Brasil, 1950, Estadio Maracaná, el más grande del mundo: 200.000 espectadores. Se juega la final Brasil-Uruguay. Viniendo de aplastar a España 6-0 (fue la ocasión en que se inventó el “¡ole!” para burlarse de un rival al que se lo están bailando) y a Suecia por 7-1, el anfitrión es ampliamente favorito. Según las reglas de la época, en caso de empate ganaba el equipo que tenía más puntos. Es decir, que a Brasil le basta con un empate para alzarse con su primera copa.
Todo está listo para el gran festejo. El estadio revienta. Grandes festejos se han programado en las calles, incluido un gran “paseo triunfal” que recorrería las principales avenidas de Río de Janeiro a ritmo de carnaval. Bajo la camiseta amarilla, los brasileños llevaban ya puesta una camiseta que decía: “Campeones del mundo”.
Pitazo. Gol de Brasil. Empate de Uruguay. Hasta ahí Brasil era campeón; pero, faltando once minutos para el final, el puntero uruguayo Giggia escapa por la derecha y vence al portero con un tiro cruzado. Los brasileños se van al ataque como fieras. Los uruguayos se cierran, son mañosos, se pretenden lesionados, revientan las pelotas fuera del estadio'
Pitazo final. Silencio' El estadio entero llora. Se viene una ola de suicidios en serie: allí mismo, en el estadio, varios espectadores se dejan caer por los graderíos y pierden la vida. No era una derrota deportiva: era la caída de un pueblo para el que el futbol es una religión, el principio de identidad nacional. Allí quedó para siempre: la tarde del “maracanazo”.
Dos goles fantasma. Inglaterra, 1966, Estadio de Wembley. Juegan la final la Alemania de Franz Beckenbauer y la Inglaterra de Bobby Charlton. Todos los equipos latinoamericanos fueron eliminados mediante juego sucio. Urgía evitar que Brasil ganase por tercera vez el campeonato.
Gol del alemán Haller, empate de Hurst. Nuevo gol de Hurst. Todo parece indicar que Inglaterra se alza ya con el triunfo; pero a los alemanes hay que matarlos para que pierdan un partido: la ética del guerrero. Empate de Weber en el último segundo. Tiempos de prolongación.
Alemania juega mejor que su rival. De pronto, el gol más controvertido de la historia. Hurst nuevamente dispara al marco: la bola pega en el travesaño y rebota sobre la línea de cal. Se declara gol. Los alemanes protestan. El árbitro consulta con los guardalíneas. La ferocidad de los hooligans no les deja otra opción: el gol es validado.
Todas las tomas en cámara lenta que se han hecho de la jugada revelan que la bola no transpone la línea de cal. Los alemanes van ahora en desventaja 2-3; y en eso, cuarto gol inglés ¡que también debió haber sido anulado!
En efecto, cuando Peters marca, ya se había producido una invasión en el lado sur de la cancha: el partido debía haber sido suspendido ahí mismo. Fue así como Inglaterra “ganó” 4-2 un partido con dos goles fantasmas.
¡Qué vergüenza! México, 1986. Inglaterra-Argentina. Resollando aún la guerra de la Malvinas, de 1982. El marcador va 0-0; y en eso, Maradona juzga lícito brincar y meter un gol con la mano, por sobre la cabeza del portero. Corre a celebrarlo con sus compañeros, algunos de los cuales se hicieron cómplices del fraude. El árbitro se traga la patraña.
Minutos después, Maradona realiza una gran proeza técnica, driblando a varios defensas ingleses y anotando el segundo gol. Fin del partido: Argentina, 2-Inglaterra, 1.
Por supuesto, la destreza del segundo gol hace que mucha gente “olvide” la inmoral concepción del primero. Su autor tiene, además, la gracejada de llamar su impostura “la mano de Dios”.
¿Un despliegue pirotecnia redime a un jugador de una falta tan reñida con la ética del deporte? No para nosotros. Igual podía haberse bailado a los once ingleses: la acción es sucia e indignante.
Los artistas. México, 1970. Brasil-Inglaterra, “campeón” mundial después de su turbio “triunfo” en el torneo anterior. Ahora han venido a México a defender su título. Se les cruza en el camino la irrepetible alineación de planetas que constituye el equipo de Brasil: Pelé, Tostao, Gerson, Rivelino, Carlos Alberto'
El orgullo británico: su futbol cerebral, mecanizado, frío, flemático, estratégico. Brasil: el gozo de la improvisación, las gambetas, las fintas (movimiento fingido), el dribbling (elusión del rival con un rápido juego de piernas) corto y largo, las triangulaciones, las “paredes” (jugada del tipo A-B-A), los amagos, el mareante juego de piernas que confunde al rival, que elude la marca más coriácea.
Minuto diecisiete de la segunda parte. Tostao se enfrenta a tres defensores que vienen a cerrarle el camino por la izquierda. El primero de ellos, el capitán del equipo: el legendario Bobby Moore, posiblemente el mejor marcador del mundo.
Tostao lo humilla pasándole la bola entre las piernas (el “túnel”), y luego enfrenta a los otros dos marcadores: infiltrándose sobre el flanco izquierdo, lo normal es que hubiese centrado con la izquierda, pero para que su centro no sea bloqueado, gira sobre su propio cuerpo y envía la bola al área con la derecha: su astucia, y luego la perfección de la factura.
El giro es tan rápido que Tostao cae ejecutándolo. No importa: ya la bola, aérea, ha sido lanzada al corazón del área. La recibe Pelé sobre el punto de penal. El arte de la recepción: no era una bola fácil de controlar, pero Pelé la baja al suelo mansamente.
¿Irá a burlar a su marcador e intentar hacer el gol él mismo? Es lo que todo el mundo cree; pero Pelé no juega para “todo el mundo”. Ve a su derecha a Jairzinho, que está desmarcado.
Entonces, Pelé, con uno de esos pases casi indolentes que lo caracterizaban, le pone el balón a Jairzinho. Este recibe, avanza un poco, y suelta contra el gran Gordon Banks (el mejor portero de la historia) una rabiosa detonación que el arquero –ningún arquero– hubiese podido detener.
Cuando se está tan cerca del portero y se tiene todo el marco a disposición, no suele ser necesario disparar tan fuerte, no, a menos de que en el tiro haya una saña casi asesina. La red se hincha, el estadio –completamente volcado a favor de Brasil– estalla.
Jairzinho corre hacia la punta derecha y se deja caer de rodillas: es el jugador que inaugura la tradición de persignarse y levantar los ojos al cielo después de cada anotación. Sus compañeros llegan a abrazarlo, forman un túmulo humano.
Los ingleses van a recoger la bola al fondo del marco. Uno de esos goles que derrotan a un rival, a tal punto exponen sus vulnerabilidades, a tal punto son perversos y humillantes. Brasil gana el partido 1-0.
Esa jugada de Tostao pasándole la bola entre las piernas a Moore, y luego girando sobre sí mismo para centrar de espaldas al marco, desmoraliza a cualquier equipo. Hacerle el “túnel” a un jugador es ponerlo en ridículo, demolerlo psicológicamente.
Los arrogantes ingleses no tienen las enzimas morales para digerir la risotada. Los derrota su propio orgullo. Brasil ha pungido el nervio que más duele: la altivez y la soberbia. Tres componentes: la astucia de Tostao, la elegancia de la recepción de Pelé, la furia del trallazo de Jairzinho. Cerebro, estilo, y vísceras.
Pocas cosas son tan bellas como la exaltación que produce un gol. Los abrazos, los gritos, los saltos, el ondular de banderas, las lágrimas de emoción, y su anverso: esa particular forma de tristeza que lo embarga a uno cuando su equipo pierde. No saberse solo: constatar que vibra uno al unísono con cientos de miles de almas: también eso es comunicación, también eso es éxtasis y, por encima de todo, una vivencia profundamente humana.