En noviembre de 1997, tres compañeras y amigas arribamos a La Habana, a la Joven Estampa, concurso organizado por la Casa de las Américas para jóvenes grabadores. En ese encuentro se ofrecen exposiciones y un curso de estampa impartido por algún notable artista de las artes gráficas. En esa ocasión, nuestro maestro fue Ibrahim Miranda (Cuba). Él, Carlos Capelán (Uruguay) y Antonio Martorell (Puerto Rico) fueron miembros del jurado y conferencistas.
De esa experiencia, tan rica en posibilidades e infinitamente creativa en propuestas –a pesar de la escasez de recursos–, aprendí a darles jaque mate a las dificultades que se me presentaban para crear mi propia voz gráfica.
En 1998 desarrollé una serie de monotipias o monotipos (de las palabras griegas mono [uno] y typos [impresión]), un tipo de impresión donde solo sale un ejemplar, reutilizando de fondo las tallas en madera que hice en mi época de estudiante.
Pronto llegué a la obra que titulé Autorretrato interno, que imprimí en partes: primero, una matriz o sello tallado sobre cartón prensado, que entinté con un color verde mezclado con polvo de oro, para que lo iluminase (una mezcla de verde con polvo de oro).
Conseguí un agradable fondo que hacia vibrar las siguientes impresiones, en la misma obra. Más tarde estampé una talla de caballos gitanos sobre una madera de cedro, y con una tinta cálida roja, levemente neutralizada para que no se robara el interés y solamente complementase el conjunto. Después hice la monotipia entintando un cartón prensado sin talla, donde sobrepuse el fondo previamente trabajado.
Luego empleé una puntilla metálica: una estaca de la tienda de campaña de mi papá, estaca que llegó de manera “misteriosa” a mi taller. (Un buen grabador ve, en diversas cosas, posibles herramientas de trabajo.) Esa humilde estaca, junto con la heredada paciencia católica de mi tía Landi (monja de claustro), hizo que, durante varias jornadas de diez o más horas, elaborase el dibujo interno, con trazos metálicos.
Me “inspiró” un fuerte dolor en un ovario, que encierro en un triángulo. Cada vez que invierto vida en esta pasión, involucro mis emociones espirituales y físicas, como Frida Kahlo, guardando la distancia con la maestra.
Como si fuese una “radiografía”, mi retrato es el exorcismo al dolor menstrual, que compartimos nosotras. De mí sale otra Marcia, con un aire de independencia: ella vuela, su cuerpo es flexible, ligeramente más estilizado, y entra en su propio universo, donde las lunas nacen en el jardín. Ella sustituye su cabeza por una luna, como cuando nos ponemos una flor, y esa luna le da poderes de cambio porque muta según su necesidad y su estación.
Fuera de ese universo mágico viven los árboles porque es sabido que un buen grabador o una buena grabadora es amante de ellos. No concibo mi existencia fuera de los dulces recuerdos de comer un mango bajo un árbol, como en la casa de mi infancia. ¿De qué se compone la vida si no es de lo que nos hace felices?
En mi árbol, las ramas son fuertes como los brazos de mis abuelas, y los de mi mamá, y los de todas las mujeres que se han involucrado en la compleja crianza de una niña artista.
Autorretrato interno refleja la incomodidad de un dolor pasajero, pero es como la gestación de la luna, que involucra la belleza de lo femenino, la belleza interna, que me hizo los brazos más fuertes y me preparó para lo mejor: ser mamá de una princesa del mar.