Los bomberos voluntarios retan el peligro entre las llamas y el bosque

Solo quienes han vivido situaciones de peligro extremo –y han salido ilesos– pueden contar historias como estas. Es una especie de satisfacción por la aventura conquistada, y un poco de prepotencia por haber escapado de la vida común y corriente que la mayoría de mortales llevamos.

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Narciso Estrella corre hacia el fuego. “¡Ahí están, ahí están!”, le grita a Chepón en medio de la carrera, justo antes de atravesar la cortina de humo.

El bosque se quema ; una llama alcanza una palmera y la devora. El viento atiza el fuego; el pasto encendido truena y saca chispas. Las cenizas se filtran por la nariz y hacen que pique la garganta.

Chepón sigue los pasos de Estrella. El tipo es grande y fornido; parece lento y torpe, pero cuando se mete al incendio, toma la velocidad de un medallista olímpico de 100 metros planos.

Esa es aproximadamente la distancia que Narciso y Chepón deben recorrer en medio de llamas y humo para dar con quienes le están prendiendo fuego al bosque.

Es domingo, un domingo cualquiera para estos dos bomberos forestales del área de conservación de Caño Negro. Desde el jueves están combatiendo el fuego en distintos puntos de la zona. La época seca –especialmente marzo y abril– es la temporada de más trabajo.

Las llamas, en este caso, arden en el sector de Mónico, en el cantón de Guatuso de Alajuela.

Pasaron minutos sin que hubiese señales de ellos. El fuego toma fuerza, los ojos empiezan a llorar por tanto humo y el olor a quemado produce ganas de vomitar.

De pronto, sale Chepón, por un camino distinto al que había entrado. Cubierto de ceniza, con los ojos rojos y cara de agotado. Pide su cantimplora, se echa agua en el rostro, toma un rápido sorbo y dice: “Los agarramos”

Los de Guanacaste

Toño Pizote ha contribuido a apagar 29 incendios, más o menos, no lleva la cuenta.

Él que más recuerda fue uno que se desató el año pasado en La Cruz de Guanacaste.

Debió caminar horas en medio de una topografía no apta ni para caballos. Afrontó el fuego, escoba en mano, lidió con el humo, y luego, ya una vez apagado el incendio, venció el frío de la noche.

“Al principio, es un calor insoportable por el fuego…pero luego viene una etapa muy dura, estar ahí en la madrugada…la temperatura cae, uno está agotado y siente que se va a congelar”, cuenta.

Esa vez, el peligro tuvo un elemento adicional. A oscuras, en lo profundo de la montaña, los bomberos escucharon el gruñido ronco del jaguar.

Toño Pizote cuenta su aventura con un tono especial que solo quienes han vivido situaciones de peligro extremo –y han salido ilesos– pueden darle. Es una especie de satisfacción por la aventura conquistada, y un poco de prepotencia por haber escapado de la vida común y corriente que la mayoría de mortales llevamos.

– ¿Qué hace usted en su tiempo libre?– pregunta algún curioso.

– Combato incendios forestales– responde Toño Pizote, o cualquier otro brigadista voluntario.

Toño Pizote tiene 28 años y dos hijas. Además de apagar incendios en el bosque, es cruzrojista y juega en el equipo de fútbol de segunda división de La Cruz de Guanacaste.

La verdadera identidad de Toño Pizote es Ivannia Martínez. Ella es la que se pone el traje de la popular mascota del Sistema Nacional de Áreas de Conservación ( Sinac ) para ir a escuelas o actividades recreativas con el fin de promover la prevención.

Nadie pensaría que debajo de monigote inflable está una de las bomberas forestales más aguerridas y comprometidas de la zona donde más incendios forestales se producen.

En Costa Rica, hay 954 bomberos forestales voluntarios con edades entre 18 y 65 años; 200 son mujeres.

Son vecinos de alguna de las nueve áreas de conservación del país vulnerables al fuego. Son jornaleros, agricultores, maestros de escuela, policías, amas de casa, manicuristas y regidores municipales dispuestos a enfrentar el fuego sin recibir ningún pago económico.

Lo hacen por defender el medio ambiente, por un compromiso comunitario y, también, para sentir la emoción y la adrenalina, para llenar su álbum de recuerdos de riesgo y aventura.

Diego Román, coordinador del Programa Nacional de Manejo de Fuego del Sinac –entidad que tiene a su cargo los bomberos forestales voluntarios–, mencionó que los brigadistas son personas muy dinámicas y activas, en algunos casos de condiciones económicas vulnerables, y que están dispuestas a restarle tiempo a su familia y a su trabajo formal –pese a que eso implique una disminución de ingresos– con tal de ir a apagar un incendio.

El Cuerpo Nacional de bomberos también tiene unidades especializadas en combatir incendios forestales.

El de Atenas

– Vamos a hablar de mi muerte– le dijo Andrés Cruz a su esposa, el martes 26 de marzo del año pasado.

–¿Otra vez?– respondió, Karol con pereza, pues su marido siempre pasaba hablando de la muerte de forma muy natural, sin señales de miedo.

–Quiero que me entierre con este uniforme– y le señaló el traje de gala del Cuerpo de Bomberos.

–Está bien, dentro de 50 años, cuando te murás, te entierro con ese uniforme.

Al día siguiente, el cabo Andrés, de 31 años de vida y cinco de ser bombero voluntario, junto a otros brigadistas de la Estación de Atenas, fue a apagar un incendio forestal en Purires de San Pablo de Turrubares.

Cuando Karol recibió la llamada, estaba en un paseo familiar, al cual Andrés iba a asistir, pero al que faltó por dirigirse a combatir el fuego .

“Teníamos el paseo planeado y todo listo, pero lo llamaron para avisarle del incendio, y los ojos se le pusieron como chispas. Entonces, yo le dije que no importaba, que fuera a hacer su trabajo”, recuerda Karol.

Después, una voz al teléfono se identificó como Héctor Chaves, director del Cuerpo Nacional de Bomberos. Karol comprendió que una llamada del jefe de mayor rango solo podía significar lo peor.

El viento le jugó una mala pasada... el humo lo encerró. Andrés murió asfixiado. Fue el primer bombero caído en el cumplimiento de su deber en los últimos diez años.

Todo en la casa, ubicada en barrio San José de Atenas, evoca a Andrés. Las rosas que sembró, los tres helechos que cuidaba y que decía que simbolizaban a cada una de sus hijas: Milena, de 16 años; Alyssa, de 9, y Sofía, de 5. El sand bag con el que practicaba artes marciales mixtas, la guitarra con la que impartía clases en el colegio Sagrado Corazón, fotos y medallas…

Los de Caño Negro

Una torre de vigilancia de más de 30 metros de altura es la aliada de los bomberos forestales para detectar incendios. Allí se sube Chepón; el panorama le permite distinguir las columnas de humo. Una vez divisado el sector, se calculan las coordenadas y se ensaya una dirección.

Chepón se sube al carro junto con Dimas Guido, otro bombero voluntario, y Narciso, quien es el que maneja.

Conduce a toda velocidad siguiendo el humo, tratando de ubicarse, cortando camino en medio de trechos y terrenos cercados.

Chepón se llama José Galeano, tiene 36 años de edad y 16 de ser bombero forestal. Se dedica al turismo, a manejar lancha y a lo que salga.

“El problema es que algunos quieren vivir de la naturaleza, pero no están dispuestos a protegerla. Yo, que he vivido aquí todo mi vida, sé lo que tenemos y que debemos cuidarlo”, comenta.

Narciso tiene 50 años, y hace seis es funcionario del Sinac; su investidura de guardaparques le da autoridad policial, lo que le permitió increpar a las personas que prendían fuego en el sector de Mónico.

Los culpables eran cuatro peones que hacían una “ quema controlada” –que se salió de control debido al viento – sin los permisos requeridos. Ellos solo cumplían órdenes de su patrón, por lo que no se les detuvo; sin embargo, se le pedirán cuentas al dueño de la finca.

Así empiezan muchos de los incendios, por motivos agrícolas, ya sea para cambio de uso de suelo (convertir un humedal en una zona de pastoreo, por ejemplo) o eliminar maleza…

Sin embargo, la principal causa de los incendios forestales es el vandalismo: personas que quieren vengarse de los guardaparques o de de algún vecino.

También están los provocados por los cazadores , cuya estrategia es prender llamas en algún sector para desviar la atención de los guardaparques, y así poder matar animales en otra zona.

De igual forma, cuando el monte se regenera tras ser quemado, brota un pasto muy suculento para los venados cola blanca, una de las presas favoritas de los cazadores; razón por la cual propician el fuego.

El año pasado, hubo 104 incendios forestales que consumieron 4.017 hectáreas. Este año, ya se registran 21, que han devorado más de 1.800. Los datos solo contemplan los siniestros ocurridos en áreas protegidas.

Solo un 1% fue por causas naturales (rayos que desatan las llamas); el resto se suscitó por desperfectos de tendidos eléctricos, y la mayoría, por mano humana.

La época de verano es la más dura porque se secan las barreras naturales, ríos y quebradas, lo cual facilita la propagación del fuego.

Justo esta semana, se reportaron dos incendios grades, uno en el parque nacional Chirripó y otro en La Cruz, Guanacaste . Un incendio puede tardar incluso semanas en controlarse.

Escoba y machete

Al final, el fuego en el sector de Mónico se controló de forma indirecta, ejecutando una ronda. El mecanismo consiste en chapear alrededor del área en llamas para que el fuego no tenga más combustible (material incendiable) y así no avance.

También se puede apagar de modo directo, con agua, por medio de mangueras, aunque debido a las grandes distancias y al difícil acceso, los camiones no siempre pueden acudir al sitio. Por eso, los bomberos deben cargar en sus espaldas una bomba de unos seis galones de agua, la cual les puede durar unos 15 minutos.

Pero, de todas las herramientas, las más utilizada es la escoba de millo. Los brigadistas la usan para sofocar directamente las llamas; para ello, deben estar cara a cara con el fuego.

Compromiso

Ivannia Martínez dice que realmente nunca ha sentido miedo, pues cuando está en el incendio, la adrenalina la desborda y se siente muy “acuerpada” por sus compañeros.

Su esposo, Willy Dominguez, también es bombero, y además, profesor de inglés en la escuela de Los Andes. Tienen dos hijos.

“Ellos ya saben que cuando hay un incendio, papá y mamá tienen que irse. Ven una columna de humo y nos vuelven a ver, como sabiendo que es nuestra señal”.

Hay muchas parejas de novios, esposos y convivientes en las brigadas de voluntarios; también madres e hijos, y hermanos y primos.

Para ser bombero forestal voluntario, se requiere llevar un curso que dura tres días y medio, una buena condición física, y, sobre todo, compromiso y sacrificio.

El amor por la naturaleza es casi imperativo, así como la valentía.

“Yo no pienso en que me va a pasar algo; yo creo que cuando a uno le toca, le toca . Puede ser en medio de un incendio en el bosque, o en la casa, sentada en el sillón…”, reflexiona Ivannia.

El recuerdo

Sofía fue la única de toda la familia que le dijo a Andrés, su padre, que no fuera a atender el incendio; se lo pidió abrazada a su pierna. Él le explicó que era su deber, y le dijo a ella, a sus otras hijas y a su esposa: “Las quiero ver felices en las fotos”, refiriéndose al paseo al que asistirían.

Sofía, ahora con 5 años, se pone el casco de su padre y dice, convencida, que cuando grande, quiere ser bombera. La noticia no le preocupa a su madre, quien no guarda rencores.

“Él murió haciendo lo que le gustaba. Siempre dijo que el mayor premio que podría tener sería el de partir en un incendio; es un héroe”.

Cuenta Karol que cuando sus hijas pasan por alguna quema, el insoportable y nauseabundo olor que generan las cenizas es, para ellas, causa de alegría: les recuerda a Andrés.