Verde, que te quiero verde… de verdad

Los departamentos legales y ambientales de las municipalidades no parecen funcionar

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En los años de mi infancia, los cuarenta, mi papá solía llevarnos a mí y a mi hermano menor a ver aviones al aeropuerto de la Sabana. Con ese fin, tomábamos el tranvía en el barrio La California y desde allí, bajando por Cuesta de Moras y siguiendo por la avenida central y el paseo Colón, llegábamos a su última parada, justamente frente al entonces aeropuerto nacional e internacional.

Hacia el oeste y majestuoso, aparecía su edificio, actualmente ocupado por el Museo de Arte Costarricense. Ascendíamos, impacientes, por la escalera exterior hacia la terraza, desde donde ya era posible echar una ojeada al gran llano, en cuyo extremo oeste era posible percibir el verdoso arbolado de los cerros que desde allí se continuaban hacia el este, hasta Pico Blanco y la Cruz de Alajuelita, y aun más allá.

El panorama era grandioso. Al contrario de lo que ocurre ahora, no se veía edificación alguna en esos cerros: todo estaba cubierto de espesa vegetación y difícilmente uno podía imaginar entonces el cuadro espantoso actual de lujosas casas y calles pavimentadas que ya van llegando a las más altas cimas.

Es curioso: tanto en la Municipalidad de Escazú como en la de Santa Ana, igual que en Alajuelita y Desamparados, hay departamentos legales y ambientales que no parecen funcionar.

Apelo a los habitantes de estos ayuntamientos para que se planten firmes y pongan freno al afán de lucro de esas entidades, cuando conceden permisos de construcción que van en contra del pregonado ambientalismo impulsado internacionalmente por el Estado costarricense.

Hago estas reflexiones motivado por el reciente galardón otorgado al país en Inglaterra, por la extraordinaria ampliación de la cobertura boscosa del país, lograda en los últimos años.

El uso de incentivos fiscales en favor de los ciudadanos que conserven el bosque en sus propiedades ha dado por fin el fruto esperado: tenemos una cobertura boscosa asombrosamente cercana al 60 % del territorio nacional, éxito del que muy pocos países pueden blasonar.

Con ello, no solo aseguramos nuestras fuentes de agua, sino que logramos proteger el hábitat natural de tantas plantas y animales, entre ellas la nuestra, de humanos, supuestamente sapientes.

En «La Nación» del 24 de julio, escribí un texto («Animales desahuciados de su espacio vital») en que me quejaba contra la Municipalidad de Santa Ana por permitir convertir una colina plena de vida en otro condominio más que destruye un hábitat natural.

Yo vivo cerca del lugar y hasta mi propiedad llegó, como refugiado, un tepezcuinte hembra, preñado para más señas… y a morir. A esta especie, tan perseguida por los cazadores sin cosa útil que hacer, solo la conocía de foto. ¡Vaya sorpresa!

Y aquí la idea: vivo en una de dos propiedades contiguas que, en total, sin la casa, comprenden una bonita extensión. Mi cónyuge y yo nos hemos propuesto sembrar árboles frutales y ornamentales que den abrigo a muchas especies terrestres y volátiles; y lo estamos logrando.

Ahora bien, nuestro caso es el mismo de tantos otros propietarios que, con ese mismo ideal, estamos tratando de reverdecer toda el área; y, para completar, sin ceder ni un centímetro cuadrado del terreno para construir más edificaciones de uso humano.

Y aquí la propuesta: ¿Por qué las municipalidades —todas, no solo las mencionadas— no nos dan descuentos fiscales a los propietarios que no solo no talamos, sino que incrementamos apreciablemente la masa arbórea de la zona? Es también una manera de participar como simples ciudadanos en una gran obra.

tikoguau@gmail.com

El autor es ensayista.