Editorial: La transformación de Recope

Los antecedentes de Recope, no importa como se llame después de su transformación, están lejos de acreditar su idoneidad para conducir el cambio energético.

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La Ley de transformación de la Refinadora Costarricense de Petróleo (Recope) para la contribución a la transición energética conservaría el monopolio de los combustibles fósiles en manos de la empresa estatal y les impondría un recargo para financiar un fondo de investigación, desarrollo y venta de energías químicas alternativas.

En buen romance, si el proyecto se convierte en ley, encareceríamos los hidrocarburos utilizados por ciudadanos y productores en la actualidad para costear el desarrollo de otros combustibles, de características todavía desconocidas. La investigación quedaría en manos de una empresa nacida para refinadora, como proclama su nombre, pero que quiere dejar de serlo después de múltiples fracasos.

La ley eliminaría toda referencia a la refinadora y transformaría a Recope en la Empresa Costarricense de Combustibles y Energías Alternativas, Sociedad Anónima (Ecoena). Para llegar a este punto, el país debió invertir un chorro de millones en proyectos de modernización justificados por la supuesta necesidad de contar con una refinadora. Durante años, Recope intentó hacernos creer en esa necesidad y en sus firmes pasos en procura de satisfacerla. Cuando se le preguntaba por la planilla ociosa tras el cierre de las operaciones industriales, siempre encontraba una justificación para preservar el gasto. Al mismo tiempo, la idea de refinar y modernizar se fue desvaneciendo en la realidad cada vez más asentada de la importación y distribución como cometido primordial de la empresa.

Hubo un último intento de recuperar la actividad industrial cuando, en conjunto con la empresa petrolera china, se planteó la posibilidad de hacer lo que Recope nunca pudo desde el cierre de sus operaciones de refinación. El proyecto fue otro fiasco y, desde entonces, ya nadie habla de refinar.

De camino, las innovaciones de Recope sufrieron resonantes traspiés. Solo en la actual administración fue necesario suspender, a pocos días de anunciado, el plan para mezclar etanol con gasolina súper. Poco después, la construcción de un muelle flotante en Caldera para ampliar el inventario de gas licuado de petróleo (GLP) tropezó con su propio estudio de preinversión, según el cual un aumento de la capacidad de almacenamiento en Moín ofrece los mismos beneficios con un costo mucho menor que los $234 millones necesarios para el muelle de Caldera. La diferencia, claro está, la pondrían los usuarios.

El Estado costarricense invierte poco en investigación y desarrollo. Es una debilidad impuesta por razones de todos conocidas. Por las mismas razones, toda decisión de esa naturaleza debe fundarse en la credibilidad del proyecto y sus ejecutantes. Los antecedentes de Recope, no importa como se llame después de su transformación, están lejos de acreditar su idoneidad para conducir el cambio energético.

Hay estudios en muchos países e instituciones de prestigio y no hace falta inventar el agua tibia, especialmente si se abre un portillo para nuevas incursiones estatales en la siembra de caña o palma aceitera para extraer combustibles. Esa experiencia la tuvimos en los años 70 y todos recordamos la pesadilla del Estado empresario.

El vertiginoso desarrollo del transporte eléctrico y el abaratamiento de esa tecnología hacen dudar si la mejor inversión de los recursos nacionales es el estudio de los biocombustibles o, más bien, de las formas de adopción de las innovaciones eléctricas, especialmente en la movilización masiva. El país hace bien en plantearse la transformación energética y la necesidad de invertir en el futuro. La pregunta es si esos objetivos se logran inyectando recursos a una institución perteneciente al pasado.