¿Vieron que podía reducirse el hacinamiento carcelario?

Las razones que explican la reducción son fundamentalmente dos, pero nos tomó 10 años, lo cual es escandaloso

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A finales del 2014, según datos del Ministerio de Justicia y Paz, el hacinamiento carcelario llegó al 52%. Tiendo a pensar que no existía conciencia de la crisis humanitaria. De acuerdo con los más recientes informes, la cifra cayó por debajo del 10%.

Es una noticia alentadora, pues las cifras que alcanzó el país eran vergonzosas para una sociedad democrática. Llegar a este punto ha tomado, sin embargo, muchísimo tiempo. Ahí se encuentra, quizá, la primera y más valiosa lección.

Las razones que explican la reducción son fundamentalmente dos. La primera es la construcción de cuatro centros penales abiertos en los últimos ocho años y, la segunda, la todavía tímida incursión en materia de sanciones alternativas que, en el caso del monitoreo electrónico, representa unas 2.000 personas menos encarceladas.

Ahora bien, por buena que sea la merma en el hacinamiento, sobre todo, para quienes en los próximos días deberán asumir la dirección política del sistema penitenciario, no es posible ocultar otras circunstancias que desnudan las dificultades que conlleva la administración carcelaria.

Si no se corrigen los problemas estructurales, dentro de pocos meses la mejora empezará a revertirse. Hay reformas amontonadas que deben impulsarse —en este cuatrienio no se consiguió ni una sola modificación legal al ordenamiento jurídico—, como lo son la ley de ejecución penal, la revisión de la vigilancia electrónica, el replanteamiento del fracasado enfoque punitivista contra el tráfico de drogas o la recuperación de una política penitenciaria a largo plazo.

La gran ventaja con la que contaron los dos gobiernos anteriores estuvo en que, en materia de infraestructura, sus predecesores dejaron obras significativas muy adelantadas. Ahora no las hay, al menos no de aquella envergadura.

Por otro lado, tampoco puede desestimarse que existen varios módulos en distintas cárceles que deben ser demolidos porque están prácticamente inhabitables.

Las altas tasas de prisionalización son un fracaso tanto moral como económico y social. Que haya mucha gente encerrada supone una derrota ética para toda sociedad liberal.

Sus costos, en términos puramente monetarios, son elevadísimos, y su potencial para reproducir la violencia y la exclusión queda fuera de toda duda.

Me cuesta creer que la actual ministra haya dicho a un medio de comunicación que si queremos mantener el ritmo de encarcelamiento necesitamos dinero, intuyo yo, para seguir abriendo prisiones.

Es el peor abordaje. Debemos convencer a la ciudadanía de que el encarcelamiento nos perjudica. Que el país más seguro no es el que más encierra, sino el que menos cárceles necesita. No es buenismo, sino sentido común.

Aprovechemos el paso al frente, pero, sobre todo, aprendamos del pasado para no repetir los errores. Tener menos de un 10% de hacinamiento carcelario —con todo y los matices que habría que hacer por cada centro y por cada módulo—, especialmente en el contexto regional, es una victoria colectiva. Volver a lo ocurrido a finales del 2014 sería una tragedia.

Tortuoso camino

En la administración Pacheco de la Espriella, la sobrepoblación carcelaria estaba en números negativos. Sin embargo, durante el gobierno Arias Sánchez, al calor del fuerte deterioro que experimentaron los índices de inseguridad —lo cual hizo, según datos oficiales, que la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes pasara de 8,08, en el 2006, al 11,51, en el 2010—, se promovieron reformas legales que más tarde pasarían una alta factura.

La aprobación de la ley de flagrancia en el 2009 —que elevó las penas de los delitos patrimoniales— y la permanente criminalización de los estratos más bajos del comercio de drogas dispararon, como era de prever, el encarcelamiento masivo. El Congreso, sin embargo, no pudo verlo. Y no lo vio porque el endurecimiento del sistema penal que ofrecía menos violencia, de entrada, no se hizo acompañar de los recursos para más construcciones ni para contratar personal penitenciario. Una paradoja, porque cárceles pobladas y descontroladas son, más bien, garantía de más violencia.

En la administración Chinchilla Miranda se aprobó un préstamo del BID para, entre otras cosas, construir centros modelos dedicados al estudio y el trabajo. Así, con los fondos en la mano, en el cuatrienio de Solís Rivera se diseñaron y levantaron las llamadas Unidades de Atención Integral de Alajuela, Pérez Zeledón y Pococí, y se obtuvo el presupuesto para un nuevo penal en La Reforma que, aunque su finalidad fue modificada —originalmente se pensó en una cárcel para mujeres— pudo concluirse, después de incontables retrasos, en el actual gobierno.

Entiendo que la administración Alvarado se congratula por los números más recientes, pero —egos aparte— el simplismo es abochornante. Este repaso lo que demuestra es que disminuir el hacinamiento nos ha tomado casi 10 años y que para conseguirlo se necesitaron tres administraciones. Es escandaloso.

mfeoliv@gmail.com

El autor es miembro del Subcomité de las Naciones Unidas para la Prevención de la Tortura.