Seydi Vargas Chinchilla recuerda aquel diciembre de 1999 cuando una de sus compañeras del orfanato Casa Emanuel, en Guinea Bisáu, le puso en sus brazos una criatura envuelta en paños.
Era un niño desechado y condenado a muerte por su familia. Tenía un mes de nacido y los adultos lo acusaban de ser un demonio y desear la muerte de su padre.
Seydi tenía una semana de ser misionera evangélica en ese país; era soltera y, a sus 45 años, había dejado todo en Costa Rica para ser voluntaria en el orfanato.
“'Seydi, venga para que reciba a Jesús’, me dijo la otra misionera. Luego me ordenó ‘siéntese’ y me puso un envoltorio en los brazos con ese niño adentro lleno de amuletos. Lo agarré con fuerza y lo sostuve, solo se veía que eran puros huesos en carne viva”, recuerda Seydi.
Ese niño con tos ferina y marasmo (enfermedad que inflama el estómago) llegó al orfanato con su hermana gemela, quien también estaba enferma aunque no tanto como el niño, que tenía en el cuerpo una capa blanca de sarna.
Ellos eran solamente dos de las decenas de niños que llevan al orfanato porque sus padres fallecen o los abandonan.
“Yo me preguntaba por qué nos lo habían traído. Ese niño venía solo para que nosotros lo enterráramos, yo decía que de ese día no iba a pasar y que no tenía oportunidad de vivir, pero mi fe se puso a prueba”, relató Seydi cuando vio el triste estado del pequeño, a quien abrazó y acogió. La vida de ambos cambiaría en ese instante.
Víctimas de la superstición. La madre de ambos bebés falleció después del nacimiento por desnutrición. Según las creencias en ese país, la pequeña niña era la culpable de esa muerte.
Venían sin nombre y eran víctimas de una superstición local que acusa a los gemelos de la muerte de las madres recién paridas. Si son gemelos de diferente sexo, la maldición es mayor.
Poco importaba la suerte de la niña, ya había matado a su madre y se convertiría en esclava de unos tíos lejanos. El problema era que el padre de los gemelos aún vivía y lo hacía con el temor de correr con la misma suerte que su esposa ya que la sola existencia del niño amenazaba su propia vida, según una superstición popular.
Los gemelos habían sido regalados a unos familiares lejanos. A la niña la alimentaban apenas para que sobreviviera y se convirtiera en sirvienta. Al niño solo agua le daban para que muriera lo más pronto posible. Pero fueron rescatados por una tía que los llevó de inmediato al orfanato.
Una vez en Casa Emanuel, el pequeño bulto lleno de amuletos y sarna reaccionó apenas lo pusieron en los brazos de Seydi.
A ella se lo encargaron a tiempo completo. Tenía la misión de lograr que el niño sobreviviera, pero ella, aún con su gran fe, ponía eso en duda. “Yo decía que de esa noche no iba a pasar. Vomitaba, lloraba y tosía, a mi me aislaron con él para que yo lo mantuviera.
”Yo le decía a Eugenia que ese niño nos lo habían traído para que lo enterráramos, y ella me dijo: ‘¿dónde está su fe?’.
”Fue cuando le comenzamos a dar leche con vitaminas en un gotero, pero la vomitaba; seguíamos intentando y luego dejó de vomitar. Ahí fue cuando se comenzó a recuperar”, explicó.
Destino. Seydi lo llamó André. A la niña le puso Jemima. Los nombres son de personajes bíblicos.
La misionera nunca se casó. Esta vecina de las Juntas de Pacuar de Pérez Zeledón, vendió una macrobiótica y con el dinero se mantuvo hasta el 2004 en África. Ese año, los gemelos cumplieron cinco años y sus ahorros se estaban agotando. Seydi tenía que volver.
“Yo les decía que no me dijeran mamá, que me dijeran tía, pero ya me veían como tal. Eugenia llegó un día y me dijo que tenía que darles amor de madre.
”Comencé a rezar para que Dios me diera ese amor, luego comencé a decirles que aquí estaba su mamá y que los amaba, ellos también comenzaron a unirse más a mí”, dijo.
Ese amor fue lo que la impulsó a adoptarlos. Pero ese proceso fue largo y tedioso.
“Yo le dije a Dios: ‘Si tú quieres que yo sea su madre yo voy a hacer lo posible para adoptarlos’. Después fui a la Corte para que me los dieran en adopción en ese país. Había un juez que era racista, no quería a los blancos y me tuvo bastante tiempo esperando. Luego lo quitaron y pusieron a una jueza que había sido adoptada por unos portugueses y ella me ayudó. Fue muy difícil, pero lo logré”, explicó.
Los tres viven hoy en Las Juntas de Pacuar de Pérez Zeledón, una pequeña comunidad a 20 kilómetros al sur de San Isidro de El General.
Los niños tienen ahora 12 años. André está en quinto grado y quiere ser administrador de empresas; Jemima está en sexto y sueña con ser veterinaria o médico obstetra.
Aunque ambos igual serían felices siendo corredores profesionales de moto, muy, pero muy, lejos del final que hubieran tenido en la lejana Guinea Bisáu.