Tinta Fresca: Patitas de lana

Si estoy triste por cualquier razón, concreta o inexplicable, por más que oculte el desánimo, Max lo intuye y se acerca. Se acurruca a mi lado, suspira profundamente y sus ojos, negros como chumicos, me miran con su lealtad infinita.

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Ocurrió hace muchos años. Mientras miraba el telenoticiero vespertino, presentaron la nota de una inundación acaecida entre Guadalupe y Betania, por causa de las fuertes lluvias en un invierno inclemente.

La acequia que marca el límite de esos barrios era una correntada horrible. Ante la cámara, un señor humilde explicaba cómo había intentado rescatar a un perrito, con tan mala suerte que la fuerza del agua se lo arrebató de las manos. De pronto, el dolor se le atoró en la garganta y el hombre rompió a llorar. Al presenciar por televisión el sufrimiento y la impotencia de una persona, por no haber podido salvar a un animalito de la calle, yo sentí que había esperanza en la humanidad.

Han pasado los años. Continúan los inviernos con sus violentos aguaceros y, cada vez que se informa de inundaciones y tormentas, evoco la imagen de aquel buen hombre. Empapado de pies a cabeza, derramó lágrimas por la vida de un perro desconocido.

Pues bien, ese recuerdo tan lejano suele aflorar cuando saco a pasear a Max, un perrillo lanudo que se ha convertido en un compañero inseparable. Es un french poodle. Llegó a nuestro hogar hace casi tres años, a través de Alex, mi nieto. Pero como Alex pasa la semana en la escuela y Max se queda conmigo, la mascota y yo terminamos haciéndonos amigos.

Creo en el ser humano. Soy asiduo de mis afectos. Tengo lazos de sangre y amistades que los años han llegado a fortalecer. Pero he de confesar algo que, quizás, a usted también le sucede. Hay días grises en los que, sin razón aparente, nos envuelve un velo de nostalgia que se instala en el sentimiento y nos ensombrece el alma, como la niebla oscurece el paisaje. En momentos así, Max intuye que estoy triste, se acerca, se acurruca a mi lado, se acomoda en mi regazo, suspira profundamente y sus ojos, negros como chumicos, me miran con lealtad infinita.

Cada mañana, cuando me ve tomar la correa para salir a dar la vueltita diaria por el barrio, su felicidad es evidente. Salta, ladra, corre, se sube a los sillones, se lanza al piso y se enreda en mis pies, tal es su locura por salir a pasear.

Si, por el contrario, no puedo darle su paseíto y tengo que salir sin él, le doy un beso en la cabecita, le explico… ¡Y él comprende! Entonces, sube dócilmente las gradas, se echa en su lugar habitual y ahí espera a que yo regrese. Igualmente, cada amanecer, monta guardia en la puerta de mi habitación. Si trabajo en la computadora, Max duerme a mi lado. Si me siento a leer o a mirar la televisión, reposa a mis pies.

En la época de la adolescencia, en Guadalupe de Goicoechea, teníamos un perro también cariñoso y fiel. Murió envenenado.

Un vecino nos alertó al ver a King tirado en la acera. Salimos y ya había muerto. En el portón de la casa quedaron las marcas de sus pezuñas, tras su agonizante intento por abrir y entrar. Ha transcurrido más de medio siglo de ese suceso. Sin embargo, en el fondo de mi memoria aún resuena el golpe seco de la pala en la tierra del jardín, mientras mi hermano Federico y yo escarbábamos, en silencio, cada quién con su dolor, el sitio donde lo sepultamos.

La estatua de bronce de Hachiko, en la estación del tren de Shibuya, en Tokio, Japón, da testimonio de una mascota admirable. Al fallecer su dueño, el profesor Hidesaburo Hueno, Hachiko nunca dejó de acudir a la estación a esperar a su amo. Es una historia de la vida real que motivó la realización de una película.

Y hace dos semanas, a raíz del fallecimiento de Christian Calvo Rojas, hijo de Francisco y Nareya, entrañables amigos míos, observé, en la vela de Christian, a Malahk, un hermoso perro husky siberiano, gemir dramáticamente ante el féretro de su dueño. La dolorosa escena se repitió al día siguiente en la iglesia de Moravia, durante las honras fúnebres del muchacho.

Simplemente, Christian y Malahk eran uno para el otro.

Creo en los seres humanos. Adoro a mi familia, a mis contadas y verdaderas amistades. Disfruto a plenitud mi existencia común, felizmente anónima. Pero, si estoy triste por cualquier razón, concreta o inexplicable, por más que oculte el desánimo, Max lo intuye y se acerca. Se acurruca a mi lado, suspira profundamente y sus ojos, negros como chumicos, me miran con su lealtad infinita.