Es la noche del viernes 3 de junio de 2016, en una habitación de un hospital de la ciudad de Phoenix, Arizona, se acaban de apagar las últimas luces intermitentes de monitores y aparatos médicos. En una de las pantallas al lado de la cama, queda un tono mudo que representa lo que ya no hace un corazón. También una línea verde que, como todas, es infinita. Muhammad Ali acaba de cruzar esa línea.
Fue la noticia que puso a girar todas las rotativas del planeta desde la noche del viernes. Ayer nos despertamos con un mundo empapelado, física y virtualmente, con la noticia de la muerte del llamado The Greatest of All Times, el más grande de todos los tiempos, conocido también en su tiempo como The People’s Champ, o el campeón del pueblo.
Los números, las fechas, sus momentos cenitales y aquellos cuando puso rodilla en la lona, están hoy en cualquier medio. Un boxeador tan enorme dentro del ring como fuera de él.
Cassius Marcellus Clay, Jr. fue su nombre de pila. Nació y creció en Louisville, Kentucky, rodeado por las duras leyes, las escritas y las tácitas, de la segregación racial. A los 18 años ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Roma. Velocísimo de piernas y manos, tal vez el único pugilista que sabía golpear mientras retrocedía, los expertos dudaban del futuro de aquel jovencito que exhibía una técnica poco ortodoxa para un peso pesado.
Los expertos consideraban una bravuconada adolescente la defensa de un boxeador que inclinaba su torso hacia atrás para esquivar golpes, cuando el manual indicaba que debían desviarse con los puños. Tampoco comulgaban con su actitud desafiante fuera del cuadrilátero. Un joven recién llegado que no se ahorraba opiniones, que retaba abiertamente a boxeadores más experimentados que él, que no respetaba las jerarquías. Y tenían razón, Cassius Marcellus Clay, Jr, era todo eso. Pero lo que nadie sabía entonces, probablemente ni él mismo, es que no era sólo eso. El tiempo se encargó de demostrarlo.
El mal de Parkinson, que le llegó cerca de su cumpleaños 40, doblegó física pero no mentalmente a quien en sus tiempos de campeón fue un peso pesado de 1,85 cm, 90 kg y alcance de 1,98 cm, que se movía en el cuadrilátero con la gracia y fluidez de una prima ballerina, transformando el ring en una pista de baile.
El negro ruidoso, guapo, pedante, histriónico y elocuente que, en el mejor momento de su carrera, a los 25 años, prefirió renunciar al título de campeón, al favor de los medios y el público general, antes que abandonar sus convicciones. Se negó a ir la guerra de Vietnam en un momento histórico donde el reclutamiento era obligatorio y rehusarse a ir a la guerra prácticamente una traición a la patria.
Ya para entonces tenía varios años de haber adoptado el Islam como religión y posición política y había cambiado su nombre al de Muhammad Ali. A los 22 años, este hombre cambió aquello que nos da una sensación de pertenecer a un lugar, a un entorno, a un tiempo. A los 22 años empezó a ser más que un atleta súper dotado.
Dijo: “Yo soy Estados Unidos / Soy el pasado que no quieren reconocer; / vaya acostumbrándose a mí / negro, autoafirmado, engreído. / Mi nombre, no el de ustedes / Mi religión, no la de ustedes / Mis metas, no las suyas / Acostúmbrense a mí.”
Caso inusual entre los deportistas, más aún en la tribu de los boxeadores, Ali supo usar el lenguaje como una tercera mano, un tercer guante. Se sentía cómodo con las palabras. Se dice que fue uno de los primeros raperos, antes de que el género existiera como tal, Ali no necesitó más que la educación escolar básica para contestarle a los periodistas con rimas espontáneas, para animar ruedas de prensa con respuestas rimadas que iba armando sobre la marcha.
Fue un pregonero de los jabs, un payador del uppercut, un trovador del movimiento de piernas. Más allá del chiste, después de la línea del humor, Ali tensaba sus declaraciones con un andamiaje de ideas y principios tan sólidos como el ladrillo de su derecha a la quijada. Atletas excepcionales hay muchos y nadie espera que sean más que eso. De hecho, casi que se les exige que se limiten a su territorio. Muhammad Ali generó un cortocircuito en el establishment del deporte y la opinión pública.
Los conceptos son más poderosos que las individualidades que los convierten en realidad. La literatura, por ejemplo, es más que Homero o Cervantes o Borges. El cine es más que Fellini o Bergman o Hitchcock. El fútbol más que Pelé, Cruyff, Messi o Maradona. No es temerario afirmar que Alí rompió esa regla. Elevó el boxeo a un nivel que no tuvo antes ni después de él. Porque lo llevó a una expresión de otro orden.
Hay documentales (especialmente recomendables When we were Kings, Facing Ali y I Am Ali) libros (como The Fight de Norman Mailer) e innumerables páginas, minutos de audio y sonido dedicados a uno de los personajes más representativos del siglo XX. Y esto sucede porque agregó profundidad de campo donde el deporte se agota como entretenimiento bidimensional.
En un pasaje de su novela Viaje al fin de la noche, el novelista francés Louis-Ferdinand Céline dice, a través de su narrador, que mientras duermen, debería haber algo que diferenciara a los hombres buenos del resto de los mortales. Es difícil, Céline. Pero tenemos esto: hoy, buena parte del planeta despide a un buen hombre y la cara que se ilumina es la de todos nosotros.