Cuando Jorge Céspedes, Abraham Hines, Jafet Baltodano y Michael Cantón bajaron de sus respectivos autobuses y se toparon en la Plaza de la Cultura, el punto cero habitual de sus reuniones, los cuatro muchachos tenían mariposas en el estómago.
Estaban nerviosos porque, tras mucho planear y mucho conversar, finalmente habían llegado el día con el que, unos tres o cuatro meses antes, habían soñado.
Mientras caminaban al Centro Nacional de la Cultura (Cenac), frente al Parque España, a pocas cuadras de allí, especulaban con lo que podrían encontrar. La esperanza los motivaba a pensar en que unas 200 personas asistieran al evento que les había costado dolores de cabeza y noches de poco sueño.
¿Alcanzarían esa cifra? La pregunta daba vértigo; la respuesta, miedo. Solo unos meses antes, reunidos en la casa de Abraham –Alex, para los amigos– como cualquier día, entre los cuatro habían germinado una inquietud. Eran, entonces, muchachos de unos 18, 19 o 20 años, lo más. Se reunían para jugar videojuegos, para tomar cervezas, para ver animé. Los cuatro compartían una pasión particular, quemante, por la cultura japonesa; esa pasión fue, precisamente, la que los impulsó a preguntarse qué pasaría.
—Maes, ¿qué pasaría si alguien hiciera un evento que reuniera a toda la gente a la que le gusta el animé y el manga en este país?
A esta pregunta, esa pequeña chispa, le siguió otra todavía más trascendental:
—Maes, ¿qué pasaría si lo hacemos nosotros?
Aquella mañana límpida del 2003, los muchachos encontrarían la respuesta a esa pregunta. Para entonces ya compartían un nombre que los identificaba: Imperio Animé.
—Fue Álex el que llegó un día y dijo “Maes, hagamos un imperio del animé” –recuerda Jorge, sentado en el primer piso de una casa en barrio Dent, en la que hoy mismo se alistan los últimos detalles de la Academia Creativa, el más reciente proyecto de Imperio Animé: un refugio donde los entusiastas del dibujo, el diseño de videojuegos y los cómics pueden aprender y mejorar sus habilidades creativas.
Junto a Jorge está sentado el propio Álex, quien hace 13 años bautizó a la recién nacida productora de eventos. Hoy, Imperio Animé es la casa matriz de varios eventos masivos y ha sido, a lo largo de los últimos años, uno de los pilares en la consolidación de la cultura geek en Costa Rica.
La treceava edición de la Convención Matsuri se llevó a cabo durante este fin de semana, en el Estadio Nacional. El festival contó con varios invitados internacionales, stands , talleres y una larga lista de actividades para un público que, cada año, se acerca en mayor número al festival. Los muchachos de Imperio Animé son, hoy, productores experimentados y seguros de su trabajo pero, ante todo, entregados a la pasión suya y de su público.
Pero eso es hoy.
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En el 2003, mientras los muchachos caminaban por las calles de San José en dirección al Cenac, la sensación era muy distinta. Había emoción, claro. Pero había un gran temor, una duda que les nublaba la cabeza: ¿qué pasaría?
Luego de que tuvieran aquella idea inicial a finales del 2002, los muchachos pusieron manos a la obra, solo para topar con la principal traba con la que topa todo ser humano cada vez que tiene una idea: no había plata. Ante esto, lo único que se podía hacer era encontrar soluciones. Esta vino en el periódico que Jorge leyó pocos días después.
En una noticia se hablaba de una cartera recién nacida en el gobierno: el viceministerio de juventud, creado para apoyar las propuestas de gente joven e impetuosa. Es decir, él, Jorge, y sus amigos. Tras comentarles el hallazgo, se dedicaron por completo a diseñar una propuesta para presentarla ante el viceministro de entonces, Hernán Solano.
—Nos dedicamos de lleno a investigar la influencia que el animé había tenido en la sociedad costarricense –recuerda Jorge–. La gente no tenía claro que, por ejemplo, Heidi es un animé. ¿Cuánta gente creció viendo Heidi sin saber que es un producto de la cultura japonesa?
Recuerdan los muchachos que dieron forma a una propuesta como si se tratara de un proyecto del colegio, con introducción, desarrollo y conclusiones finales. La diferencia radicaba en que, en lugar de un profesor, tenían enfrente al viceministro Solano quien, después de escucharlos, les dijo: “¿Y por qué no lo hacen aquí, en el Cenac?”.
Precisamente hacia el Cenac caminaban los muchachos aquella mañana del 2003, el día del primer Festival Matsuri, un evento gratuito al que esperaban que asistieran 200 personas.
Cuando los muchachos llegaron al parque España, el corazón les dio un brinco, uno que ha sido el empuje de todas las ediciones que han seguido desde entonces.
Afuera del Cenac, unas 1.000 personas hacían fila desde las 6 de la mañana.
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Hubo charlas con la ganadora del premio Magón, Hilda Chen Apuy, y con el viceministro de cultura. Hubo una batalla de bandas que tocaron temas de series de animé. Hubo, por primera vez en un evento masivo en este país, cosplay (es decir, gente vestida de sus personajes favoritos).
El evento fue un éxito por donde se le mirase. Durante los siguientes años, Imperio Animé contó con el apoyo pleno del Ministerio de Cultura y Juventud; incluso, durante un tiempo, fueron asesores del viceministro para la realización de eventos para la juventud.
En total, la asistencia fue de 3.250 personas, una cifra que, hasta entonces cuando menos, no había alcanzado ninguna de las actividades realizadas por el gobierno en el Cenac.
—La gente estaba muy feliz. Muchos, a la fecha, siguen diciendo que ese es el mejor evento que hemos hecho –cuenta Álex.
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Si aquel primero fue el mejor, el peor vino en el 2008. Los muchachos se habían visto obligados a hacer un cobre simbólico por la entrada en el 2007 –¢500–. En el 2007, el costo se elevó a ¢2.000 y se realizaría en el gimnasio del Liceo Laboratorio, en Moravia.
¿La razón? Un par de invitados con el peso suficiente para atraer a un público masivo: Humberto Vélez y Gabriel Chávez, encargados del doblaje de Homero Simpson y el señor Burns –personajes de Los Simpson – ofrecerían un show para los asistentes.
Cuando los muchachos llegaron al gimnasio, el día del evento, toparon ya no con mil personas, sino con 3.000.
El gimnasio podía recibir, apenas, a 2.000.
—Cada vez llegaba más gente y no podíamos dejarlos entrar. Los que estaban adentro le pasaban la entrada a la gente que estaba afuera. Nosotros les decíamos que esas entradas no eran válidas. Pero intente explicarle eso a 2.000 personas.
Justo cuando los muchachos estaban a punto de cancelar el evento y solicitar ayuda de las autoridades, la casualidad les sonrió: un tremendo aguacero disolvió la multitud y el Matsuri siguió adelante, sin mayores complicaciones.
Los muchachos cuentan que esa, como pocas otras experiencias, les enseñó cuán difícil puede ser organizar un evento con éxito.
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Apenas unas semanas después de haber realizado aquel primer festival, los muchachos estaban reunidos, como siempre, en casa de Álex. De pronto, sonó el timbre de la casa.
Afuera buscaba un muchacho de unos 12 o 13 años, lo más, que buscaba a los organizadores del Matsuri.
Jorge fue quien lo atendió. Abrió la puerta y lo saludó.
Entonces el muchacho rompió en llanto y se colgó de Jorge, abrazándolo. Jorge, confundido, no supo cómo reaccionar y solamente pudo esperar a que el muchacho se tranquilizara.
Cuando se acabaron las lágrimas, el muchacho abrió su bulto y sacó un disco quemado. “Yo no sé qué tipo de música le gusta a usted, entonces le quemé un disco con un poco de todo”, dijo con timidez, mientras le entregaba el disco a Jorge. “Yo quería regalarle el disco como agradecimiento, porque gracias a usted, por primera vez en mi vida me sentí como un ser humano”.
El muchacho le comentó a Jorge que, por su afición al dibujo, al manga y al animé, sus compañeros del colegio lo despreciaban y le hacían a un lado, mientras sus padres insistían en llevarlo a un psicólogo en lugar de demostrarle amor. “Pero en el evento encontré un montón de gente igual a mí, y ahora tengo un montón de amigos. ¡Ahora me doy cuenta de que hay gente como yo! Prométanme que ustedes nunca se van a dar por vencidos. Prométanme que nunca van a dejar de hacer eventos como este”.
—Ahí está el disco todavía –recuerda Jorge, 13 años más tarde–. Al muchacho lo seguí viendo durante unos seis o siete años más, en los festivales, y luego ya nunca más volvió. Espero que esté bien.