El humor como herramienta sociocrítica

Existe una sensibilidad humorística —como la hay estética y religiosa— que no todo el mundo posee. Conviene desarrollarla

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Pocas armas de nuestro arsenal argumentativo son tan eficaces como el humor, cuando se trata de exponer los vicios de una sociedad en un momento histórico dado.

Recordemos que, como dice el Don Juan de Molière, todo vicio de moda pasa por virtud. Si esto es así, resulta imperativo que el humor desenmascare a los fashionable vices y los exponga como lo que son. Que la hipocresía, la avaricia, la envidia, la dispendiosidad del consumismo compulsivo, la lascivia que se disfraza de oveja, la insaciable sed de poder de los políticos, esa enorme y criminal mentira que es la guerra, que todos esos tumores psíquicos individuales y colectivos supuren hasta la sanación de la sociedad. Y el humor es el bisturí que, en manos de un buen escritor, dramaturgo, cineasta o pintor, saja los abscesos y drena las heridas asépticamente.

El Decamerón de Bocaccio es un hito en la historia del humor sociocrítico, nacido bajo el horror de la peste negra que entre 1335 y 1350 mató a una tercera parte de la población europea. El libro, también conocido como L’umana commedia, está cuajado de simbólicos, esotéricos y numerológicos significados.

Fue escrito entre 1348 y 1353. El silencio de Dios durante la devastación de la peste generó un sentimiento antirreligioso que tomó varios años en aplacarse. Los cuentos del Decamerón oscilan entre el erotismo y el misticismo, pero son esencialmente críticos: la Iglesia católica, los sacerdotes y la vida conventual son sometidos al más implacable bombardeo satírico y paródico. Es un humor desmitificador, deliberadamente irrespetuoso, profanatorio, a menudo soez y siempre ácido. Un anverso de la ira y el desencanto, quizás.

Es lo que también hace Geoffrey Chaucer en sus 24 cuentos de Canterbury (1387-1400), tomando a la sociedad inglesa (particularmente al clero) como blanco de su crítica sagaz e irreverente. Es harto probable que Chaucer leyera el Decamerón durante su estadía diplomática en Italia (1372).

Pantalla grande. El gran cineasta, poeta, novelista y ensayista italiano Pier Paolo Pasolini llevó a la pantalla tanto el Decamerón como Los cuentos de Canterbury, legándonos algunas de las escenas más divertidas del cine, pero también imágenes sumamente perturbadoras, tal es el caso de un descomunal demonio que expulsa por el recto sin cesar frailes y demás personajes eclesiásticos. La sexualidad reprimida del universo clerical, su retorcida sed de placer erótico y su disposición a satisfacerlo tan pronto el mundo le da la espalda es una de las líneas de fuerza de las películas de Pasolini.

El español Luis Buñuel es, si cabe, aún más crítico de la sociedad burguesa, y su ensañamiento contra la Iglesia supera en virulencia al de Pasolini. La autoridad eclesiástica siempre es satirizada. Buñuel la juzga inherentemente corrupta y denuncia su alianza con los poderes políticos represivos y dictatoriales (Franco fue declarado Caudillo de España por la gracia de Dios, las monarquías francesas absolutas se proclamaban tales por voluntad divina).

La noción misma de caridad cristiana (dar de comer y beber al hambriento) es expuesta como un mero mecanismo para paliar el sentimiento de culpa del burgués, una taimada manera de comprar «en cómodas mensualidades» la bienaventuranza.

En Viridiana (1961), la exnovicia admite y alimenta en su casa a un grupo de mendigos harapientos y disolutos. Los mendigos se amotinan, generan un aquelarre, se embriagan, destruyen el mobiliario de la casa e intentan violarla, todo ello con la perversa ironía del Aleluya de El mesías de Händel a guisa de música. Otra referencia intertextual al cristianismo lo constituye el plano en que vemos a los mendigos sentados a la mesa: configuran una imagen paródica de La última cena, de Da Vinci.

Buñuel nos deja atrapados, sin la posibilidad de una salida ética honorable: el ser humano es una criatura degenerada y malagradecida, no hay forma posible de enderezar esta aberración, y la piedad y la caridad cristianas son corruptibles e ineficaces para aliviar el dolor del mundo. ¿Hay humor en la película Viridiana? Sin duda, pero lo menos que cabe decir es que it is not for all tastes. Es un gusto adquirido. Se confunde con lo grotesco y lo perverso. Genera una profunda desconfianza y escepticismo sobre la capacidad humana para la verdadera generosidad. ¿Nihilismo? Sí, en el caso concreto de este filme. Muchos no verán en él un ápice de humor, y se limitarán a reaccionar con espanto y asco.

Blanco de las burlas. Pero resulta que existe eso que se conoce como humor negro, fenómeno que abordaré en otro artículo, y Viridiana es una obra maestra en la mostración de este tipo específico de comicidad. Es curioso lo que el humor sociocrítico genera en su blanco favorito: la burguesía.

Diríase que los burgueses son tan inherentemente imbéciles que aplauden, validan, celebran y ríen a mandíbula batiente justamente de aquello que los combate, desenmascara y ridiculiza. Los más galardonados y amados humoristas, desde el Renacimiento hasta nuestros días, fueron aquellos que deconstruyeron y escarnecieron el modo de vida burgués. Cierto de Bocaccio como de la exitosísima serie de dibujos animados Los Simpson (Matt Groening), que punge con precisión quirúrgica todos los nervios expuestos de la sociedad estadounidense: su modelo de vida, sus costumbres, fetichismos, compulsiones, aberraciones colectivas y fanatismos religiosos.

En el segundo segmento de El fantasma de la libertad de Buñuel (1974) vemos a unas niñas que juegan en el parque, bajo la mirada distraída de la niñera. Un extraño se acerca a ellos y les regala unas fotos. Los niños regresan a casa y enseñan a sus padres las fotos. Estos quedan perplejos. Su severidad, su actitud de censura y pánico moral se transforma en mal disimulada lubricidad.

Ambos optan por la más socorrida solución: despedir a la niñera. El espectador presume que las fotos deben ser pornográficas en extremo y quizás mostrar escenas de pedofilia. Cuando Buñuel nos permite al fin verlas, descubrimos que son tan solo imágenes de los edificios más icónicos de París: la Torre Eiffel y el Arco del Triunfo, entre otros. ¿La conclusión? La cultura oficial, canónica, clásica, tradicional, prosistema, conservadora y venerable sacralizada por la burguesía es inherentemente inmoral y perversa.

La superestructura de Marx (en este caso, ideologías y cánones estéticos arquitectónicos de contenido patriótico) está contaminada, viciada y determinada por las aberraciones propias de la infraestructura económica de la sociedad. Buñuel realiza aquí una inversión axiológica que repetirá en el famoso segmento de los burgueses que se reúnen para defecar juntos en una serie de letrinas dispuestas como sillas alrededor de una mesa de comedor. ¡Cuán penetrante, el estilete humorístico-crítico de Buñuel, y todo logrado sin la menor concesión a la vulgaridad o la zafiedad!

Molière, Ben Johnson, Goldoni, Wilde, Ionesco, Pirandello, en el teatro; Jacques Tati, Chaplin, Keaton, Laurel y Hardy, Cantinflas, en el cine; Quino, Schulz, Groening, Bill y Bunny Hoest (autores de Los Melaza), en el campo de la tira cómica o los dibujos animados no solo han sido agudísimos críticos sociales, también son poetas del humor.

Hay escenas de las películas de Tati que rebosan de lirismo y poesía. El verdadero humor es un fenómeno esencialmente estético. Es belleza que nos mueve a reír o a sonreír, pero que en todo caso torna nuestra vida más lúcida, más crítica, más risueña y llevadera. Existe una sensibilidad humorística (como hay una sensibilidad estética y una religiosa) que no todo el mundo posee. Conviene desarrollarla. Todos estos artistas son aliados de la vida, la inteligencia y la dignidad humanas. Debemos celebrarlos.

jacqsagot@gmail.com

El autor es pianista y escritor.