“Mi competencia inició el mismo día que nací”, escrito por Jenny Méndez, corredora colombiana-costarricense

La maratonista Jenny Méndez decidió hablar del viaje de su vida en Desde la grada, uno que la trajo hace 19 años a Costa Rica, adonde se convirtió en figura del atletismo

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Nací como atleta cuando ya vivía aquí en Costa Rica, porque fue apenas hace diez años que me puse unas tenis de correr por primera vez. Para ese momento ya tenía poco más de nueve años de haber abandonado Colombia, en búsqueda de una vida mejor.

Sin embargo, debo decir que mi competencia inició el mismo día que nací, en Bogotá.

Espero que el trayecto termine dentro de muchos años, con mi esposo y mis dos hijos felices y orgullosos, con la paz de haberles dado todo lo que estuvo en mis manos, tal y como hicieron mis padres, Luz Fanny y Fernando, por mí y por mis cuatro hermanos.

Y no voy a negar que deseo con todas mis fuerzas que ese camino tenga una emocionante parada en Tokio, en el 2020, un sueño olímpico que hoy, en abril del 2019, me tiene madrugando para entrenar, ser madre, esposa, hija, estudiante de enseñanza del inglés y asistente de contabilidad, todo a la vez.

No obstante, tal vez con un poco de temor al plasmar mi historia en unas líneas, hoy intentaré contarles por dónde más ha llevado la vida a Jenny Méndez, esta mujer de 38 años que seguramente han visto sonreír en las noticias al cruzar la meta tras una carrera, pero que también ha llorado.

Mis primeros años los pasé en los barrios del sur de Bogotá, muy del sur. Al principio fue en Juan Rey, un barrio muy humilde pero hermoso, a 2.700 metros sobre el nivel del mar. Tenía un clima de 6 o 7 grados centígrados en la madrugada y un sol picante durante el día. Posteriormente fue en Santa Librada, un barrio por el que había que caminar unos ocho kilómetros a través de una montaña, la temida Loma, para llegar a cualquier otro lugar. Tengo demasiado fresco sentir la mano de mi padre cuando nos agarraba tarde y, del brazo, llevarnos corriendo tan rápido que los pies apenas nos tocaban el piso… Si lo pienso bien, quizás esas condiciones me fueron haciendo atleta desde niña.

Disciplina, terquedad, valentía, lucha.

La disciplina con la que me crié también debe tener algo de valor en mi futuro desarrollo deportivo. “Hágale duro a la loza que no duele”, decía mi mami; “que rechine”, decía mi abuela. Dado que mis padres debían trabajar, desde pequeña me encargaba de los oficios de la casa, de cocinar, de mis hermanos. Hasta les ponía horarios para que hicieran sus tareas. Por suerte, sí me hacían caso.

La terquedad con la que corro, ese sentimiento de no renunciar ante la adversidad, también creció conmigo en Colombia. Y aquí entra Daniel a la historia. A mi esposo lo conocí en un campamento del Club de Guías Mayores, algo así como los scouts. Lo recuerdo espigado y antipático… De entrada no me cayó bien, pero de regreso bajé la guardia y, en nada, nos hicimos novios. Dos años después y apenas habiendo cumplido los 18 años, nos casamos contra viento y marea, porque todos nos acusaban de ser muy jóvenes. Sin embargo, el amor pudo más. ¿Lindo, cierto?

Lastimosamente hay otros recuerdos menos felices, como cuando casi perdemos a mi papá tras recibir una puñalada de un supuesto drogadicto que estaba agrediendo a una niña. Quedó con lesiones muy severas. Esto se combinó justo cuando todos mis hermanos y yo comenzamos, uno por uno, a caer con varicela. Ni siquiera podíamos visitarlo por el riesgo a enfermarlo y que su cuerpo no resistiera. Nunca he admirado tanto la gallardía de mi madre como esa vez, porque por meses se multiplicó para atenderlo todo.

Y ni qué hablar de, tan solo unos años después, ver a mi familia venderlo todo para huir del país por las dificultades ocasionadas por la guerrilla; por miedo a ella. Con el dinero recibido, mi papá fue a una agencia de viajes y pidió boletos a España, pero ese destino era imposible. “Entonces, ¿adónde hay disponibilidad?”, preguntó. “A Costa Rica”. Y sin saber qué iba a pasar, los vi irse, en dos grupos, apenas con su ropa. Primero mi papá, con Fredy y Sonia y luego mi mamá, con Edwin y Kathy, los hermanos menores. Las dos veces con el corazón roto, porque yo me quedé atrás, para quedarme con mi esposo y mi hijo recién nacido.

No obstante, todo eso me dio la valentía y espíritu de lucha para hoy dar cada paso en el asfalto.

En Costa Rica.

Un año y medio después, luego de alquilar un solo cuarto para todos, dormir hasta en cartones y trabajar en lo que sea que saliera, las cosas comenzaron a mejorar. Para ellos. En cambio, Daniel y yo teníamos a nuestro primer hijo, aún siendo un bebé, con un mes de pulmonía, en una Bogotá helada y con las medicinas encarecidas por la situación social. Así que me instaron a venir. Lo hice.

Mi hijo se curó gracias al esfuerzo de los doctores del Hospital de Niños, toda la familia se pasó junta a una casita humilde en Tibás, mi esposo al fin pudo viajar a Costa Rica y yo tomé un trabajo de secretaria. Y mi vida fue bien por bastantes años, simplemente bien, así, a secas. Sin llevar a la calle nada de lo aprendido a lo largo del camino. Hasta que un día, Daniel, que trabajaba en gimnasios, me sugirió salir a correr por salud.

Por mi trabajo siempre andaba peinadita y en tacones. Además, tenía una vida sedentaria, con pan y café a cada rato. Sin duda, el deporte no era lo mío. No obstante, salí varias veces y aunque sufrí, le agarré el gusto. Tanto que decidí participar en una carrera en La Sabana con unas amigas. Eran como nueve kilómetros y, sin saber cómo, acabé en el puesto 14. Ese día, del cual solo recuerdo haber salido a 100 por hora debido a la euforia de ver tanta gente, nació Jenny Méndez en el atletismo.

Hoy, diez años y miles de entrenamientos después, soy profesional en este deporte, llevo 170 carreras ganadas dentro y fuera del país y me nacionalicé costarricense para, cuando pueda subir al podio, ver nuestra hermosa bandera ondear.

En estos 38 años he recorrido una ruta ardua, con sacrificios, lágrimas y frustraciones. Pero todo es parte de una mayor cantidad de alegrías, triunfos, recompensas y satisfacciones. Y todavía no he llegado a mi meta final. Sé que voy por más, porque ¡el futuro pertenece a quienes creen en la belleza de los sueños!

Nota del editor: En Desde la grada buscamos historias escritas por los propios protagonistas del deporte de alto rendimiento. Contácteme a david.goldberg@nacion.com, si tiene interés de ser parte de esta iniciativa.