Godot: Esperando sin esperanza

El absurdo y la libertad. Este ensayo filosófico nos lleva por la esencia de Esperando a Godot.

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Arnoldo Mora mora_arnoldo@hotmail.com

La temporada de teatro nos ha deparado una puesta que, hasta el presente, resulta para mí ser la mejor de lo que llevamos del año. Se trata de un clásico del siglo XX.

Esperando a Godot, del Premio Nobel franco-irlandés Samuel Beckett, es una de las obras maestras del teatro del absurdo. Tanto la mencionada obra de Beckett, como dos piezas de Eugène Ionesco, La cantante calva y Las sillas, han sido llevadas anteriormente a las tablas con notable éxito. Sin embargo, la actual puesta en escena de Esperando a Godot, cuyo estreno en el Teatro Nacional fue todo un acontecimiento en nuestro medio, ha sido la mejor que he presenciado en Costa Rica.

Discreta pero lúcida, denotando un profundo y apasionado conocimiento de la obra, la dirección del maestro Luis Fernando Gómez hace sentir su huella, tanto en la conducción de los actores como en la sutil y asfixiante atmósfera que impregna una obra hondamente trágica.

A ello contribuye la sobresaliente interpretación de dos maestros de las tablas nacionales, Óscar Castillo –quien, dichosamente para la cultura nacional, ha vuelto a sus amores actorales– y Rodrigo Durán, y, en los papeles secundarios, Pablo Morales, joven promesa, y Viviana Porras y Eu Fajardo.

Todos aparecen envueltos por una escenografía semiabstracta: un lugar público lúgubre y desolado, como corresponde al espíritu de la obra, y usando un vestuario (de Rolando Trejos) esperpéntico igualmente apto para resal-tar el contenido altamente filosófico del teatro del absurdo.

Solo lamento que el fondo musical no haya contribuido a destacar los altibajos de una obra donde predomina el ditirámbico diálogo por encima de una acción deliberada y chejovianamente tediosa.

Sin embargo, mas allá de estos aspectos formales, merece destacarse la actualidad del trasfondo filosófico profundamente impregnado de la corriente existencialista tan en boga en la última postguerra. El concepto del “absurdo” como categoría filosófica central en el existencialismo francés se debe a Albert Camus, cuyo ensayo El mito de Sísifo es un alegato en pro del carácter absurdo de la existencia.

El ser y la libertad. La filosofía existencialista distingue entre “ser” y “existir”. El “ser”, categoría de máxima abstracción según la metafísica de Aristóteles, se predica de todo lo que es en cuanto que es; no obstante, el existencialismo, inspirado en Kierkegaard, califica como “existente” tan solo al ser humano pues el “existir” es lo propio de quien se da por un acto libre su condición de humano.

Por ende, hay una distinción epistemológicamente insalvable entre las cosas y la conciencia que de ellas tenemos, distinción que remonta a Kant , quien califica como “cosa en sí” a lo real por su carácter incognoscible. Esta opacidad del ser se remonta a los orígenes de la filosofía occidental con Parménides, y, al ser asumida por la conciencia humana, se convierte en absurdo, en carencia de sentido de la vida.

No es el concepto lo que puede dar la dimensión axiológica a la vida humana, sino el compromiso de la voluntad, la libertad como la concebía Nietzsche. La “libertad” es la capacidad que tiene el ser humano de darle un sentido a las cosas frente a la óntica opacidad de las cosas.

La vida en sí misma no tiene más sentido que el que le demos, por lo que se comprende más a la luz de una experiencia vivida que como producto de un análisis racional.

Como dicha experiencia se descubre a partir de nuestra intimidad, solo el arte como expresión simbólica de la intuición primigenia de la existencia es capaz de expresarla. De allí que filosofía y literatura estén íntimamente ligadas, de manera particular en el arte dramático y en el ensayo.

Sin embargo, el teatro existencialista de Sartre y Camus permanece anclado en los cánones tradicionales de la estética occidental. En concreto, Camus, inspirado en Nietzsche, retoma la concepción griega del arte que ve la belleza en la creación de formas del espacio, y, en la palabra, la única manera de asumir dignamente la vida en su dimensión trágica.

Metafísica. La raíz de lo trágico proviene de mas acá y va mas allá del libre albedrío pues es la imposición en mí de lo real, pero la sabiduría no consiste en someterse a ese orden cósmico, como en la ética estoica.

En la tragedia griega se da un intento, tan admirable como inútil, de enfrentar esa intrínseca contradicción que explica pero no justifica el dramatismo de la humana existencia. La tragedia es el lamento estentóreo de esa insalvable situación. Eso hace del hombre un “rebelde”, como el Prometeo de Esquilo.

Tal es el trasfondo metafísico del teatro de Beckett, quien asume el absurdo de la existencia dentro de un contexto urbano. Las ciudades se vuelven desiertos y desolación. La incomunicación hace, del diálogo, un parloteo sin sentido; la vida es una ridícula tragicomedia; la compañía es tan solo el histriónico maquillaje de una insalvable soledad.

La existencia se convierte en tragedia en la medida en que los hechos más significativos de la vida, como son el haber-nacido y el tener-que-morir son realidades que marcan nuestra existencia, pero escapan a nuestro albedrío (Malraux).

No obstante, en el interim, entre el nacer y el morir, ¿qué hacemos? Vagar perdidos en parques y calles de ciudades inhóspitas, tan desoladas como los espacios cósmicos que aterrorizaban a Pascal. Estragón y Vladimir entretienen sus ocios y tedios recurriendo a un parloteo absurdo para huir de la única alternativa que les queda: el suicidio, como lo señala lúcidamente Camus.

El arte dramático es el espejo en el que se mira el alma humana sin maquillaje. Todos somos payasos arrojados a los rincones de un submundo donde fantasmagóricos personajes reptan en inhóspitas callejuelas, pero ¿qué sentido tiene una dramaturgia como esta? La de hacernos enfrentar nuestra libertad pues la vida solo tiene aquel sentido que estemos dispuestos a darle.

El autor es filósofo y miembro de la Academia Costarricense de la Lengua.