¿Por qué pensó una mujer violada por un sacerdote, que no fue violada? Porque sus padres le dijeron que solo se viola a una “señorita” y ella no lo es: tiene dos hijos. Porque es joven, rural y su oficio humilde, y quien la violó era mayor, perverso, revestido de autoridad divina y humana, y amenazó con quitarles el pan de la boca a ella y a sus hijos. Y ella no sabía que su cuerpo es suyo.
¿Por qué piensan estos padres, y tantos otros, que solo se daña a una virgen? Porque se nos ha enseñado que una mujer es un patrimonio, parte de la hacienda de un varón, algo así como su buey o su asno, y el himen el sello de calidad garante de la pureza de la mercadería. Una vez perdido, ya no se tiene mayor cosa que perder. A pesar del asco, el miedo y la tortura. Porque una mujer ni goza ni desea, solo es deseada y gozada como un bien.
Por la misma razón por la que un hombre dijo, hará unos años (me lo contó quien lo escuchó), cuando vocablos como “abuso” e “incesto” no eran más que términos dormidos en un diccionario: “¿A cuenta de qué voy a dejar que venga otro y se coma el frijolar que yo sembré? ¡Me lo como yo!” El frijolar eran sus hijas.
Por la misma razón por la que, una vez detenido y esposado (me lo contó quien lo presenció), se defendió así el violador de una niña: “¡Pero si no está estropeada, si solo se lo hice por detrás!”
Porque no les cabe en la cabeza que en su cuerpo, el de ellas, reside su ser.
Mucha sangre se vertió en la historia occidental por serias discrepancias, entre ellas el himen de María, la madre de Jesús. Hubo guerras entre quienes afirmaban que al dar a luz inevitablemente había quedado desflorada, y quienes sostenían que la gracia de Dios la había mantenido intacta. Tanta gente muriendo por una membrana.
¿Y hoy, a tantos siglos de distancia, por qué ninguno de los tres miembros de la Iglesia a los que la joven acudió pidiendo protección la ayudó, contuvo al violador, lo entregó a la justicia? Porque, sí, ya sabemos, en todas partes puede haber una manzana podrida, pero silencios como este hacen pensar que está podrido el árbol.
“Déjelo en manos de Dios”, le dijeron. Muchos años después, cuando encontró apoyo, lo dejó ella en manos del Poder Judicial.
Ignoro, al escribir estas líneas, el rumbo que habrá tomado el juicio. Solo espero que nuestros jóvenes puedan por fin aprender en las aulas, de una buena vez y para siempre, con todas y cada una de sus letras, el fundamento de la dignidad humana: su cuerpo es suyo, sagrado e inviolable. De nadie más.