Doña Inés nuestra de cada día

Como veíamos a doña Inés de lunes a sábado, la empezamos a considerar un personaje simbólico de nuestras familias

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Posiblemente a las jóvenes generaciones se les haría difícil comprender lo que significó, medio siglo atrás, la televisión en la vida cotidiana de los hogares costarricenses. No en todas las casas existía ese aparato tan pesado como un mueble, sostenido por cuatro patas, que contenía en su interior un engranaje de bulbos y espirales.

Sus imágenes en blanco y negro nos despertaban emoción. Allí encontrábamos series que nos hacían evadirnos, como Señorita Cometa, Bonanza, Perdidos en el espacio, Los Picapiedra o Hechizada. Y, en medio de esos productos televisivos, casi todos provenientes del extranjero, se encontraba una mujer que nos acercaba al contexto del día a día con consejos, recomendaciones médicas, recetas de cocina y una afable sonrisa. Se llamaba doña Inés Sánchez de Revuelta.

No es mi pretensión hacer una biografía de ella, y mucho menos plantear conclusiones sobre su legado cultural y educativo. Sencillamente, deseo evocarla con los ojos de un niño de la década de los setenta, cuando solo había cuatro canales en la entonces conocida como pantalla chica. Fue una época en la que la programación se iniciaba al mediodía y terminaba alrededor de las diez u once de la noche.

Encontrábamos a doña Inés de lunes a viernes en Teleclub, transmisión que comenzaba con esa música que se nos hizo familiar, como un presagio alegre de la tarde. No comprendía la totalidad de los contenidos de cada uno de los segmentos, pero esa voz cristalina, clara, caracterizada por la dicción perfecta, y su sonrisa franca, ojos vivaces y la cabellera negra que caía sobre sus hombros eran parte del acontecer hogareño.

Y los sábados la volvíamos a ver en Las estrellas se reúnen, una emisión televisiva de artistas musicales costarricenses y extranjeros. Allí estaba doña Inés, finamente ataviada para el fin de semana, al lado de figuras que escuchaban nuestros padres en la radio o discos de acetato. Se podía pasar desde una agrupación como Los Hicsos o una cantante juvenil como Jenny Castillo a otros artistas de gran impacto internacional, pensemos en Camilo Sesto o la Sonora Santanera.

Como veíamos a doña Inés de lunes a sábado, la empezamos a considerar un personaje simbólico de nuestras familias: era como una tía televisada que ofrecía recomendaciones para sanar una dolencia, hablar sobre cultura japonesa o presentar a un esperado personaje de la farándula.

Solo una vez la vi personalmente. Yo era muy niño, creo que fue en la avenida central. Mi madre me la mostró, y debo confesar que me asombró constatar que era de colores, pues yo solo registraba su imagen en blanco y negro.

A medida que nos convertimos en adolescentes, y luego en adultos, sobrevinieron cambios inconmensurables en el contexto cultural. Aumentó la cantidad de televisoras nacionales, desaparecieron las antenas de los techos de las casas, llegó la programación por cable y apareció la internet, no solo para facilitar la comunicación y desarrollar nuevas oportunidades de acceso al conocimiento, pues también se transformó en un medio para entretener a la gente.

Irrumpieron las plataformas en televisión como Netflix, HBO Max o Disney Channel… y doña Inés continuaba allí, con esa sonrisa, como un ser que, sin perder su esencia, se ajusta a los cambios generacionales. No en vano le entregaron, en dos ocasiones, el récord Guinness por mantener un programa educativo de televisión por más tiempo a lo largo de la historia.

Resulta admirable la presentación ficticia de Teleclub, en el año 2050, junto con los actores de la Media Docena. ¡Qué asombrosa capacidad de reírse respetuosamente de la sociedad al mencionar la tala indiscriminada de bosques o la venta de repuestos humanos! Y, por supuesto, qué maravillosa posibilidad de reírse de sí misma. Eso solo lo hacen los seres sabios y plenos.

No sentía que doña Inés envejecía, pues siempre fue vital y supo mantener el diálogo con su tiempo. Ha de ser por ello que nunca percibiremos que partió, pues evocaremos su voz como el pan fresco de cada día, que humeante y cálido alumbró la mesa de nuestra infancia.

autorcarlosrubio@yahoo.com

Profesor en la UCR y la UNA.