“Para mí sólo existen las personas que he besado. De todas las demás desconfío, no les creo. Solo existen las personas que han comprobado que existo, que me han comprobado que existo y que no estoy vacío…”. El artista Manuel Javier Ramírez escribe que la comunión íntima de lo corporal confirma la existencia de otra persona; los demás pueden ser cualquier cosa.
Ramírez pertenece a una generación que nació en El Salvador cuando la guerra había cesado. Sin embargo, la vida de tal generación ha estado expuesta a otros tipos de violencia, igual de voraces, pero que no tienen un frente definido.
La violencia póstuma al conflicto armado de Centroamérica, protagonizada por las maras y las drogas, es como el amor definido por Francisco de Quevedo: “es herida que duele y no se siente”. La violencia de la nueva generación salvadoreña está en todos lados, pero no es tangible: es una fuerza difícil de señalar.
Ramírez forma parte de In Situ, grupo creador de La generación del encierro , muestra que la Fundación Teorética invitó a su galería para plantear la existencia de una generación que, a pesar de no haber pasado por la guerra, se ha criado encerrada en los límites de sus propios cuerpos.
Jaime Izaguirre y Mauricio Esquivel montaron y curaron la muestra mediante la búsqueda de expresiones visuales que se alejaran de la presentación explícita de la violencia. La exhibición la componen artistas jóvenes, cuya mayoría no supera los 30 años. Ellos emplean una estética sutil, donde el dolor y el conflicto están diluidos.
Todos los golpes. Una gran tez morena de óleo custodia la entrada de la exhibición, en la galería Lado V de Teorética. Aun con ojos apacibles y temple sereno, aquel retrato es de uno de los criminales más peligrosos que la policía salvadoreña capturó durante una escalada de violencia, ocurrida en el año 2008, que dejó decenas de cuerpos desmembrados en los espacios públicos de la capital, San Salvador. Así, el artista separó –desmembró– la cabeza del cuerpo y la puso sobre el lienzo para dar una confrontación inesperada.
Empero, el motivo principal de los artistas es demostrar que la inestabilidad de su país tiene consecuencias indirectas que tiñen poco a poco los cuerpos de toda la población, sin importar cuán alejada esté de la atrocidad.
Aunque no todos sufren impactos directos, el conflicto salvadoreño es una sombra inminente que cae en los artistas: no pueden evadir los azotes de la violencia, pero el cuerpo intenta esconderlos bajo cicatrices, y por ello se transforma.
La inestabilidad salvadoreña permite que suceda la obra de Melissa Guevara: la base de trabajo de ella son los huesos profanados de sus compatriotas. La artista aprovecha el negocio que algunos han levantado al robar los restos humanos que yacen en los cementerios. Guevara toma esos despojos, los baña en metales y los presenta al público como una joya y, también, como una mercancía.
Refugio. El cuerpo se sirve como un platillo del encierro: el valor del cuerpo –como toda comida, tan cotidiana– tiene su límite atado a caprichos. Sin embargo, ante el asedio a la carne y al hueso, el único refugio que tiene cada persona es ella misma.
Los creadores quieren dejar en claro que el encierro de una generación ha limitado sus emociones. “No hay mucha posibilidad de socializarse fuera de círculos totalmente íntimos. Por ello, las relaciones de pareja se retratan como el consumo dependiente del otro”, explica María Paula Malavasi, coordinadora general de Teorética.
Según el curador Jaime Izaguirre, en el claustro, la libertad es apenas una añoranza dibujada en una libreta: el encierro y la inseguridad construyen la noción física y mental de la libertad en El Salvador, y, por tanto, las relaciones humanas se reducen; la persona niega relacionarse más allá de las fronteras de su propio cuerpo.
Supervivencia. En la muestra no se pierde la esperanza: los creadores llenan la galería con preguntas e inquietudes. Su trabajo es una reflexión desde la intimidad de cada individuo en torno a cómo la libertad salvadoreña afecta y transforma sus vidas.
La generación del encierro plantea que la gente de El Salvador ha sido desplazada desde lo físico y lo emocional hacia afuera de su realidad, pero que, de todas maneras, el exterior también es un espacio de eterna incertidumbre, incluso en el arte.
El artista Mauricio Esquivel se pregunta qué pasaría si los artistas centroamericanos se apartasen de temas como la violencia y la migración; “¿Serán visibles los no violentos?”.
Por ello, la exposición también es una respuesta de rechazo a gran parte del arte que se produjo en el istmo centroamericano, que apelaba directamente a una violencia gráfica, la cual se convirtió en una “estampa” de la oferta artística de nuestra región.
Aunque no sea tangible, la violencia siempre es inminente, y la muestra no escapa de ella. “En el transporte público, las personas deben ingeniar maneras para que no les roben el celular; lo meten dentro de un vaso de refresco y pretenden que beben su contenido”, cuenta Malavasi. Ese fue uno de los consejos que ella recibió en San Salvador cuando visitó a los artistas de La generación del encierro ; de vez en cuando debe retarse al exilio.
Malavasi cuenta que, en El Salvador, proliferan los centros comerciales, las compañías de seguridad y los proyectos residenciales. Los cuerpos de la generación del encierro se construyen de forma similar: como burbujas reservadas, casi herméticas, donde unos intentan respirar de modo distinto; otros, tomarse de las manos, y algunos, tratan de besar. Los demás pueden ser cualquier cosa.