La Viuda Negra no es Patricia Santana, habitan un mismo cuerpo pero son dos mujeres muy distintas.
La Viuda (mote que acopió inspirada en el nombre de una especie de araña) se ha convertido con mucho trabajo en un referente dentro del gremio de tatuadores en Costa Rica. También es una de las más duchas ejecutoras del arte de la suspensión.
Acuden a ella inocentes primerizos para que arreglen tatuajes que alguien no supo hacer; su trabajo entonces se convierte en tratar de comprender. "Tienes que meterte en la cabeza de esa persona, entenderla, aconsejarla".
Una mayoría le teme porque su trabajo no es comercial, y porque no piensa dos veces si debe decir algo, habla sin filtros, mirando fijamente a los ojos con una sola misión: ser recordada.
Hace por día más o menos dos tatuajes. Cada tanto tiene giras en distintas partes del mundo que le permiten expandir su marca. Ha viajado por América del Norte, Latinoamérica y Europa. Hoy tiene 41 años, pero llegó desde Colombia con 20 años , $100 y solo tres máquinas para tatuar.
Ha soportado represión, pobreza, crueldad por parte de la guerrilla, hombres que buscaron aprovecharse de ella, obesidad, y muchas ganas de crear.
Para superar sus traumas decidió hacer de la Viuda Negra un alter ego que se apropia de ella cada vez que puede. La Viuda necesita sentir dolor para olvidar el dolor.
Cuerdas y sangre
"La primera vez que realicé una suspensión fue en Brasil, de la espalda y las piernas. Nunca más volví a tocarme las piernas así, qué dolor. Lo hice en un lugar que recuerdo como sagrado, pude ver el amanecer mientras subía. Me transporté".
Después de esa vez lo ha hecho en distintas ocasiones como parte de varios performances que llevan diferentes nombres.
"Por eso lo hago, porque me siento como una águila. Desde ahí arriba puedo verlo todo, sentirlo todo. No estoy ahí, estoy lejos".
La Viuda ha curado algunas de sus heridas insertándose agujas en la mejilla, abriéndose capas en la piel, jugado con fuego, rayando su piel con tinta, sangrando, vistiendo piezas de cuero, gritando todo lo que está dentro de sí, lo que la hiere, persigue y aterroriza.
"He visto la muerte muy de cerca. En Colombia sufrí mucho por la guerrilla. Vi amigos morir a mis pies. Hay mucho que no he contado. Cuando doy un espectáculo y grito, lo que hago es expulsar todo ese dolor. ¿Tu me entiendes?".
Pandillera
La Viuda trabaja en su local de tatuajes Black Widow, en el Centro Colón (Paseo Colón).
"Trabajo sola, me cuesta aguantarme a otros. Me gusta lo que logré, miro atrás y no me lo creo. No tengo horarios ni jefes. Duermo muy poco, pero nunca me cuesta despertarme porque recuerdo todo lo que viví en Colombia y dos segundos después estoy en al ducha".
Dentro hay dos locales por los que paga alrededor de ¢3 millones de alquiler. Hay un escritorio, paredes moradas tapizadas por ella, un sillón de cuero con cojines rosados, hay una culebra escondida, ropa negra, catrinas, agujas, máquinas de tatuar, y una extraña sensación de serenidad.
Me recibió con una sonrisa, dos colmillos y muchas preguntas. Cómo me llamo. Qué hago. Qué me voy a tatuar, y por qué.
Me mostró su local, uno que construyó a pasos torpes. Las paredes son moradas porque para ella así se forma un equilibro. El azul es un color frío y el rojo no. En una esquina está su computadora, y en la esquina del monitor una foto de su abuela materna, Leonor.
Santana nació en Facatativá, un pueblo en el occidente de Colombia, conocido por tener entre sus entrañas la historia arqueológica de ese país.
Creció con su abuela, su abuelo y su mamá. Desde que tiene memoria recuerda querer salir de ese lugar, huir, ver más cielos blancos, edificios altos.
Cuando tenía 19 años se unió a las pandillas. Era líder natural. Llegó a ellas porque la adolescencia se lo exigió, además proviene de una familia inmensa de la cual, a veces, necesitaba escapar.
Turbulenta adolescencia
"Esos días de pandillera me despertaba temprano. Me topaba con los chicos en el parque Piedras del Tunjo, fumábamos un poco de mecha, y nos poníamos a hacer ejercicios. Teníamos un porte. Luego de entrenar me iba a la casa y ayudaba a la abuela a hacer al almuerzo".
Piedras del Tunjo es el único parque arqueológico en Colombia que está ubicado dentro de un contexto urbano. Tiene entre sus senderos pinturas rupestres, mitos y leyendas.
Ese año Patricia tenía un novio. Él fue su primer contacto con el tatuaje.
"Me enseñó el tattoo que se había hecho y yo inmediatamente quise hacerme uno, tenía 19. Me lo hice en el coxis, terrible", recuerda.
"Yo era una pandillera fina, me veía así, como estoy vestida".
Así: vestido corto negro con la espalda descubierta, sin brasier. Tacones negros. Sombrero, anteojos, labios color labial morado.
Luego todo cambió.
"En todo eso de las pandillas la droga sí viaja mucho. Pero a mí solo me gustaba fumar, no quería meterme en problemas. Solo que en una de esas compras me agarró un policía, me esposó y me mandó a la cárcel por 24 horas".
Un día entero ahí dentro fue suficiente para que Patricia decidiera dejar las pandillas. Pero entonces le tocó hacer lo que no quería: ser lo que su mamá quería que ella fuera.
Pantimedias, enagua, tacones, blusa blanca. Así se visitó p ara su primera entrevista de trabajo en una empresa que exporta flores a Estados Unidos.
Era digitadora, le pagaban por palabra.
"Cómo odio el sistema. Con el tiempo aprendí que debía ser parte de él y saber funcionar, pero sabes, lo detesto".
Luego la dejaron ir de ese trabajo, pero las pandillas ya no eran una opción. Entonces buscó oportunidades de trabajo en Bogotá. La distancia entre la parada del bus en Facatativá y el centro de Bogotá es aproximadamente de una hora y media.
"Era un día que tenía tres entrevistas previstas. Entro a la primera y le hablo al señor. Le pregunto en qué puedo ayudar, qué cualidades necesita de mí. Cómo puedo aplicar lo que sé para hacer un buen trabajo. El tipo se me acerca, me mete la mano entre las piernas y me dice, primero para ver qué tiene ahí".
"Viejo hijueputa, le di una cacheteada y me largué, por supuesto".
Una vez afuera corrió a la segunda entrevista en el norte de Colombia, donde están los "ricachones".
"Ingreso y tengo que hacer una fila como de 50 personas. La hago. Luego me separan en un grupo de 10. Me preguntan dónde vivo. Digo que en Facatativá. Me dicen que es demasiado lejos. Entonces me voy".
Round 2.
"Salgo de la entrevista con hambre y preguntándome: ¿Cuál es mi vida? ¿Cuál es mi opción? Estaba lloviendo. Pasa un mae en un carro y me tira encima no agua, barro, el amarillo. Me senté a llorar en una esquina. Estaba lejos de mi casa. Pensaba qué sistema de mierda. Después de esa bañada dije no más. Ese día dije que tenía que salir de la mierda".
Patricia llegó a su casa, se sentó en la esquina de su cama, se puso las manos en la cabeza y miró en el piso la máquina para hacer tatuajes que se había comprado vendiendo empanadas.
A los días volvieron a llamarla de la empresa que exporta flores. Lo tomó de nuevo con la única intención de ahorrar un poco.
Luego, apareció en su vida Fernando Fonseca, su mentor y protector.
"Se convirtió como en mi papá", recuerda.
Rumbo a Costa Rica
Fonseca le ofreció una pasantía en su salón de tatuar los fines de semana. Solo podía dibujar. Ahí aprendió sobre la ética del tatuador, técnicas, y estilos.
"En Colombia hay centros comerciales solo para tatuadores. La demanda es inmensa. Tienes que salir a la calle a buscar clientes. Así fue como conocí a Cristian, alias Chino".
Cristian era de Alajuela.
"Él me contó sobre Costa Rica, su pura vida, sus playas, costas".
Algunos contratiempos la hicieron separarse de su mentor. Pero en aquella ocasión, ya no se sintió tan a la deriva.
"Me acordé de las historias sobre Costa Rica".
De armas tomar, llegó a Alajuela con $100 y tres máquinas para tatuar. Se quedó en la casa de Cristian, donde su mamá le daba pinto todas las mañanas.
A partir de ese día lo único que tenía eran posibilidades, ningún techo seguro.
Encontró trabajo en un tattoo shop en San José haciendo perforaciones.
"Me desmayé la primera vez que vi una aguja en Colombia pero en el momento en que me preguntaron si sabía perforar, era una experta. Me hice buena. Aprendo rápido. Además en esos años podías vivir de eso, ya no".
Y vivió por un tiempo así, hasta que le ofrecieron un trabajo en Manuel Antonio, donde unos amigos italianos.
Allí tenía su propio salón llamado Las palmas. Vivía en un cuarto con vista al mar, monos en su ventana, tatuajes a cambio de euros.
"Fue una buena época pero era muy loco todo. Yo tatuaba a extranjeros enfiestados. Tenía todo lo que siempre quise, la libertad que deseaba. Podía mantenerme y mandarle dinero a mi madre".
Luego por temor a algún tipo de represalia con migración en Manuel Antonio se marchó de nuevo a la capital.
"Yo no quería irme. Iba todo el camino llorando".
El regreso
Esa no fue la primera vez que Patricia lloraba y lo dejaba todo. Cuando se marchó de su casa en Colombia también lloró, y lo recuerda así, con lágrimas, un poco de remordimiento, pero también algo de alivio.
"Si yo miraba para atrás ese día en Colombia no me iba. Mi mamá y mi abuela me despidieron afuera de la casa. Si yo las miraba una vez más me quedaba ahí para siempre".
Entonces, una vez que llegó de nuevo a la capital tuvo que desde cero. De nuevo.
"No podía volver a Alajuela. No tenía dinero".
Luego conoció a Ramiro, un colombiano dueño de la marca Viuda Negra. Se la vendió a Patricia por $100 y le dio toda potestad, y así ella construyó a partir de eso su propio universo.
Encontró trabajo en un salón de tatuajes en el centro comercial La galería, en la avenida central.
"Lo que hacía era quedarme hasta tarde después de trabajar en el café Internet que estaba en La Galería, hasta que cerrara. Algunos días dormía en las gradas".
Trabajando ahí ahorró $500, con lo que pudo alquilar un local en el edificio El Steinvorth. Tenía 25 años.
"Para darme a conocer y para dar a conocer mi marca, Viuda Negra, tenía que viajar mucho. Cuando visitaba las convenciones en Brasil me iba, y me ponía afuera para ver qué pasaba".
Santana siempre ha viajado con maletas de todo tipo, unas cargadas con cadenas sociales que la han reprimido por años.
Las mujeres
La Viuda tiene los ojos siempre muy abiertos, gritando algo color negro. Patricia es cálida, color rojo. Tiene una hija de 11 años, sacó a su madre de Facatativá, no volvió a las pandillas pero sigue siendo líder de todo lo que lleva en frente.
Su local es su imperio; la Viuda Negra, su marca, sustento y confidente. Con el dinero que ganó en los inicios en el El Steinvorth, ahorró para alquilar el local en Centro Colón, desde hace 7 años.
Antes de partir le pregunto con quien estuve hablando todo ese tiempo.
"Con la Viuda, a Patricia la conocen pocos, mi amor", me responde.
Pero creo que vi pasar a Patricia, por milésimas de segundo, frente a mí. La vi cuando recordó su pueblo, el que tanto ama, pero temió que se la tragara viva. La vi cuando me habló de su abuela, y tomó sus manos y se acarició el rostro, justo como Leonor lo hubiera hecho.
La vi cuando me habló del error más grande de su vida, cuando me habló de los hombres que han huido por temor a su sentido de libertad, cuando me habló de Ángela, una hermana "adoptada", pero para ella es su hija.
La vi cuando tomó el teléfono y llamó a un familiar para hablar sobre un tío que se está muriendo, uno que ha pasado postrado por años en una cama después de ser cruel con su esposa y después de ser el tío favorito de Patricia. Lo segundo dejó de ser así por consecuencia de lo primero.
"Escúcheme, llévele un padre para que se confiese. Que diga lo que tiene que decir. Tiene que irse en paz".