Desde hace dos meses, el trabajo de Luis Solís consiste en fumigar los rincones más pobres de la Gran Área Metropolitana (GAM), seis horas al día, los siete días de la semana.
Solís tiene 50 años y es inspector del servicio civil del Ministerio de Salud con 30 años de experiencia en estas tareas. “Solo hay dos fumigadores en la Región Central y abarcamos 19 áreas, así que recorremos todos los precarios de San José fumigando contra el dengue”.
Gran parte de la responsabilidad de limpiar la capital de la amenaza del dengue recaía exclusivamente sobre él hasta que Salud reforzó el equipo de fumigadores, el 16 de agosto. Se prevé que la del 2013 sea la peor epidemia de dengue.
Pavas, La Carpio, barrio México, el precario Triángulo de la Solidaridad, Los Guido de Desamparados, Ciudad Colón, Puriscal y Turrubares se han convertido en las “oficinas” más frecuentes de Solís.
Desde que se crearon las brigadas especiales de limpieza de dengue, su rutina dio un giro de 180 grados. Hasta entonces, solo revisaba viviendas en busca de criaderos y, esporádicamente, fumigaba.
Peligrosa rutina. A las nueve de la mañana del jueves 8 de agosto, Solís se puso su armadura antidengue: un quimono, unas botas resistentes a todo tipo de terreno, orejeras, anteojos y una mascarilla.
Durante 30 horas semanales, debe cargar con una máquina de fumigación de 15 kilos sobre su espalda y soportar con ese equipaje las inclemencias del sol o los fuertes aguaceros.
Los inspectores como Solís se someten a pruebas médicas especiales por el largo tiempo que permanecen expuestos a insecticidas.
Para la epidemia actual, se está empleando una mezcla de agua y del veneno llamado Cinoff, una decisión celebrada por Solís, ya que en años anteriores se mezclaban los insecticidas con diésel, compuesto que era aún más tóxico.
Hay algo que no detecta ningún estudio médico, que es el desgaste físico de los inspectores.
Largas horas caminando por terrenos fangosos, entrando a habitáculos estrechos y subiendo gradas inestables construidas con llantas, acaban pasando facturas.
Cuando se acaba el depósito de la máquina fumigadora, hay que volver al camión, que suele estar alejado de las viviendas en las pocas vías transitables de sitios como La Carpio, en La Uruca.
“Puedo rellenarla entre 5 u 8 veces; el margen varía en función de la zona”, explicó.
Luego de tres horas de trabajo, el cansancio acumulado casi doblega a Solís, pero se hidrata con agua y continúa. Cuanta más área fumigue, más trabajo adelantará para sucesivas jornadas.
El temor a ser asaltado siempre ronda la cabeza de este inspector, quien, hasta el momento, no recuerda ninguna anécdota desagrabable. Solo en una ocasión se incendió el sillón de una casa por el contacto con la máquina, pero no hubo mayores consecuencias.
Las personas que lo ven, saben que Solís lucha por su bienestar y no le ponen ningún impedimento. A su paso, salen de las casas y acatan sus órdenes. Deben estar fuera de los viviendas 10 minutos para evitar intoxicarse con el químico.
El reloj marca más de las 2 de la tarde. Es hora de terminar y descansar. Solís tendrá que volver al día siguiente, liberando a los precarios de zancudos.