Don Beto Cañas se nos fue inesperadamente, y ya no habrá tertulia. Durante treinta y cinco años, un grupo de amigos y parientes suyos nos congregamos en la sala de su hogar a conversar con él después de ver una película o escuchar una ópera, como si estuviéramos sentados en una butaca del Metropolitan en Nueva York, o en una del teatro Mariinsky en San Petersburgo.
Cuando Carlos Manuel Barrantes – uno de los más asiduos asistentes– no podía acompañarnos más por razones de salud, nos desplazábamos hasta su casa, donde nos esperaban él y su amable señora, Liliana. ¡Qué veladas más inolvidables fueran estas! Entre carcajadas o defensa vehemente de puntos de vista opuestos, saboreábamos un café o un chocolate y exquisitos bocadillos. De pronto, el cucú o la campana de un reloj vecino nos señalaba la hora de partir.
En el hogar de Carlos Manuel o en el rellano de la escalera de la casa de don Beto, surgía la inevitable posdata –así la llamábamos–, una extensión de lo que habíamos comentado, algún chiste mordaz o la anécdota simpática que alguno de nosotros llevaba debajo de la manga como una sorpresa.
En otras ocasiones, era el recuerdo de un bolero, de un “agustinazo” o de un tango, que entonábamos al unísono; a veces equivocábamos la letra, pero la memoria de don Beto nos enrumbaba por el camino correcto. Después del abrazo fraterno y el “Nos vemos el próximo lunes”, concluía la reunión. Sin embargo, ese lunes, 16 de junio, no llegó. Por esto es mi noche triste.
A lo largo de este largo viaje desfilaron grandes obras del cine mudo y parlante, y otras que –si bien no fueron las mejores– eran motivo de mofa o la calificación de mamarracho, con que las bautizaba nuestro anfitrión.
En otras oportunidades, Daniel Gallegos dejaba a un lado sus comentarios shakesperianos e imitaba la voz del actor mexicano Arturo de Córdoba y la frase que lo hizo famoso: “Eso no tiene la menor importancia”, que, de paso, se convirtió en un dicharacho común entre los pobladores de nuestra vieja capital. A partir de ese instante, la conversación giraba ciento ochenta grados y surgían entonces amistosas discusiones acerca de la época dorada del cine argentino o el de otras latitudes.
En Navidad, doña Alda –la distinguida esposa de don Beto– nos sorprendía con un delicioso tamal y un rompope. Lo mismo hizo Mary, su fiel servidora, con su exquisita habilidad culinaria, hasta el último día, en que nos despedimos con una película de Alain Resnais.
Se ausentó para siempre el humanista, el hombre de amable sonrisa que, semana a semana, convirtió la sala de su hogar en una pequeña “Academia” donde él era el Maestro, y nosotros, sus amigos, los iniciados. Su figura, su voz, sus conocimientos, quedarán para siempre incrustados en nuestros recuerdos.
En esta noche triste, delante de sus libros y sus Chisporroteos , en nombre de todos los que tuvimos el placer de compartir con él tantas horas de goce espiritual, entono quedamente la balada del compositor Alberto Cortez: “Cuando un amigo se va, / queda un tizón encendido / que no se puede apagar / ni con las aguas de un río... // Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío / que no lo puede llenar / la llegada de otro amigo”.
El autor es escritor y profesor emérito de la Universidad de Costa Rica y expresidente de la Editorial Costa Rica.