A principios del siglo XVII, Córcega buscaba independizarse de la Serenísima República de Génova, se rebeló y, tras prolongadas luchas, los corsos lograron establecer, en 1755 y bajo el liderazgo de Pascuale Paoli, un Estado cuya constitución tuvo fama de ser la más avanzada de su época (voto universal y voto femenino entre otras cosas). Muchos consideran que, pese a haber sido demolidas por Francia –que ocupó la isla en 1769– la constitución corsa y sus instituciones fueron precursoras de las revoluciones americana y francesa, y es irónico que, en el posterior torbellino de esta última, Córcega se vengara de cierta manera de sus conquistadores al facilitarles los servicios de la familia corsa de los Bonaporte: bien se sabe que Napoleón envió a morir en los campos de batalla a miles de veces más franceses que cuantos pudo eliminar su padre, Carlo Maria Buonaparte, mientras dirigió a las tropas corsas en su lucha contra... ¡Francia! Pero esta columna no es una cátedra de historia, por lo que limitaremos este comentario de un hecho curioso y tal vez divertido: en 1735, la nación corsa, buscando que su futura independencia fuera garantizada por las grandes monarquías de la época, se abstuvo diplomáticamente de darse su propio rey; y para ganarse la confianza de los soberanos católicos que pululaban en el sur de Europa, se puso formalmente “bajo la protección de la Virgen María”. De hecho, no faltaron labriegos sencillos que creyeran que la Virgen había ocupado el trono real.