Guido Sáenz, mi padrino

Entusiasta cuando encontraba quien escuchara sus sueños de atlante, nunca se conformó con lo pequeño

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Intenso, incansable, agudo, iracundo, impaciente, amoroso, músico de corazón, apasionado… así conocí a Guido Sáenz González, mi padrino. Enamorado de la belleza clásica, reconocía los destellos de la genialidad cuando los tenía enfrente.

Entusiasta cuando encontraba quien escuchara sus sueños de atlante, nunca se conformó con lo pequeño. Su espíritu creador vivió agitado en un cuerpo que lo obligó a vivir en este mundo demasiado estrecho, programado, predecible, apático. Su ira era su desfogue. Lo entiendo muy bien. La resonancia con el arte siempre nos unió.

Hace muchas décadas le pedí a Guido Sáenz que me permitiera trabajar como secretaria de la Orquesta Sinfónica Nacional mientras cursaba la carrera de Filosofía en la Universidad de Costa Rica. Sabía que ahí se fundían los talentos traídos de varias partes del mundo.

Se había propuesto profesionalizar la música sinfónica y lo logró con el apoyo del entonces presidente José Figueres. Me atraía formar parte de ese ambiente sin fronteras culturales donde norteamericanos, latinoamericanos, europeos y rusos se entendían mediante el lenguaje universal de la música.

La sede del Teatro Nacional era el marco que se requería para transportarnos a la dimensión de lo onírico, de las armonías sonoras que atrapaban presencias idas de este plano hace mucho tiempo: Beethoven, Mozart, Chopin y tantos más. Vivíamos en medio de los gigantes de la creación, esos que no le tienen miedo a la inmensidad de la vida. Guido Sáenz buscó toda su existencia vivir rodeado de esa grandeza.

Siempre sentí que toda su presencia irradiaba la tradición clásica, tanto de la música, como del teatro, la pintura y la escritura. Navegó por casi todos los lenguajes del arte para salirse de los límites de su piel. Visitó los epicentros de la cultura del planeta para saciarse de sus anhelos.

Irradiaba la energía cargada de sus ídolos, veneraciones y fobias también. Por eso, le conocí la más pura lucidez e intuición como la más turbulenta irracionalidad. De ese río caudaloso de emociones y pasiones nacieron sus museos, parques, teatros, orquestas y demás obras que dignifican al país. Transmutó su carácter en romper moldes e incitar a lo sublime.

En lo familiar, su presencia jamás nos impidió llamarlo cariñosamente Guidito. Para mi madre y para mis hermanos fue un ser entrañable por solidario, generoso, divertido, teatral y ajeno a todo lo convencional y mediocre.

Mi madre, Nydia Lang González, su prima hermana, fue para él como el regazo, el amparo de la tierra. Y, junto con su hermana, la exquisita pintora Flora María Sáenz, formaban un trío familiar que más allá de la sangre que los unía era un pacto de nobleza, de hermandad que contenía la genética de varias generaciones atrás.

El origen de este linaje viene de las Islas Canarias y tiene un halo de misterio, pues, como me decía mi abuela Bertha, tía de Guidito, ellos provenían de los atlantes, sobrevivientes del continente perdido.

Luisa González, su madre, fue mi primera maestra de Pintura, y en el estudio de su casa, lleno de claroscuros, pinceles y colores, percibí el ancestro profundo plasmado en óleos y vitrales luminosos.

Agradezco a mi madre haber elegido a Guido y a Flora María como mis padrinos. Ellos representan una vida dedicada al arte. Sin duda, esa exhalación continua de visiones surrealistas, naturalezas vivas cargadas de sensibilidad plástica, partituras de Chopin en la sala de su casa donde un piano de cola guardó siempre las memorias juveniles de un gran concertista, se fijó en mis células desde niña.

En México, donde vivo hace muchos años dedicada a fomentar la creatividad en los jóvenes del arte escénico, continúo la tradición con la claridad de que este mundo sin los grandes sueños de los creadores nos queda a todos demasiado pequeño para albergar el vuelo del espíritu.

La autora es filósofa.