va a doler”.
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Estoy fuera de forma.
Diez horas antes de comenzar mi primera sesión de entrenamiento en las artes marciales, no dejo de pensar en ello. Por momentos deseo, como nada en el mundo, que algún luchador me golpeé en la nuca y me deje inconsciente. Luego pienso que seguramente no será tan malo. Después, que lo será: mucho peor de lo que imagino. Finalmente, muy de vez en cuando, aparece una leve idea: ¿y qué si resulto ser bueno?
Solo sé una cosa: ESTO. VA. A. DOLER.
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—Es bien duro.
Ya Milton, el sensei, me había hecho esta advertencia, pero no estaba de más repetirla. Tal vez se sintió preocupado por mí; tal vez, más bien, sintió que yo sería un peso muerto durante los restantes 19 días de entrenamiento y creyó que, luego de la hora y media de tortura que acababa de padecer, sumado a sus palabras rotundas, yo me echaría para atrás y saldría corriendo, huyendo a los brazos cálidos de una quesoburguesa y de mi sillón. No será así, aunque en buena medida es porque mi salario depende de que yo mantenga mi promesa de sobrevivir a un mes de artes marciales mixtas.
Tampoco voy a exagerar: me sentí bien. Digo, una vez que se terminó la hora y media. Ahí sí que me sentí bien: lleno de energía, de ganas, de buen humor, lo cual es una gran cosa.
Al final del entrenamiento, mientras esperábamos el carro de la empresa que nos llevaría de vuelta a la redacción, Ronald –el fotógrafo que me acompañó durante el primer día de aventura– dijo algo interesante.
Hablábamos sobre el aspecto psicológico en la práctica deportiva y yo le hice una observación: que la vida laboral está hecha para que uno engorde. No me refiero únicamente a pasar una decena de horas frente a una computadora, posiblemente comiendo algo de picar; tampoco a que esas horas por lo general dificultan dedicar suficiente tiempo al ejercicio; más bien es una cuestión anímica: cuando se trabaja en un ambiente tenso –como la sala de redacción de un periódico agobiado por la crisis de la industria mundial–, las ganas de pasar una hora corriendo o nadando son pocas. Le dije que el primer paso, que siempre es el más complejo, se hace gigante cuando uno pasa sometido al estrés laboral.
Ronald agregó algo: es una verdad universal que el ejercicio y la buena alimentación mejoran la calidad de vida y que, si uno antepone el deporte y la salud a las dificultades, tal vez se vuelva más fácil enfrentarlas.
Pensé mucho en eso. Pensé, también, en que el video que mencioné antes es cierto. El cuerpo humano está construido para soportar esfuerzos físicos mucho mayores que el MMA. Somos nosotros mismos quienes hemos arruinado, con nuestra propia desidia y pésimos hábitos, esa construcción.
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La sede de la Academia MMA Costa Rica es un galerón grande, acondicionado para que se practiquen las artes marciales, el boxeo, el kickboxing, el crossfit y cuanta otra cosa con la que uno quiera exorcizar demonios o quemar grasa, que en ocasiones son la misma cosa.
Tan pronto llegué, saludé a Milton y me dijo, sin perder el tiempo, que me quitara los zapatos y las medias, porque el entrenamiento comenzaba ya. No hubo tiempo de respirar, siquiera. Sin embargo, antes de comenzar a sudar, tocó pasar por la peor tortura de todas.
—Quitate la camisa.
Desconozco el nombre de la muchacha que me midió, pero la compadezco. No ha de ser un trabajo agradable pellizcar grasa con una pinza plástica, aunque es posible que decirle a una persona “su índice de grasa corporal está por encima de lo que debería para su estatura y edad; usted tiene sobrepeso” se debe sentir como una pequeña venganza.
El caso es este: mi cintura mide 100 centímetros, cuando debería medir, máximo, 90. Peso 97.5 kilos –es decir, 215 libras–, y menos del 23 por ciento de ese peso es músculo; mi índice de grasa corporal sobrepasa, con escándalo, el 30%.
Dicho de otra forma, soy un burrito de Taco Bell.
De acuerdo con Milton, necesito tres meses de entrenamiento para alcanzar las metas de un cuerpo esbelto, de acuerdo con los parámetros de peso, grasa y músculo que exigen los 184.5 centímetros que mi cuerpo mide del piso al cielo.
Luego de mi primera humillación, era momento de la segunda, la que se extendería durante hora y media y que se repetiría por el siguiente mes.
Dicho de forma breve, un entrenamiento de Artes Marciales Mixtas es esto: media hora de acondicionamiento físico, media hora de trabajo en parejas practicando golpes y patadas y llaves, y luego media hora de golpear un saco grande y pesado. Pero esto está sujeto a toda suerte de combinaciones: ningún día es igual al otro. Tres veces mi retina se cubrió de puntos negros y estuve al borde del desmayo. Sobreviví porque, al parecer, hay un dios y quería verme sufrir mucho más.
Cuando concluí el entrenamiento, el sensei Milton se acercó para decirme el estribillo: “es duro”. Le dije que no importaba, que al final lo había llegado a disfrutar y que quería seguir. Le dije, también, que sabía que levantarse al segundo día sería lo más difícil que he hecho en la vida.
—Sí –me respondió–, por eso mismo tenés que venir porque, si no, el miércoles va a ser una pesadilla.
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En las artes marciales, al maestro se le llama sensei. Milton Marín tuvo su primer sensei en 1992. A los 12 años ingresó a la academia Kio Kushin Karate, en Curridabat, porque sus amigos habían decidido practicar el deporte y él no quería quedarse atrás. Dos años después, les dijo que algún día él abriría su propia academia. Hoy, MMA Costa Rica cuenta con 800 alumnos matriculados, entrenando casi una decena de disciplinas. Milton Marín es su sensei.
La expansión de su academia ha sido gradual, pero explosiva. En solo una década, el sensei Milton ha sido testigo y protagonista del desarrollo de un deporte que hace solo unos años era casi desconocido en el país pero que hoy cuenta con más de 30 academias. La suya se ubica en San Pedro, diagonal al Liceo Vargas Calvo. Ahí sufrí un entrenamiento que exigió mi cuerpo al máximo, sí, pero que caló mucho más.
“Los deportes de contacto incluyen los principios de las artes marciales”, cuenta el sensei. “No se enfocan solamente en lo físico, sino en lo mental y espiritual. Con el tiempo te das cuenta de que no podés ser un artista marcial y tener vicios o tener una vida desordenada”. Asegura –y doy fe de ello– que el impacto es inmediato y, al tiempo, progresivo: lo primero es darse cuenta del mal estado del físico; lo segundo, que el progreso es posible si se tiene constancia y disciplina.
–El deporte ayuda a llenar la vida de muchas cosas: seguridad en uno mismo, sentido de comunidad y hermandad entre los deportistas, liderazgo.
Todo ello es válido, asegura Marín, para cualquier persona, sin importar sus aparentes limitaciones físicas: durante mis semanas en la academia, conocí a una mujer sorda que entrenaba sin diferenciación alguna. El sensei agrega que hay alumnos sin un brazo, sin una pierna e incluso no videntes.
Dice que no se trata de pegarle a la gente. Esa es la imagen fácil que algunos se dejan. Pero pegarle a la gente es muy fácil. Se trata de crecer y aprender, y aplicar esas enseñanzas en la vida fuera del academia.
–En las artes marciales decimos la palabra Osu (se pronuncia “oss”) que significa perserverar bajo presión. Que si las cosas son fáciles, no valen la pena. Si perserverás bajo presión, vas a tener éxito en cualquier cosa. Eso es lo que te enseña un deporte como este.
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Escogí las artes marciales porque quería castigarme por haber abandonado mi salud durante tiempo. Creí que se trataría de maltratar el físico. Al final del mes, había topado con una disciplina que me ayudó a comenzar a dar forma a la fortaleza mental, emocional y espiritual que nunca creí tener. Una fortaleza que, aunque todavía en proceso de construcción, me ha permitido sobrellevar crisis y pérdidas, dolores y despedidas.
Mi estilo de vida dista de ser el ideal. Todavía no soy constante ni tengo la mejor dieta. Aún soy presa del tedio, la dejadez y la pereza. Sin embargo, por primera vez en muchísimo tiempo, tengo la certeza de que lo anterior es una cuestión de tiempo. Por primera vez en años, digo todavía no en lugar de meramente no .
Estoy fuera de forma… por ahora.