A principios de este año, Bobby Jindal, el gobernador de Louisiana, acaparó los titulares cuando dijo a sus compañeros republicanos que necesitaban dejar de ser el “partido estúpido”. Desafortunadamente, Jindal falló en cuanto a ofrecer sugerencias constructivas respecto a cómo lograrían tal cosa. Y, en los meses siguientes, él mismo siguió diciendo y haciendo gran cantidad de cosas que, digamos, no eran particularmente inteligentes.
No obstante, los republicanos sí siguieron su consejo. En meses recientes, ese grupo político parece haber hecho la transición de un partido estúpido a un partido loco.
Ya lo sé, admito mi estridencia, pero conforme se vuelve más difícil ver la forma en que –ante la histeria republicana sobre la reforma sanitaria– se pueda evitar un colapso del Gobierno –y tal vez la perspectiva de una todavía más aterradora morosidad en la deuda– quedó atrás el tiempo para eufemismos.
Ayuda, pienso, el comprender hasta qué punto el clima político actual no tiene en verdad antecedentes.
El Gobierno dividido no es en sí algo inusual; más bien, de hecho, es más común de lo que se pueda pensar. Desde la Segunda Guerra Mundial han existido 35 legislaturas y en solamente 13 de ellas el partido del presidente tuvo control completo del Congreso.
No obstante, el Gobierno de los Estados Unidos continuó funcionando. La mayor parte del tiempo el Gobierno dividido condujo a hacer concesiones, aunque a veces quedó en punto muerto. Nadie siquiera imaginó la posibilidad de que un partido no tratara de hacer efectiva su agenda mediante el proceso constitucional sino recurriendo al chantaje, al amenazar con poner de rodillas al gobierno federal –y tal vez a la economía como un todo–, a no ser que se aceptaran sus exigencias.
Cierto, en 1995 se produjo el cierre del Gobierno, pero fue ampliamente reconocido después del hecho como una atrocidad y un error. Y esa confrontación se produjo poco después de una arrolladora victoria del Partido Republicano en las elecciones de medio periodo, lo que permitió a ese grupo argumentar que tenía un mandato popular para cuestionar a un presidente que imaginaba lisiado, que iba de salida.
Hoy, en contraste, los republicanos vienen saliendo de una elección en la que fracasaron en retomar la presidencia pese a la debilidad de la economía, fracasaron en cuanto a retomar el Senado pese a que muchos más curules demócratas que republicanas estaban en riesgo y mantuvieron la Cámara solo mediante una combinación de manipulaciones y los caprichos de la división en distritos electorales.
En realidad, los demócratas ganaron el voto popular para la Cámara por 1,4 millones de votos. El Republicano no es un partido que, por cualquier norma de legitimidad concebible, tenga el derecho a hacer exigencias extremas al presidente.
Sin embargo, en este momento, parece altamente probable que el Partido Republicano rehusará dar fondos al Gobierno, forzando el cierre a principios del próximo mes, a no ser que el presidente Obama desmantele la reforma sanitaria que es el logro insignia de su presidencia. Los líderes republicanos saben que esta es una mala percepción pero, hasta hace poco, su idea de predicar moderación era instar a los radicales del partido para que no secuestraran a los Estados Unidos por el presupuesto federal, de modo que pudieran esperar unas semanas y secuestrarlo más bien por el techo de la deuda. Ahora han desistido hasta de esa táctica dilatoria. La información más reciente es que John Boehner, el presidente de la Cámara, ha abandonado sus esfuerzos por confeccionar una forma que salve las apariencias al ceder sobre el presupuesto, lo que significa que todo está dispuesto para la paralización del Gobierno, posiblemente seguida por una crisis con la deuda.
¿Cómo llegamos a esto? Algunos críticos insisten, todavía ahora, que esto de alguna manera es culpa de Obama. ¿Cómo es que no puede sentarse con Boehner de la forma en que Ronald Reagan solía sentarse con Tip O’Neill? Pero O’Neill no lideraba un partido cuya base exigía que clausurara el Gobierno a no ser que Reagan revocara los recortes de impuestos, y O’Neill no encaraba una camarilla lista para destituirlo como presidente legislativo a la primera señal de que fuera a ceder.
No, esta historia tiene que ver solo con el Partido Republicano. Primero vino la estrategia sureña, en la que la élite republicana explotó cínicamente la reacción racial violenta para promover metas económicas, principalmente impuestos bajos para los ricos y desregulación.
Con el paso del tiempo, esto gradualmente se metamorfoseó en lo que podríamos llamar la estrategia loca, en la que la élite recurrió a explotar la paranoia que siempre ha sido un factor en la política estadounidense –¡Hillary mató a Vince Foster! (Foster, socio en el bufete de Hillary Clinton, considerado uno de los mejores abogados en los EE. UU., era consejero en la Casa Blanca pero cayó en la depresión debido a su mala experiencia con el trabajo en política y se suicidó), ¡Obama nació en Kenya! ¡Paneles de la muerte! –para promover los mismos objetivos–.
Pero ahora nos encontramos en una tercera etapa, en la que la élite ha perdido control sobre el monstruo al estilo Frankenstein que creó.
Por eso ahora nos toca ver el jocoso espectáculo de Karl Rove en The Wall Street Journal , donde ruega a los republicanos que reconozcan la realidad de que no se puede desfinanciar Obamacare. ¿Por qué jocoso? Porque Rove y sus colegas han pasado décadas tratando de asegurarse de que la base republicana viva en una realidad alterna que definen Rush Limbaugh y Fox News. ¿Podemos decir pegarse el balazo en el pie?
Por supuesto, los enfrentamientos venideros probablemente perjudiquen a los estadounidenses como un todo, no solo a los de marca republicana. Pero, ya saben, este momento de la verdad política iba a llegar tarde o temprano. Bien puede ser ahora.
Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y Premio Nobel de Economía del 2008.