Si nos ponemos a escudriñar en el significado etimológico del término “diva”, Arlene Lutz calza a la perfección en todas sus definiciones, siempre y cuando le agreguemos la palabra cocina: es una artista, una diosa de la cocina. ¡Así es! Quienes hemos probado su cuchara lo sabemos.
Aunque la aseveración puede sonar algo exagerada, para un niño de 10 años que la veía todos los sábados viajar por el mundo, compartiendo recetas de alta cocina y dando consejos de etiqueta era eso: ¡una diva! Así conocí a Arlene Lutz, metida en un televisor pequeñito a blanco y negro de marca Hitachi.
Era 1985, y mi mamá se sentaba con un cuaderno Conapa y un lapicero azul marca Kilométrico, lista para apuntar la receta que salía en La hora de Arlene , un programa que duró 29 años al aire y que pasó por canal 7, luego el 6 y finalizó en el 4.
A los periodistas nos piden objetividad en nuestro trabajo, pero confieso que en este caso me costó trabajo no meter el corazón: ¡iba a conocer a Arlene! Desde hace meses, quizá años, tenía en mente a esta elegante señora que logré encontrar gracias a las redes sociales.
Por fin conseguí su número y llamé: “Aló”, contestó. “¡Arlene!”, le dije como si la conociera de años y emocionado de reconocer de inmediato su inconfundible tono de voz. “Perdón, ¿quién habla?”, me responde algo sorprendida.
Una llamada que se suponía iba a durar unos minutos para concertar los detalles de la entrevista, al final duró dos horas. Ese sería el preámbulo de nuestro primer encuentro.
La bienvenida
Entrevistar a Arlene no fue tarea fácil. De carácter fuerte, pero siempre educada y amable, me recibió en su pequeño apartamento en las montañas de Escazú. Aunque niega rotundamente ser una “diva de la alta cocina” (como yo insisto en describirla), su forma de vestir, gesticular y hablar de su vida y su pasión por el arte culinario le dan un aire de realeza que no puede evitar. Se nace con eso, y punto.
Precisamente, ese aire real que se niega a reconocer sigue latente y fue siempre su sello en la televisión, aunque la tacharan de ser “una señora engreída y arrogante”, como ella misma dice con una pícara sonrisa. Pero de esos adjetivos no tiene ni un pelo: es muy bromista, sumamente cariñosa, bastante dispersa y sí, algo mandona. También se nace con eso, y punto.
“Mi especialidad toda la vida ha sido la alta cocina que no es sinónimo de cocina cara”, me aclara. “Es una cocina bien preparada, bien condimentada y muy bien presentada”, me dice, como tratando de justificar esa fama de “señora engreída” que la ha perseguido durante su paso por la televisión.
En ese momento interrumpe la conversación y se levanta para batir unas claras de huevo. “Robertcito, te voy a preparar un quiche de blue cheese ”, me dice. Se percata de mi expresión de sorpresa y emoción, y antes de que pudiera decir algo me advierte: “Te va a encantar mientras no se me queme por andar de despistada contándote mis infidencias”.
Después de mezclar todos los ingredientes, mete el pastel al horno y llama a Ixa, una joven cartaginesa que hasta hace unos días vivía con ella y la asistía con todo. Ella tendría la misión de evitar que el quiche se quemara por culpa de mi entrevista.
En ese momento, y mientras el apartamento se empezaba a inundar de un delicioso aroma a pastel francés, solo podía pensar en una cosa: ¿me atrevería a preguntarle a Arlene lo de las famosas colas de langosta?
Verán, desde que tengo uso de razón, siempre han vacilado a Arlene con un famoso cuento de que en uno de sus programas ella, muy glamorosa, les mostraría a los televidentes las maravillas que se pueden hacer con los sobros de comida del día anterior: esos sobros eran las famosas colas de langosta. Pero todavía no era el momento, luego se enojaba y me dejaba sin quiche , el primer platillo que tendría el privilegio de probar hecho por la misma señora que de pequeño me invitaba a viajar por las cocinas del mundo, en un pequeñito televisor Hitachi. ¡No estaba dispuesto a asumir ese riesgo!
“¿Qué es lo que pasa ahora?”, me pregunta. Ella misma contesta: “No sabemos aprovechar nuestra alta cocina costarricense, esa que es criolla, pero sin prepararla con ese mantequero. ¡Por favor! Si el picadillo de nosotros de arracache es lo más exótico y delicioso. El palmito, el aguacate... tenemos platos riquísimos. Solo imagínese esa olla de carne bien hecha, sin manteca y sin ese graserío”, alega.
Arlene reconoce que tuvo muchísima suerte en esta vida, que le deparó desde muy joven la posibilidad de viajar por todo el mundo y expandir sus conocimientos más allá de los platillos criollos ticos. “Gracias a Dios bendito tuve la oportunidad de visitar muchos países en una época”. Esa etapa fue cuando estuvo casada con don Guido von Schröter, un famoso exportador de café en los años 70. En esos años todo le llegó de golpe: se convirtió en mamá de Melanie y Frank, empezó a gustarle la cocina y se estaba gestando su entrada a la televisión.
¿Qué se hizo Arlene?
Desde que comenzó la entrevista, Arlene me hace una advertencia: “Aquí yo decido qué se puede publicar y le prohíbo rotundamente titular el artículo con: ‘¿Qué se hizo Arlene Lutz’?”. Como la prohibición no contemplaba los subtítulos, decidí destacar la interrogante en esta parte del artículo.
“Yo no me he ido a ninguna parte, siempre he estado aquí con mis clases y estudiando el arte de la cocina, porque cambia día con día y yo necesito actualizarme con todo”, me contesta a la pregunta que tanto le molesta que le hagan.
Sin embargo, hacerle esa interrogante no es para nada descabellada: su salida de canal 4, en el 2004, fue abrupta y repentina: “Un día estaba cuidando a mi mamá cuando me llamó uno de los señores del 4 y simplemente me informó: “el canal no volverá a transmitir su programa”.
”Me explicó que la nueva política de la compañía era no tener productores independientes y yo toda la vida había sido productora independiente. Yo hacía lo que quería con el programa desde que estaba en canal 7. Yo ya tenía 29 años de estar en televisión. Entonces me dije: ‘Bueno, llegó el momento’. Me dolió muchísimo porque creo que la gente siempre añoraba un poquito de una comida diferente, pero sabía que había cumplido un ciclo. ¡Y se acabó! Ni siquiera me dejaron despedirme de mi público”.
Cuando repasa conmigo esos momentos, su sonrisa se desvanece; el 2004 fue un año muy difícil para Arlene: dejó la televisión, su madre murió y sufrió una ruptura amorosa. “Ahora que lo pienso Robertcito, me parece mentira todo lo que viví en ese momento”, recuerda. Arlene tuvo que superar tres lutos de un solo golpe y para lograrlo solo le quedaba un camino: seguir cocinando.
Dulce desafío
El amor que siente Arlene por la cocina no fue a primera vista. Desde los 18 años, su madre la mandaba (o más bien la obligaba) a llevar clases junto a su hermana mayor, Mariechen.
Arlene estaba a punto de casarse y una señorita de sociedad en esa época tenía que saber cocinar: “Mamá nos mandó a clases con una señora que preparaba unos platillos deliciosos. Se llamaba María de Robert, hermana del doctor Aguilar Bonilla. Mi hermana era aplicadísima, pero yo no, me daba una pereza y me ponía a ver tele. Hasta Miss Universo vi uno de esos días”, me cuenta mientras se ríe a carcajadas.
Eso sí, ella siempre le llevaba a su mamá los platos preparados por su hermana para que nadie dudara de sus “nuevas habilidades culinarias”. De esos años de rebeldía que ni la cocina pudo apaciguar, recuerda con especial cariño una torta tricolor con frutas frescas. “Todavía me encanta prepararla”, cuenta.
El problema llegó cuando enfrentó los retos del matrimonio y la maternidad. En medio de los achaques de su primer embarazo, don Guido le pidió “una pastica para almorzar”. Ya para ese momento, Arlene sabía poner un poco de pasta a hervir, revolverla con mantequilla y espolvorearla con queso parmesano, a lo que don Guido, con toda la razón, preguntó: ‘¿y la salsa?’.
“¿Se fue con las colas de langosta”, me atrevo a decirle en manera de broma. Arlene, seria y serena, no cae en la trampa y hace que no entiende el chiste: “Robertcito de mi alma –me dice en tono irónico–, esa receta existe pero Guido no estaba acostumbrado a comérsela así”, dejándome clara su posición con respecto a la fallida pasta. Eso sí, de las famosas colas de langosta Arlene no suelta la sopa... ¡por ahora!
El problema fue cuando don Guido le pidió que le preparara la famosa pierna de ternero que hacía su suegra, doña Inge von Schröter. A Arlene no le quedó más remedio que acudir a su suegra Grossmama, que significa abuela en alemán, para salir del apuro.
Las exigencias de su marido empezaron a aumentar y las llamadas a su suegra se fueron haciendo cada vez más frecuentes… “Claro, si Guido solo estaba acostumbrado a la comida europea”, me reclama.
“La tercera vez que Guido me hace la sutil sugerencia: ‘por qué no le pedís la receta a mamá’ me dije para mis adentros: yo a esta señora no le vuelvo a pedir una receta más. Yo voy a aprender a cocinar y voy a ser la mejor cocinera del país. Claro, eso lo pensé para mis adentros, jamás se lo dije a Guido”, me cuenta.
Y así, por amor a don Guido, por amor propio y por la vergüenza que sentía de llamar a su suegra todos los días para pedirle ayuda, es que Arlene se empezó a convertir en “la diva de la alta cocina”. “Qué necio que sos Robertcito”, me dice medio en broma y medio en serio cada vez que le repito el título que le consigné desde que yo era un niño.
Pantalla chica
Arlene es sumamente dispersa, ella lo reconoce abiertamente y queda evidente durante toda la entrevista: le hago una pregunta y me responde un mar de respuestas. Así que encauzar toda esa energía no fue tarea fácil. Por fin logro que sus recuerdos se concentren en su debut en la televisión nacional, a principios de los años 70.
Pero antes de responder, Arlene tiene que revisar el quiche de blue cheese que me estaba preparando. El aroma que se escapa al abrir el horno se vuelve aún más intenso (insoportablemente tentador). Saca el pastel y mientras revisa que todo esté en orden, comienza a hurgar en sus recuerdos: “Después de aquel episodio con Guido, comencé a estudiar cocina con una chef del Waldorf Astoria (famoso hotel de Nueva York) que venía al país”.
”Durante esos años, también aproveché para quedarme en Francia llevando algunos cursos en la escuela La Varenne. Cuando regresaba a Costa Rica las cenas en mi casa se comenzaron a hacer más frecuentes y mis amigas me empezaron a pedir que les diera clases de cocina”.
“En una de esas cenas, llegó Richard Fernández, uno de los antiguos gerentes de la Coca-Cola, casado con Marcela Nieto y amigo mío. Ese día me dijo: ‘Arlene por qué no pones un programa de televisión’. Yo le decía: ‘Estás loco, jamás’. Yo si acaso tenía 20 años”. Esa conversación se dio en 1971.
A las pocas semanas de esa inusual propuesta, ya tenía instalado un set de cocina en las viejas instalaciones de canal 7 (que se ubicaban por la antigua estación del Ferrocarril al Pacífico). Fernández habló con Augusto Carballo, gerente de canal 7 de ese entonces. “Don Augusto me dijo: ‘véngase’, y así empecé mis primeros programas”, recuerda Lutz.
Esos 15 años en canal 7 fueron maravillosos para Arlene Lutz. No es necesario que me lo diga, su mirada y sonrisa la delatan. Para poder grabar sus primeros programas –que tenían una duración de media hora y se transmitían los martes y jueves– el esfuerzo físico que hacía era mayúsculo: subía y bajaba las gradas del antiguo edificio cargando a sus dos hijos Melanie y Frank en los regazos, mientras arrastraba las bolsas de comida que necesitaba para preparar sus primeras recetas.
“Yo tenía un set divino y era una tragedia subir las gradas con todos los chunches. Tenía que cargar una serie de cosas que no te podés ni imaginar. Mi programa fue el primero que salió a color en Costa Rica. ¡A color! En canal 7 me lo había dicho”, me aclara emocionada.
Ya para ese momento de la entrevista tenía al frente un pedazo del quiche de blue cheese y una frondosa copa de vino tinto. El primer bocado me supo a gloria: la mezcla de texturas y sabores me dejan perplejo y por un momento me olvido de que estoy en media entrevista con Arlene Lutz. “Esta señora cocina como las diosas”, pienso para mis adentros.
Mientras trato de recuperar el control de la entrevista luego del golpe de sabor en mis papilas gustativas, y antes de que pueda recobrar la compostura y lanzar mi siguiente pregunta, Arlene continúa con su historia: “Mucho tiempo después, yo le dije al canal que prefería un programa de una hora porque quería hablar de etiqueta y tener invitados especiales. Nunca repetí un programa ni una receta. También produje para Maya Cable en Guatemala”.
La modestia no es parte del ADN de Arlene. Ella tiene claro su legado y el profesionalismo con el que siempre trató de enseñarles cocina a los costarricenses por medio de la pantalla chica: “Pero yo no empecé televisión así como así al tarantantán de los tarros. Primero, tomé clases de dicción y después contraté al director Mario Sastre, un colombiano que había dirigido programas en España”.
Mientras me cuenta más de sus anécdotas (como cuando cenó con Grace de Mónaco, los programas que grabó en el Ritz-Carlton de Nueva York o era invitada especial en algunos programas españoles) entiendo por qué desde que era un niño la veía como una deidad de la cocina que hacía maravillas hasta con los supuestos sobros de unas famosas colas de langosta. ¿Será que llegó el momento de preguntarle por ese cuento?
A estas alturas de la entrevista era evidente la química y la confianza que había surgido entre ambos: no sé si fue por la “frondosa copa de vino”, la cerveza alemana que ella se había servido, la hermosa tarde soleada en las montañas de Escazú o el viaje entre los recuerdos de sus primeros años en la televisión... la formalidad de periodista-entrevistado había desaparecido y ahora parecíamos dos viejos amigos que se reencuentran, recordando anécdotas y poniéndose al día con la vida.
Sí señores, llegó la hora de saber lo de las famosas colas de langosta. Ya no tengo nada que perder: el quiche me lo había devorado. “Arlene, una cosita que siempre he querido saber”, le digo antes para luego tomar valor: “¿Es cierto eso de las colas de langosta?”. Cuando su sonrisa desaparece de golpe y frunce el ceño me doy cuenta de que la pregunta no es para nada apropiada.
“¡Es completamente mentira, es falso!”, me contesta indignada. Luego me da a entender que esos “mitos” son parte del precio que hay que pagar por tener un programa de alta cocina. Segundos después se relaja y me lo vuelve a aclarar para que no quepa la menor duda: “Le repito: eso es completamente falso, y otras versiones de ese cuento me lo han inventado con nueces y caviar”.
Días después de la entrevista, decido llamarla para corroborar unos nombres y despejar otra duda que me había surgido luego de la entrevista: ¿será que hay una popular receta que tenga como ingrediente principal las colas de langosta? Para qué preguntarle a Google si puedo llamar a Arlene.
Esta fue nuestra conversación:
“Aló”, –contesta Arlene–.
“¡Arlene!”, –le digo emocionado de escucharla de nuevo–.
“Perdón, ¿quién habla?”, –me responde pero sin sorprenderse como cuando la llamé por primera vez–.
“¿Será que ya se olvidó de mí Arlene?”, –le pregunto–.
“Jamás Robertcito. Qué necesitas que estoy un poco ocupada con mis cursos”.
Luego de corroborar algunos datos, le lanzo la última pregunta: “Mirá Arlene, ¿hay alguna receta que se pueda preparar con colas de langosta?”.
Escucho un profundo suspiro y me dice con todo el cariño del mundo, pero evidentemente cansada de tener que lidiar con aquel asunto:
“Miles mi Robertcito querido, miles de recetas. Incluso, es más fácil conseguir colas de langosta que langostas enteras. Pero ya dejemos ese tema tan antiguo de lado”.
Esa última conversación telefónica y las cuatro horas que duró nuestro primer encuentro me hacen recordar lo que pensaba de Arlene cuando era un niño de 8 años: sigue siendo aquella diva de la cocina, pero no por ser una deidad o diosa, sino por siempre mostrarnos con su arte culinario, que la perfección y la actualización debe ser un referente en todo lo que hacemos, no importa si es en una cocina. Como ella misma me lo repitió en innumerables ocasiones durante nuestra charla: “Nunca, ¡escúcheme bien Robertcito!... nunca quiero dejar de aprender”.