Las manos que mecen la cocina: una antología sobre quiénes preparan lo que comemos

Sea en un comedor escolar, un restaurante de comidas rápidas u otro de alta cocina, las personas que pasan sus días entre ollas, sartenes, recetas y el corre-corre propio de dar de comer a otros, comparten mística, ilusiones y agradecimientos

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La pregunta habitual es cuántas manos tocan su comida antes de que llegue a la mesa, pero no tan frecuentemente aparece la interrogante que debería acompañar tal incógnita: ¿a quiénes pertenecen esas manos?

La relación con la cocina no dista de la del barbero, de la del dentista o la del veterinario. Todas estas relaciones pasan por la confianza, así como por el gusto compartido y la “buena mano”.

Y es que no hay nada más satisfactorio que por fin encontrar ese “click” con la cocina adecuada, pues se trata de una conexión que puede venir desde donde menos uno lo imagina.

Por ejemplo, previo a la pandemia, existió una sodita frente a la redacción de La Nación que, más que cocinar, chineaba a los clientes. Era sencillo llegar, asomar el rostro y ver que doña Mary, propietaria del negocio, supiera de antemano qué quería ordenar uno.

Entre nuestros compinches bromeábamos sobre “el combo Jorge” o el “combo del machillo”, como Xiomara, la dependiente, decía. Sabía a quién le gustaba el casado con frijoles, quién prefería el combo con fresco de tamarindo o cuál de nosotros no comía cerdo.

Historias así sobraban, como el caso de una compañera que hasta sus hijos comían ahí. La cuchara de doña Mary alimentaba más de una generación.

No era para menos: se trataba de una sodita pequeña y cálida, con pantallas permanentemente conectadas al noticiario local, con mesitas de madera de manteles coloridos y que permitían, desde cualquier rincón, observar la plancha de cocina y la preparación de los almuerzos. Desde allí llegaban los sabrosos aires de la comida casera que nos alimentaron por años.

El teletrabajo y las distancias obligadas por la pandemia hicieron que la soda desapareciera; ni los números telefónicos guardados en aquel entonces funcionan para ubicar qué pasó con los dueños del establecimiento. El paradero de doña Mary y compañía es un misterio, uno convertido en una nostálgica postal de tiempos sabrosos.

Precisamente, las historias en torno a la cocina no están únicamente compuestas por sabores, sino por personas. Quienes las habitan tienen distintos anhelos, propósitos y relaciones con sus comensales.

Revista Dominical bucea en un comedor comunal, un restaurante de comida rápida y en una cocina gourmet de un hotel para dar algunos brochazos sobre quiénes son los que preparan nuestro alimento (y las emociones que ello conlleva).

Días entre hamburguesas

Don Vinicio Fernández está sentado en una de las mesas centrales del histórico Burger King de Los Yoses. Reposa como si estuviera en el sofá de su casa y no es para menos: llegó justo a este mismo restaurante en el año de su apertura, 1990, cuando la vida era otra.

Por ejemplo, don Vinicio está en una mesa que tiene enchufes para cargar el teléfono y, entre los pasillos del restaurante, un robot mesero reparte whoppers —la hamburguesa de la franquicia— entre clientes hambrientos.

El trayecto de los últimos 32 años lo ha vivido desde este frente. Don Vinicio entró a los 18 años y, desde entonces, todas sus coletillas salariales han indicado un único patrón: Burger King. “Literalmente esta ha sido mi vida”, admite hoy, bajo el puesto de supervisor de operaciones de todo el país.

Su sueño en 1990, según cuenta, era conseguir un empleo. Sobrevivir. Tal percepción cambió con los años. “La empresa me dejó ver que podía haber algo más allá”, dice, recordando el instante en que se le despertaron las ganas por subir puestos y conseguir permisos para estudiar administración. Consecuentemente, escalar y escalar dentro de la empresa.

“Yo hacía todo lo que estos muchachos hacen”, dice, acercándose al mostrador. Allí, unas veinte personas van de un lado hacia otro, vestidas de negro y con el logo en sus camisas.

“Yo pasé por aquí”, dice don Vinicio repetidamente, señalando el área de la parrilla, la zona de lavaplatos, la caja registradora y el cuarto frío donde se guarda la carne y el pollo. “Uno aprende a hacer de todo”, agrega.

La cocina del restaurante es amplia: tiene tres secciones separadas, una máquina parrillera donde entran las tortas y ocho estaciones para preparar hamburguesas. Aunque la tropa de cocineros va de un rincón a otro, curiosamente el ambiente es tranquilo. Uno no siente que haya nada fuera de lugar; todos parecen estar adecuados al entorno.

Don Vinicio le sonríe al personal, que anda entre los 20 y 30 años, como es el caso de Oris Salazar Astorga, de 29.

Ella lleva seis años de estar acá. Entró como auxiliar de cocina, después aprendió el manejo de las máquinas freidoras y parrilleras. Al año, fue nombrada como cajera, luego fue asistente de supervisor y finalmente consiguió el puesto que anhelaba: supervisora.

En ese puesto lleva ya dos años y se encarga de comprobar los tiempos de las órdenes, generar inventarios y reportes. “He empezado desde cero y crecer así me llena mucho la vida”, dice. “He estado en otros trabajos y el hecho de sentir que no puedo crecer es algo que me había afectado mucho”.

Ella eligió trabajar aquí por su encanto con la whopper: “Es curioso porque siempre me pareció que aquí era el lugar más ordenado y las hamburguesas siempre se veían lindas”, dice, escondiendo una sonrisa.

El estrés aparece como tema inevitable en la conversación. Cuando empezó, dice, desconocía que existía un tiempo de servicio al cliente. En otras palabras, no sabía que en dos minutos y cuarenta y cinco segundos se debe atender al comensal. Después de entender esa instrucción, según dice, ser cajera le permitió ver la concepción del tiempo de otra forma.

Todo el día, su cabeza está maquinando como dos agujas que cronometran todo. “Uno se acostumbra”, asegura, más estando en este restaurante en Los Yoses, el cual es uno de los más agitados (en cuentas de don Vinicio, recibe unas 15.000 personas al mes). Antes ella estuvo en los restaurantes de Novacentro, Tibás, Parque de la Paz, Terramall y Multiplaza Curridabat. “Pero este de Los Yoses es de los más fuertes”, asegura.

Después de tantos años en la cocina, guarda una historia especial: cuando le dieron la prueba para convertirse en asistente de supervisor, estaba atormentada por los nervios. Tal vez su mismo cuerpo le delató su ansiedad, así que su gerente de aquel entonces llegó a decirle: “tranquila, sé que usted puede”. Aquellas simples palabras lograron que se le desvanecieran los nervios para siempre.

Desde entonces, el voto de confianza siempre le aparece en su cabeza para darle fuerza en su día a día. “Aunque uno esté atareada, con muchas cosas encima, no me descontrolo. Yo ya sé que puedo”, afirma.

Una de las veteranas de esta cocina que comparte ese sentimiento es Carolina Zúñiga, quien entró en 1992, a los 16 años. Para don Vinicio, topársela es encontrarse a una buena amiga. “Ella sabe muy bien lo que significa estar en una cocina como estas”, me adelanta, “imagínese que hasta conoció a su esposo aquí”, dice, en frente de ella.

“Sí, pero de eso no vale la pena hablar”, responde entre risas ella.

Sonriente, Carolina cuenta que preparar comida siempre le resultó algo fascinante. Ella creció en una zona rural, donde su abuela y su madre le enseñaron a palmear tortillas y cocinar arroz desde pequeña. “Una enseñanza artesanal, con mucho cariño”, dice. “Por eso yo siempre digo que hay que preparar todo con delicadeza; que la hamburguesa que uno sirve se vea bonita, que den ganas de comérsela”.

Quienes entran como novatos a Burger King suelen encontrar en ella una tutora. “Trato de guiarlos”, admite, “porque una cocina puede ser un lugar muy complejo. Se trabaja rápido, hay que estar atento a muchas cosas al mismo tiempo. Pero yo siempre les digo a los muchachos que si no se tranquilizan, las cosas no salen”. Su testimonio es viviente: hasta su embarazo lo pasó entre el oficio de preparar nuggets, whoppers y papas fritas, y nunca la ansiedad le ganó.

En su práctica lo demuestra: la casi que ancestral técnica de unir pan-vegetal-carne-pan pasa por un filtro especial cuando son sus manos las que arman la hamburguesa. Esta área del restaurante es más que caliente, hay personas de un lado a otro, pero nada parece desequilibrarla. Las suyas son las manos de la experiencia.

Comida con sabor a cariño

De un lado a otro, el grupo de cocineros de la Escuela Centroamérica, en Tirrases de Curridabat, carga con ollas, platos, cubiertos y vasos.

Son meses especiales porque el comedor de estudiantes está en un proceso de remodelación. “Esa es la emoción”, cuenta José David Navarro, uno de los cocineros. “Nos da una felicidad muy grande tener más espacio para servir y preparar los almuerzos”.

La ampliación del comedor es un festejo en grande: la escuela atiende a más de 800 alumnos y además alimenta al personal docente y administrativo, que ronda las 60 personas. Es todo un reto dar comida a tantas personas de forma diaria. “Tener más espacio nos ayudará demasiado”, cuenta.

José David se une a las labores de preparación, junto a Marlon Ulate, Rodolfo Montoya y Aida Ramírez, quienes preparan arroz, lentejas, papas doradas, ensalada y un fresco de limón para toda la comunidad estudiantil. Son varias las ollas gigantes necesarias para cumplir la misión.

Aida lleva casi veinte años de estar acá en la escuela. “Amo mucho la escuela, amo mi trabajo y amo cocinar”, dice con contundencia, “sobre todo porque todo lo que uno hace es para los niños. Puedo decir que amo mi trabajo; no cualquiera puede decir eso”.

Rodolfo empezó a trabajar a los 19 años en cocina: primero estuvo 12 años en un restaurante y hace cinco años llegó acá. José David a los 18 entró a trabajar en un restaurante de comida rápida, después sumó cinco años en una empresa de helados y lleva 3 años en la escuela pública. Marlon es el más nuevo de todos: suma tres meses aquí y asegura que es “su trabajo predilecto”.

Todos coinciden en una misma línea: no importa si hay que madrugar, no importa si hay que salir tarde, pues los niños lo son todo y el esfuerzo vale por ellos.

“Uno anda en la calle, en la tarde o en la noche, y ahí aparece algún chiquillo que le grita a uno ‘gracias por el almuerzo de hoy’ y vienen a darle un abrazo. Eso no tiene precio”, asegura Rodolfo.

José David y Marlón, además, estudian en este mismo centro educativo en las noches. Su vida se ha impregnado de una vida entre espátulas, cucharones y cuadernos durante 14 horas. “Eso a uno le provoca un apego muy grande. Uno quiere estar al servicio de la escuela también como agradecimiento”, dice Marlon. “La escuela se convierte en nuestra casa”, agrega José David.

Para Aida, esa relación la encuentra con sus hijos. Tras más de dos décadas, ha visto a sus pequeños graduarse de acá, crecer y alimentarlos, no solo en su hogar, sino también en su escuela. “Tenerlos acá fue algo maravilloso porque, si uno hace cuentas, pasa más tiempo acá que en la propia casa”, dice.

El sentimiento de familia es inevitable: los cuatro cocineros comparten días y expectativas. “Uno quiere dejar satisfechas a tantas personas”, cuenta Marlon. “Por el tipo de comunidad, hay muchos niños que solo tienen una comida al día y es aquí. Eso es un compromiso porque uno debe asegurarse que sea un momento especial”.

El amor entra por la comida, agrega Marlon, y sus socios de la cocina se suscriben a esa filosofía. Lo que ocurre entre ollas y sartenes aquí es una postal indeleble para la historia de cada estudiante que crece.

Champagne y pulpo emplatillado

Del ascensor al restaurante, del restaurante al salón de refrigeración... El ascensor va de arriba hacia abajo y Marcos Lama, chef ejecutivo del Gran Hotel Costa Rica, gravita en cada uno de estos sitios en el transcurso del día.

No es para menos: este emblemático hotel josefino, construido en 1930, requiere un compromiso de toda hora. Marcos está consciente y hace sus vueltas gustoso, sonriendo.

En el quinto piso del hotel, donde se encuentra el restaurante y la cocina, Marcos aparece, alto e imponente a sus 30 años. “Es un gusto recibirlos”, dice, con la propiedad del caso: él está a cargo de una cocina gourmet que atiende de 350 a 400 personas semanalmente, entre desayunos, almuerzos y cenas (sin contar los eventos sociales y corporativos de quienes alquilan el lugar).

El salón de comidas es de lujo: el piso brilla y las luces se acompañan de gigantes ornamentos que profetizan una velada especial para el comensal que aquí se apersone, sin importar si es un huésped o un visitante externo.

Desde este piso, se mira a San José con otros ojos: los edificios y las montañas que abrazan a la ciudad hacen que la capital se vea más luminosa que lo que podría aparentar cuando se recorre a pie.

“Es que lo que se da en este hotel es una experiencia”, asegura Marcos, dando a entender que esta cocina tiene sus intereses particulares, pues todos los que aquí trabajan ven en la gastronomía el chance de ofrecer una memoria, un recuerdo subrayado en la mente. Marcos es el primero del batallón de cocina que quiere que la gente que aquí visite siempre recuerde “aquella vez que comió en el Gran Hotel”.

El departamento de cocina es complejo. Existe una jerarquía de hecho, obviamente encabezada por Marcos como chef ejecutivo, quien se encarga del aparato administrativo del restaurante: revisar las ventas, temas de recursos humanos, preservar el buen ambiente dentro de la cocina y dar reportes a los altos mandos sobre la efectividad del restaurante. Le sigue un subchef, con el que comparte labores administrativas y que se encarga de ser enlace con proveedores; después está el supervisor que, como su nombre indica, está al tanto del orden de atención de los platillos (que van desde los ₡7.000 hasta los ₡20.000) y sus tiempos de preparación.

Posteriormente, aparece el entramado de quienes están todo el día “manos a la obra”.

Se trata de tres cocineros A, quienes dirigen la operación de los platillos; cuatro cocineros B, que ayudan en preparar ciertas partes de las recetas y están a las órdenes de lo que les pidan los A; y los cocineros C, quienes son una suerte de auxiliares, pues se encargan de picar, cortar y pasar herramientas al resto del equipo. Además, están los conocidos steward, quienes tienen la tarea de lavar platos, fregar el piso, mantener el aseo y trasladar alimentos desde los cuartos de refrigeración hasta lo cocina.

“La comida es importante y por eso hay tantas personas listas para que usted disfrute un buen platillo”, comenta Marcos, dejando ver el mini ejército de cocineros que dirige. Todo funciona como un reloj suizo para que el objetivo se cumpla.

Marcos entendió la cocina así tras más de diez años en el oficio. Cuando era niño y creció en su casa familiar, en Hatillo, cuenta que allí cocinaban “por sobrevivir”, según sus palabras, pero él siempre tenía la curiosidad de colarse entre las manos de su abuela y madre para aprender a preparar arroz y frijoles.

Esa experiencia fue un anzuelo más grande de lo imaginado y, cuando terminó el colegio, decidió reclutarse en el Instituto Nacional de Aprendizaje para especializarse en gastronomía. En el último de sus tres años allí, fue a hacer la práctica en el restaurante del Hotel Herradura, donde posteriormente lo ficharían y navegaría, de hotel en hotel, hasta arribar al actual recinto josefino donde se desempeña.

Hoy, por ejemplo, nos cocina un pulpo. Se mueve entre ollas, tablas de picar, cuchillos, condimentos y aceites que, a ojos ajenos, resultan como una ecuación química: solo él sabe las porciones, los tiempos de duración y la textura que amerita algo tan delicado como esta criatura marina.

“Uno aprende a tener una visión particular de lo que significa cocinar”, admite, “porque los comensales quieren un momento inolvidable”. Esto lo reafirma a través de sus anécdotas, como una pareja de recién casados que atendió hace un año y que, justo hace un par de semanas, volvió a visitarlo. Lo reconocieron en un pasillo y hasta le pidieron una foto. “Eso lo hace a uno sentirse especial”.

Cuando piensa en la felicidad que le provoca la gastronomía, Marcos no duda en situar una referencia clara: Ratatouille, película de Pixar que cuenta la historia de una rata que tiene el potencial para ser un chef.

Marcos, de hecho, lleva un pin en su camisa sobre la cinta, uno que compró recientemente tras un viaje a EuroDisney. Además, en su brazo derecho tiene tatuado a Remy, la rata protagonista del filme.

“Para mí esa película lo dice todo”, dice, “porque a mí me deja pensando en lo especial que es uno por trabajar en una cocina. Lo que pasa allí adentro se siente mágico y es algo que, creo, todos los que tomamos un sartén debemos tener presente”, finaliza.