¿Dónde están los libros?

Cuando el sistema educativo descansa en la oferta familiar de recursos, perpetúa las diferencias socioeconómicas de origen del alumnado

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El «8.º Informe Estado de la Educación» llevó a discutir, entre los problemas de la educación nacional, el dominio de la lectura. Abundan en los medios artículos, entrevistas y debates, intensos y críticos. Un tópico reiterado es el desafío de su rotundo capítulo 3: la impostergable necesidad de mejorar la competencia lectora del estudiantado para mejorar sus aprendizajes. Pruebas de esta debilidad sobran, pero basta con ver los magros resultados de Costa Rica en la prueba PISA entre el 2010 y el 2018.

Notemos que leer no es una actividad natural para las personas. Dado que un sistema de escritura es un código de segundo nivel, construido sobre el lenguaje oral, no se adquiere espontáneamente por convivir e interactuar con otros hablantes de la lengua. Debe enseñarse de modo intencional y sistemático.

En las sociedades modernas, este es el gran objetivo de la educación formal. Hoy como nunca en la historia se espera que la competencia lectora sea universal, que la adquiera toda la población y tenga un nivel alto para que las personas sigan aprendiendo de por vida.

Una buena competencia lectora es esencial para que quienes viven en sociedades letradas logren el pleno desempeño personal, social, laboral y ciudadano. Para la niñez, aprender a leer es un logro clave porque es el sostén del éxito escolar futuro, la vía de acceso a los conocimientos que deberá adquirir en todas las asignaturas, para lo cual debe lograr leer con autonomía, fluidez y comprensión de lo leído. Esto es «leer bien».

Leer bien tiene efectos cognitivos más allá de extraer significado de un texto. Quienes leen bien se motivan y leen más, por lo cual, como resultado acumulado, adquieren aún más conocimientos en variados campos. Por esto, la escuela pública debe enseñar a leer muy bien a los niños, pues en ello se juega su desarrollo individual y su integración a la sociedad con equidad.

Tan crucial es esta destreza que el Banco Mundial creó un indicador de calidad de la educación llamado índice de pobreza de aprendizajes, que mide el porcentaje de niños de 10 años que no pueden leer y comprender un texto simple.

Pero si la lectura es medular, ¿dónde están los libros, incluido todo material impreso en soporte físico? ¿Dónde están, en aulas y escuelas, los recursos necesarios para enseñar y cultivar la lectura?

La familiaridad con los libros es vital para motivar a leer. Esa necesidad no se suple con textos digitales, pues, aunque útiles, estudios neurocientíficos prueban que no sustituyen los textos físicos en cuanto a comprensión y retención de lo leído. Tampoco la escuela debe esperar que las familias compren libros, pues ello depende de los ingresos y el clima educativo del hogar. Cuando el sistema educativo descansa en la oferta familiar de recursos, perpetúa las diferencias socioeconómicas de origen del alumnado.

El Estado de la Educación señaló la falta de recursos en aulas y la bajísima cobertura de las bibliotecas escolares. De 3.723 centros de primaria, tienen biblioteca apenas 593 (un 16 %), concentrados en la meseta central. Estas se encuentran en estado mediocre y su acervo de libros es muy bajo. El 67 % cuenta con dos, uno o menos de un libro por estudiante. Solo un 5 % posee más de 10 libros por estudiante, el mínimo fijado por el MEP.

¿Hay estándares mundiales? La Asociación Internacional de Lectura planteó ya en 1999 su posición e indicó que, estimando 180 días por año lectivo, un estudiante debe elegir un libro nuevo para leer al día. El promedio da siete por estudiante en la biblioteca del aula. Las bibliotecas escolares deben tener, como mínimo, 20 libros por alumno para posibilitar que cada uno lleve varios a su casa en cada visita a la biblioteca. Recomienda además que se sumen —al año y por estudiante— un libro nuevo a la biblioteca áulica y dos a la escolar para mantener las colecciones actualizadas.

Estamos lejos de esas metas. Pero a ellas debemos acercarnos por el bien del estudiantado. Brindémosle libros y más libros, adecuados a cada edad, variados en temas y formatos, de ficción y no ficción, atractivos, desafiantes… A diferencia de otras propuestas, esta es accesible, fácil de ejecutar y económica en relación con sus grandes beneficios.

¿Alguien aprende y progresa en fútbol sin bola? ¿Aprende y avanza como pintor sin acuarelas, óleos, crayones u otros pigmentos? ¿Por qué entonces pretendemos que alguien aprenda y se convierta en buen lector y ciudadano —comprensivo, sensible, informado, crítico— sin libros?

anamariarodino@gmail.com

La autora es lingüista y educadora.