¿Qué pasaría si el saber cotidiano incluyera el futuro?

El ser humano no sería capaz de dar su primer paso si supiera todo lo que este desencadenaría, ¿o sí?

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¿Qué sería del ser humano si en sus palmas palpara los hilos del porvenir? ¿Qué sería de este si el mañana no fuese tan difuso como un ayer no recordado? ¿Sería el mismo Edipo de Yocasta si su destino le hubiera sido susurrado al oído por un Tiresias no tan distante?

Se dice que el saber no es más que el conocimiento (pleno o no) del entorno circundante; una observación pura de lo que las bóvedas llorosas le permiten percibir al bípedo implume.

Edipo, confiado de ello, camina por Tebas como rey, sin saber que en en sus venas corre la sangre de un verdadero príncipe y en su mañana yace un ciego en las arenas desterrado.

Así camino yo, también, aunque la noche se inmiscuya en mis abrigos. Y así camina usted, quien me lee. Pero la cuestión clara de este artículo es el qué sería una cuestión digna de aquel que cayó al pozo mientras la sierva reía. Hoy, usted y yo, veremos las estrellas.

¿Qué pasaría si el saber cotidiano incluyera el futuro? Esa, pues, es la definición arquetípica de Tiresias. La adivinación convierte el saber del hoy en el saber del porvenir y, de la mano de ella, Creonte no habría tenido que ir hasta Delfos, pues ya sabría cuál sería el veredicto.

Pero, antes de ello, Edipo habría evitado asesinar a Layo, consciente de que este era su propio padre, así como evitaría a toda costa desposar a su progenitora. Pólibo, a su vez, intervendría en todo esto para evitar el caos, antes de su muerte, claro está. Y si retrocedemos aún más, Yocasta y Layo se habrían asegurado de asesinar a Edipo antes de que toda la tragedia se desatara.

Retroceder. Grosso modo, si cada persona supiera cuál es su siguiente paso, tal vez no estaría dispuesta a darlo. Aún más, si de intrepidez se halla lleno usted lector, podría animarse a decir que, ante todo, el ser humano no sería capaz de dar su primer paso si supiera todo lo que este desencadenaría.

Así como Aquiles, al competir con la tortuga, el primer paso hacia la infinidad resulta inasequible para el ente racional. Esto, claro, si se hablara de un individuo capaz de influir en el destino.

Si, por el otro lado, este supiera su destino, mas no fuese capaz de intervenir en él, se hablaría entonces de una marioneta de los hilos de las moiras. «Haga esto», «diga aquello»; una vida con un sentido aparente, mas carente de toda belleza, de toda pasión por ser vivida.

Edipo, impotente, se resignaría a matar a su padre con la total certeza de que es su padre; vería a la esfinge como a una vieja amiga mientras responde su acertijo, y pasaría por su vida como un espectador más que como un protagonista.

Edipo sería otro Sísifo, pero sin haber engañado a la muerte. Y, desterrado, sería condenado a vagar por las tierras mientras sus agujeros oculares se desangran.

El misterio común. Por eso, la adivinación resulta intangible para un humano ordinario. La total claridad del futuro priva a la vida del misterio fundamental y la limita a un estado de putrefacción intolerable, un estado digno de la tragedia de Sófocles.

Allí, en el lugar donde la tinta y la carne son una, es donde al ser se le permite leer su propia biografía, aunque su final sea funesto o de un cuento de hadas. Pero aquí, donde las letras se quedan en este papel y la carne en quien lo lee, el mañana es inteligible hasta cierto punto; sin embargo, es tangible solo cuando el disco solar se alce en vuelo otra vez y las arenas caídas reanuden su cuenta.

El saber mundano, por el otro lado, es un bien de todos, para todos. Engañoso como ninguno, pero tanto un solipsista cualquiera como un Descartes que pronuncia su famosísimo cogito ergo sum, ambos recaban en un saber incipiente, mas fundamental.

Y es que usted, yo, esa Tracia que ríe y el filósofo que observa, todos somos capaces de poseer este saber. No obstante, recuerde, aunque miremos un periódico, al suelo o a las estrellas, todos estaremos por siempre ciegos ante el futuro (o, por lo menos, miopes en un alto grado). Somos, sin duda alguna, humanos.

saul.sa2704@gmail.com

El autor es estudiante de Economía.