Crónica: La ‘zona roja’ desde los ojos de sus habitantes

Policías adolescentes, trabajadoras sexuales que superan las cinco décadas de edad, Maradona, ejércitos de campesinos y gatos amigos de ratones habitan entre las calles 4 y 10 del centro de San José. Su hogar está cercado por una frontera imaginaria que el resto de la sociedad teme traspasar. Los que están fuera lo ven como una zona de depravación y peligro; los de adentro, como su hogar.

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Dos cuarentas se pelean a puños en El Vergel. Una decena de trabajadoras del sexo se aglutina en la entrada del bar. Hay gritos, madrazos, licor derramado. Ávalos y Valles intervienen, las separan, les aplican una llave para calmarlas.

Una de las protagonistas del conflicto, la más delgada y de mayor edad, termina expulsada del local, con marcas de los puñetazos de la otra en el pecho, y sangre en sus piernas. No se sabe qué originó la pelea.

–Llegamos a tiempo; fue suerte. Esto es así: todo en calma y, por una cosita, se enciende la mecha– comenta Ávalos un poco agitado, luego de controlada la situación.

–Esa es una de las más conocidas acá. Dicen, no sé, que tiene tuberculosis– añade señalando a la desterrada.

–¿Ustedes no deben tener guantes?– le pregunto, intrigado por la sangre.

–Eso es responsabilidad de cada policía.

–¿Y andan?

–No.

A la calle 6, donde ocurrió el pleito, se le conoce como la de “las cuarentas y los asaltantes”, el primero es el código con el que policías como Ávalos y Valles llaman a las trabajadoras sexuales ; los segundos son delincuentes de baja monta, especializados en quitar pertenencias a despistados y borrachos.

Es tarde de lluvia y operativos antidrogas en el centro de San José. En menos de tres cuadras, de forma simultánea y sin haberse puesto de acuerdo, la Policía de Control de Drogas y el Organismo de Investigación Judicial realizan allanamientos en locales donde se venden sustancias ilícitas.

La calle 4, antes conocida como “ Tierra dominicana ” y ahora rebautizada como “la de los negros” es donde hay más “movimiento”, asegura Ávalos, refiriéndose al tráfico de crack .

En esa cuadra, el agente requisa a quienes parecen sospechosos, les pide su cédula y verifica con ayuda de la “base” y por medio de su radio, si tienen un 82 (orden de captura).

Ávalos es su segundo apellido, pero así lo llaman todos aunque su nombre es Johnatan Alvarado. Tiene 28 años, cara de niño, cabeza rapada, cejas delgadas, una esposa y dos hijos. Desde el 2011 está destacado en la delegación de La Merced en el centro de San José. Así, junto a otros 140 policías, vigila el distrito, que va de la calle 4 a la 10, entre la avenida primera y la 9.

La sociedad ha etiquetado a este sector como la “ zona roja ”. Indigentes, drogodependientes, narcotraficantes y trabajadoras del sexo residen en ella. Allí están cautivos, separados del resto de la ciudad por una frontera simbólica.

El sociólogo urbano Loic Wacquant califica este fenómeno como marginalidad avanzada: “Territorios aislados, percibidos cada día más, como purgatorios sociales”.

La compañera de patrullaje de Ávalos es Jannia Valles, una adolescente de Upala de solo 19 años. Lleva el pelo teñido de rojo y uñas pintadas con el estilo animal print.

Ambos tienen un horario “seis por seis”: seis días residen en la delegación, trabajando en jornadas de 12 horas, y otros seis tienen libre.

El hampa

La avenida primera, a un costado del Mercado Central, es la “calle del rejuego”. Allí se venden artículos robados, sobre todo celulares.

De las 465 denuncias de hechos delictivos acontecidos en la zona entre enero y julio, 155 fueron por asalto a un peatón. Los días de más incidencias son los miércoles y viernes, entre 3 p. m. y 9 p. m, y el principal modus operandi es el “descuido”.

El capitán Wílber Solano, jefe de la delegación, es quien me brinda tales índices delictivos.

Solano es un hombre robusto y de semblante serio; parece un oso uniformado y su palabra favorita –al menos la que más utiliza – cuando se refiere a la “zona roja” es “lamentablemente”: “Lamentablemente, hay problemas de drogas; lamentablemente, solo podemos contener el problema…”

Alega el capitán que lo que sucede en la “zona roja” no se resuelve con policías: “hay una descomposición social que debe atenderse de forma interdisciplinaria”. Sin embargo, critica que las acciones sociales desarrolladas son insuficientes. La droga es el detonante de la “descomposición” a la que se refiere Solano. De mayo a julio (datos más actuales), se han hecho 778 aprehensiones, de las cuales 462 fueron por tenencia de sustancias ilícitas: 3.040 piedras de crack , 485 puchos de marihuana y 104 puntas de cocaína.

Pasadas las 10 p. m., las calles empiezan a vaciarse, y los indigentes y adictos que por la tarde se camuflan entre el gentío, quedan expuestos. Uno de ellos camina con un perro de raza samoyedo. Lo anda con correa, pero de pronto lo suelta para que corra por la avenida 7 como si estuviera en La Sabana. El animal es grande, de pelaje blanco y parece un enorme juguete de peluche; el hombre, en cambio, es muy delgado, está sucio y viste con harapos.

El sujeto se llama Ronald Arroyo; su mascota, Dover. Son inseparables desde hace tres años, cuenta Ronald, quien añade, sin detalles, que el can fue un regalo. Dover luce bien alimentado, dócil y alegre.

La agente Valles se acerca donde el indigente y el samoyedo reacciona agresivo, con un fuerte gruñido, en clara defensa de su dueño.

La policía, quien acaba de graduarse de la Academia , habla muy poco. A veces parece que todo la asombra; a veces parece muy acostumbrada.

–¿Le da miedo su trabajo?

–El miedo siempre existe, acompaña a los policías... pero como a mí me gusta esto…

–¿Y por qué le gusta?

– Desde siempre. Mi papá es policía, mis tíos, mis tías... uno lo trae.

Ávalos, por su parte, parece conocer a todos los residentes de la calle. El departamento de Servicios Sociales de la Municipalidad de San José calcula en 1.800 el número de personas en situación de calle en el casco central, 85% son hombres y el 90% del total de estas personas sufre alguna adicción.

El agente asegura que la mayoría son inofensivos, aunque dado su condición de drogodependencia, se pueden poner violentos.

– ¿Hay mucho peligro?

– El trabajo del policía siempre es peligroso.

– ¿Qué dice su esposa?

– Ella también es policía.

– Y usted, ¿qué dice de eso?

–Para las mujeres es más duro: ser mamá lejos de los hijos. Ella tuvo al bebé y a los meses tuvo que destetarlo para irse a trabajar.

Mas ninguno quiere dejar la “zona roja”. Ávalos está destacado ahí y su plan es hacer carrera en la Fuerza Pública hasta ocupar puestos mejor pagados. Su meta es presentar los exámenes de bachillerato que le hacen falta: Estudios Sociales y Matemática, para luego seguir preparándose. Antes de trabajar en la Policía, lo hizo en los supermercados Palí.

Valles, quien también debe el examen de Estudios Sociales, confiesa que le encantaría que la dejaran en su actual puesto, ella aún no tiene nombramiento.

– La zona parece fea, yo sé; pero a mí me gusta...

El águila

Camina sigiloso por los caños y busca comida en los rincones, entre la basura; tiene el don de hacerse sentir solo cuando le conviene.

Ágil y astuto, sobrevive en la “zona roja” pese al desamparo en el que estuvo y a la confabulación de los hermanos Mena de secuestrarlo para luego dejarlo perdido.

– Vea, así a lo legal, yo soy el dueño de ese gato. Lo traje acá y se lo regalé a la gringa que vivía en los apartamentos de al lado, pero la gringa se murió de tanto tomar. Entonces, el gato se vino para acá– me cuenta Antonio Mena Fallas, hijo de la dueña del bar El Águila.

Tras la muerte de quien fuera su cuidadora, el gato buscó refugio en dicho bar y Danny, hermano de Antonio, y encargado del local, lo adoptó para que matara ratones. Mas Misingo, nombre del felino, no resultó ser un buen cazador.

– Ese gato come junto a los ratones, como si fueran amigos de toda la vida. No nos sirve, por eso queremos perderlo– reconoce Antonio.

Misingo ha sorteado su destino y se ha ganado un puesto en el hogar del bar situado en la calle 8. Se pierde entre las mesas y, oculto bajo los manteles, duerme y derrota al frío, solo para reaparecer justo cuando hay un cliente solidario que le regale comida. La cocinera de El Águila relata que hay un señor que todas las noches le da medio vaso de leche y una pieza de pollo.

El Águila es un bar familiar, pese a su ubicación. Así lo aclara Danny: “La gente puede estar tranquila y tomarse la cerveza sin problema pues no hay ningún peligro”.

Uno de los eternos visitantes del bar es el singular Maradona.

– Vea, yo llevo aquí en la “zona roja” 30 años; a mí nunca me echan del bar, soy de la familia .

Maradona es alcohólico, su olor y conducta lo delatan. Su verdadero nombre es Édgar Canales. El mote se lo ganó por su incuestionable parecido a El Diego.

– ¿Por qué vino a la “zona roja”?

– Hay como una especie de fuerza que nos atrae acá, algo, no sé… no nos podemos ir, y si nos vamos, volvemos.

El reloj da las 12 y quedan pocos en El Águila. Misingo, una vez más, se vuelve invisible entre las mesas y termina dormido en una silla vieja, muy cómodo en su casa.

La invasión

Irrumpen y ocupan “la zona roja”. Llegan en manada y conquistan las esquinas, las cuales declaran suyas. Todos se conocen y comparten raíces, oficios y preocupaciones. Aunque llevan décadas de visitar la ciudad, aún se sienten como marineros en tierra. Es un ejército de campesinos que llega en camiones cargados con zanahorias, repollos, papas… casi todos vienen de Cartago.

Son los inquilinos de los alrededores del Mercado Borbón , los que lo nutren de producto.

El primer camión arriba a eso de la 1 a. m. y cambia la dinámica de la zona. El silencio nocturno es roto por las cajas con verduras que son acomodadas en las aceras.

Bernardo Solano Mora, de Oreamuno, estaciona su camión a las 2 a. m. en el parqueo de Almacenes Unidos. Su jornada es una rutina desde 1976 y lo seguirá siendo hasta que “Dios le dé vida”, según él mismo augura. De 58 años y movimientos pausados, todo lo hace con calma: hablar, descargar, saludar...

Se protege del frío con una jacket , una gorra y un termo de café que trae de su casa. Los clientes empiezan a llegar a eso de las 4:30 a. m., trameros del mercado y verduleros que compran al por mayor. Él espera tener todo vendido para las 10 a. m., hora en que emprende su regreso.

“Es difícil para un agricultor estar acá; son ambientes muy diferentes, del campo a la ciudad. No describiría la zona como peligrosa, pero hay que andar despabilado y no dejarse engañar”, comenta, y sostiene que antes, el riesgo era mayor, que la delincuencia ha disminuido gracias a una mayor presencia policial y a las cámaras de vigilancia de la Municipalidad de San José.

Por fuera del parqueo donde está don Bernardo, se levanta una especie de campamento. Son los agricultores, aún soñolientos, que preparan sus puestos para recibir al público.

Dos mujeres venden café, gallo pinto, empanadas, sándwiches..., son la soda del lugar. Los agricultores se agrupan para desayunar. Hay camaradería, amistad y bromas. Solo desentonan en el paisaje ciertos tipos con actitudes sospechosas, de esos que Ávalos y Valles requisarían.

José Soto, otro agricultor cartaginés, me dice que son “artistas”, vendedores y consumidores de drogas. Pero a los campesinos eso no parece inquietarles; están más preocupados por los rumores de que el ayuntamiento planea construir un bulevar justo donde ellos ofrecen su producto, lo que desembocaría –temen– en su exilio. “¿Bulevares?, bulevares hay en Beverlyjilis , acá lo que hay son trillos con piedra”, dice un jalador de carretillo que escuchó la plática cuando pasaba.

Empieza a amanecer y el cielo adopta un color azulado que baña la ciudad. El enorme letrero de la casa de empeños La Cueva sobresale imponente en las alturas.

Entonces se acaban la calma y el silencio. El Mercado empieza operaciones –“lleve el culantro, lleve el culantro”– ; los carros y buses tratan de recuperar las calles, pero “a mil la papa, a mil la papa”, les cuesta dar vuelta porque las verduras les incomodan el paso en las esquinas.

Los vendedores ambulantes arriban para comprar mercancía y luego revenderla en otras esquinas josefinas “tomate, solo bueno, tomate”. Caos, ruido, esmog, olor a verdura. Bernando vende y empaca los repollos, ágil y de prisa.

La ‘cuarenta’

La sombra celeste que cubre sus párpados hace juego con su pantalón color turquesa. Tiene rasgos fuertes, barbilla pronunciada y una mirada de aire maternal. Es morena, de caderas gruesas. Luce muchos adornos: pulseras, collares, pendientes.

Se llama Patricia Aguilar, tiene 53 años y es trabajadora sexual desde hace 40.

No tiene residencia fija: cuando hay dinero, cuando “la calle está buena” –como dice ella–, pasa la noche en una de las pensiones de la quinta avenida; cuando no, deambula por las calles hasta que aparezca el sol, o busca refugio en El Saturno, una discoteca que opera las 24 horas, cerca del parque La Merced.

En ocasiones, el dueño del hotel España la deja quedarse en el corredor, es un tipo buena gente –detalla Patricia –, pero cuando él no está, el riesgo de perder las pertenencias a manos de algún inquilino es muy grande.

Tiene cinco clientes fijos y de ellos depende, pues los esporádicos cada vez son menos. Cobra ¢5.000, más ¢1.000 por el cuarto. Los tipos son trabajadores de San José centro, uno jala carretillo en el Borbón, otro labora en una oficina; el tercero en un taller… La tratan bien, mas siempre debe echarse un pleito para que se pongan el condón, cuenta Patricia.

Camino junto a ella en una tarde soleada por las calles que siempre recorre. La saluda el carnicero, el dependiente de una tienda de ropa, la cajera de una panadería y la cocinera de una soda. La llaman Patri .

–¡Todo el mundo la conoce por acá!

–Sí, papi, toda una vida en la “zona roja”.

–¿Le gusta el lugar?

–Si a usted le gusta un lugar, se queda ahí. Acá a uno lo respetan, lo quieren, no lo humillan– dice Patri antes de contarme que hace mucho no ve a sus dos hijas.

–La primera la tuve a los 15; la segunda, a los 19. Luché sola para sacarlas adelante.

– ¿Y los papás de ellas?

–Nada de eso, papi; yo sola. Me ha tocado una vida muy dura. Me vine de la zona sur a los 13 años, a buscar a una hermana. No la encontré y me quedé en la calle, muriéndome de hambre.

En la “zona roja” hay unas 150 mujeres que se dedican al trabajo sexual, algunas hacen las de Patricia: caminar por las aceras a la espera de un cliente; otras (la mayoría) lo hacen en alguna de las cuatro pensiones o cinco bares que funcionan como prostíbulos. Hay desde menores de 18 años hasta mayores de 60, costarricenses y extranjeras. Así lo explica Nubia Ordoñez , coordinadora de la asociación La Sala, organización que se dedica a mejorar la calidad de vida de las trabajadoras sexuales.

Su oficina queda en calle 8 y las funcionarias de La Sala visitan los locales y reciben a las mujeres para darles orientación y un café.

“En muchas ocasiones, es la necesidad la que lleva a las mujeres a tomar la decisión de ser trabajadoras del sexo; casi todas son madres que no consiguen empleo en otra cosa”, relata.

Las tarifas oscilan entre ¢3.000 y ¢10.000, más el costo del cuarto.

Nubia, una trabajadora sexual retirada, resalta que la intención de La Sala es defender la dignidad de quienes optaron por tal oficio y combatir su discriminación.

Patri ha asimilado el mensaje: dice no sentir vergüenza por lo que hace, aunque confiesa que le gustaría un trabajo que le permitiera tener techo fijo.

– A mí no me gusta que me traten de pobrecita; nada de eso, papi, olvídese. Los viernes y sábados puedo hacer hasta ¢30.000. Eso lo rindo para los días en que no hay nada. Pero, le soy sincera, hace tres semanas que no tengo un día bueno.

– ¿Hasta cuándo va a estar acá, en la “zona roja”?

– Vieras que yo misma me he preguntado eso… hasta que me muera.