Esta es una novela excepcional por varias razones, pero hay tres muy llamativas. La primera es su innegable calidad, que no tiene altibajos. La segunda es que se trata de una novela de lenguaje. En efecto, hay numerosos personajes: hombres, mujeres, niños; pero el más importante es la voz autor/narrador que se despliega desde el principio y estira, encoge, pliega, despliega y moldea a su gusto la lengua; y, de paso, da enorme gusto y sorpresas al lector.
La tercera razón es que el autor/narrador habla desde los bajos fondos de Costa Rica –se puede decir–, inmigración nicaragüense incluida. Su voz se multiplica en chorros deslumbrantes, en las innumerables formas del mundo sufriente: el exboxeador negro, Zeidi, Machocruz, el Chimi, el Flaco, el Seco...; es decir, estudiantes normales, quebrados o drogadictos; prostitutas; expresidiarios; niños pobrísimos: hambres; víctimas y verdugos.
Ese mundo de pobreza o de extrema pobreza constituye un porcentaje considerable de Costa Rica visto a través de unos ojos desorbitados, saltados, estallados, pero al mismo tiempo llenos de humor –humor negro, claro– porque la novela tiene mucho de negro, mucho parecido con el libro de Henry Miller Black Spring , por la furia y la innovación en el lenguaje, por la soltura rítmica y por los inverosímiles personajes de los bajos fondos.
Inteligentemente estructurada, la voz o las voces comienzan a elevarse por un crimen o un accidente. Surgen desde una sala común del hospital Calderón Guardia con su esplendor y miseria, con su llanto y su risa, con su alegría y su dolor.
Los personajes y las voces de esa sala común son inolvidables. La voz recorre el presente, el pasado y el futuro. Es una voz que se desmesura porque está inyectada de los analgésicos más potentes: tramal, demerol y morfina, que le ponen al personaje o a la voz/autor/personaje para que pueda aguantar mientras se libera un quirófano.
El lector se da cuenta de que es el pasado, el presente y el futuro de la especie humana. Las pequeñas y las grandes inenarrables tragedias de los hospitales de la CCSS desfilan, tiernas y sangrantes, inevitables, vivas: como de sentarse a llorar.
La novela no hace ninguna concesión al lector. Arrolla en su trayecto, en sus estallidos, en las historias de amor, de amistad, de horror; conmovedoras y abominables tragedias tan costarricenses, tan ticas, y en el fondo universales. Si la novela no hace concesiones al lector, es porque el narrador mira con una distancia tierna y fría a la vez, implacable consigo mismo y con todo lo demás.
Al final nos damos cuenta de que el objetivo de la novela es sacar de la calle a muchas personas. El autor/narrador se ve asediado constantemente por los seres callejeros que sufren, que le piden que por favor los saque de allí porque están atrapados. Son las prostitutas que se ven en ciertas esquinas, en ciertos bares, las que llenan las páginas de sucesos, los hombres y mujeres que duermen en cartones fuera de locales cerrados.
La novela efectivamente los saca de la calle. Los saca de la calle para ponerlos en el texto, y así, de alguna manera, los salva, los redime –aunque todo el mundo sabe o sospecha que no existe redención–.
Sí, al final de la novela, el lector se da cuenta de que los personajes de la calle, donde siguen estando, al estar en el texto viven también otra vida. Están vivos en la canción que Cirus Sh. Piedra compone.
¿Para quién la compone? No se sabe, no se puede saber, pero es una canción josefina, costarricense, irreverente, extravagante, poética; una canción de amor y desesperación hacia la especie humana: sin poses, sin ambages; puro dolor y canto porque la novela de Cirus puede decir como Henry Miller en Black Spring : “What is not in the open street is false derived, that is to say, literature”; o también: “A quantum is a functional disorder created by trying to squeeze oneself into a frame of reference”; o, por último: Escribir es cantar. Vean. Estoy cantando.
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Por esta obra, Cirus Sh. Piedra fue galardonado con el Premio Editorial Costa Rica 2013 en Novela.