María José Monge Picado curaduria.arte.mbccr@gmail.com
“Me llamo Margarita. Nací en Paraíso en el mes de noviembre, provincia de Cartago. Uno de mis abuelos era alsaciano, por eso soy Quesada Schmidt”. Con estas palabras, Margarita Quesada Schmidt (1915-2001) inauguró una exhibición de sus obras en la sala Joaquín García Monge en 1984. En el 2015, a 100 años de su nacimiento, su trabajo artístico se muestra en los Museos del Banco Central en la exposición No a la realidad.
En 1984, Quesada era una mujer de 69 años que había empezado a exponer sus obras en los últimos cinco años, aunque su vínculo con el terreno de lo artístico se había iniciado desde mucho tiempo atrás.
Ser o no ser. Las clases de óleo y de acuarela con Rosario Bonilla Baldares fueron la antesala de su paso por la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Costa Rica entre 1949 y 1952. Allí recibió orientación de artistas como Francisco Amighetti, Margarita Bertheau, Alexander Bierig, Lola Fernández, León Pacheco y Carlos Salazar Herrera.
A finales de la década de 1970, tras pensionarse de una carrera de docente de 20 años, Margarita Quesada volvió a los pinceles e inició su vida expositiva.
La acuarela fue su medio predilecto. Sin embargo, la tónica de su trabajo fue la transgresión deliberada de las convenciones, en aras de una sistemática exploración técnica y representacional.
“Si no le doy duro, siento que no soy yo”, expresó (1). De ese “yo” surgieron imágenes de la cotidianidad caracterizadas por los colores intensos, los altos contrastes lumínicos, el empleo de empastes y de veladuras, de rasgados, raspados y lavados, de tachaduras, textos y grafismos.
Sus obras se caracterizan por la renuncia al ilusionismo y la sobredimensión de la expresión, así como por cierto gusto barroquizante, tendiente a la saturación de las superficies con recursos diversos.
Ser, no parecer. En un artículo acerca de Margarita, Pedro Arrieta recordó que ella dijo: “Quiero que las cosas que pinto sean, y no parezcan” (2). Esta distinción entre “ser” y “parecer” ubica el trabajo de la artista en el marco de una problemática acerca de la representación. Expresa su voluntad de relativizar la relación de la imagen con la realidad.
Quizá por eso, la obra de Margarita orbitó en torno a lo cotidiano. Pintó desde su casa, situada a un costado del parque, en el corazón mismo de su barrio, Paraíso de Cartago.
La estructuración espacial y cromática de obras como Árbol rojo , realizada en 1994, evidencia este vínculo indisoluble entre el barrio y su mundo interior, la penetración y la sobreposición de lo no visible sobre lo visible, sobre “lo real”.
Sus vistas del parque y de lo que acontece en sus bancas, sus árboles e inmediaciones, desde el paso de los transeúntes hasta las dinámicas que se entretejen en torno al billar y a la cantina, brindan imágenes de la cotidianidad que se sitúan a medio camino entre lo onírico, lo poético y el desenfado expresivo.
Hay en ellas una especie de extrañeza, irrealidad y fantasía que rehúye la aproximación objetiva o idealizada, las explicaciones unívocas y la afirmación de verdades.
Estas imágenes dan cuenta de la dimensión colectiva del barrio, espacio disciplinario en el que cada uno de los sujetos involucrados concede una parte de sí mismo a la jurisdicción del otro (De Certeau, Giard y Mayol: La invención de lo cotidiano , p. 14).
En esta dimensión colectiva destacan las escenas nocturnas que cautivaron su atención. Ese mundo de cantinas, de cuerpos silueteados apenas perceptibles en la oscuridad y de transeúntes que se movilizan fantasmagóricamente por las callecillas, conforman la dimensión transgresora del barrio, la otra cara de las escenas diurnas que la artista pintó. Su obra La Garibaldi es un ejemplo claro de este interés de la artista.
Un universo polifacético. La casa de Margarita fue el referente visual y emocional de la robusta cantidad de interiores domésticos que conforman su obra.
La diversidad de recintos, rincones, detalles y ángulos de aproximación hacen, de su casa, un universo polifacético que exploró hasta la saciedad. Estos tienen un dejo de intimismo y de autorreferencialidad que la singularizan. Se trata de indagaciones en el universo de lo no visible, en el ámbito de las emociones y en el tiempo.
Con muy pocas excepciones, sus interiores se divisan a través de una puerta o de una ventana. Este es un recurso que favorece el diseño y le agrega dinamismo a la composición.
Considerando la dialéctica fuera-dentro, público-privado, parecer-ser, que hilvana el trabajo de la artista, resulta imposible hallar, en estas aberturas, una poética acerca de los nexos en el interior, y entre el interior y el exterior.
Esos son espacios colmados de presencia humana, aunque prescindan de su representación. En los pocos casos en los que esta se representa, se trata de figuras femeninas, niñas, adultas y ancianas, usualmente inmersas en alguna labor doméstica.
Cuando no hay representación de la figura humana, como se advierte en las acuarelas Sin ella (1980) y Mesita de noche (1990), su presencia es sugerida mediante la selección de las estancias representadas, así como de los detalles que muestran y los que ocultan.
El empleo de veladuras y de grafismos de carácter decorativo es una especie de provocación por revelar todo aquello que subyace en las diversas capas de pigmento, como si existiera siempre algo oculto o no visible, de mucha mayor significación que lo representado.
En esos detalles se juega la distinción entre “ser” y “parecer” que resultaba tan significativa para Margarita Quesada, y que, sin imaginarlo en vida, harían, de su obra, uno de los cuerpos de trabajo más sinceros y singulares de la historia del arte costarricense.
Notas: 1. En “Margarita Quesada, una expresionista innata.” La Nación , 7 de marzo de 1981, p. 1B.
2. Citado en “Homenaje de la comunidad paraiseña a la pintora Margarita Quesada Schmidt”. El cronista paraiseño. 1996.