Editorial: Secretos y vacunas

Las razones de las cláusulas de confidencialidad pueden disgustarnos o podemos entenderlas como práctica común de la industria, pero sin ellas no habría contrato ni tampoco vacunas. Para suerte del gobierno, sobre el cual habría caído una avalancha de sospechas, Pfizer dio su consentimiento para revelar un dato fundamental: el precio

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Estados Unidos, la Unión Europea y el programa Covax, de la Organización Mundial de la Salud, firmaron cláusulas de confidencialidad con los grandes fabricantes de vacunas contra la covid-19. El resto del mundo hizo lo mismo y nuestro país es, apenas, uno de los más modestos contratantes.

Las razones de las cláusulas de confidencialidad pueden disgustarnos o podemos entenderlas como práctica común de la industria, pero sin ellas no habría contrato ni tampoco vacunas. El circo legislativo nacional se rehusaba a comprenderlo y estuvo a punto de aprobar una moción para citar a representantes de Pfizer a explicarse.

Alguien les habló al oído y los diputados desistieron de su pretensión de poner en jaque a la empresa —como si pudieran— exigiéndole referirse a «los procedimientos, negociación, cláusulas y demás actos que dieron lugar a la suscripción del contrato de fabricación y suministro de la vacuna contra la COVID-19, entre Costa Rica y Pfizer-BioNTech, y la cláusula de confidencialidad contenida en dicho contrato».

Luego del misterioso llamado a la sensatez y una contundente respuesta de la compañía, el proponente quiso echar el texto de la moción al olvido y aseguró que la única intención era preguntar si es posible adelantar las entregas. Es una explicación tan absurda como la moción original porque entre las informaciones amparadas por la cláusula de confidencialidad está la referida a los envíos.

Las farmacéuticas, según jirones de información filtrados por error o la revelación parcial de algún contrato —como el de la Unión Europea con la firma alemana Curevac— se cuidaron de no atarse a fechas inamovibles. Solo aceptaron hacer cuanto estuviera a su alcance para alcanzar las «metas» establecidas en los contratos, pero no quieren transmitir al mundo noticias de tanta precariedad.

La disposición vale para Europa y, desde luego, para la pequeña Costa Rica. Por eso las entregas de Pfizer varían en cantidad y durante unas semanas de enero fueron suspendidas unilateralmente. En consecuencia, la segunda versión de las intenciones de nuestros diputados los habría sometido al mismo ridículo. Ateniéndose al contrato, si es similar a los firmados con otros países, Pfizer pudo haber dicho «haremos lo posible» o, más probablemente, «no discutimos en público sobre el cronograma de entregas». No obstante, la empresa accedió a informar a los diputados su intención de entregar 319.000 dosis más este mes, 2.355.210 al cierre de setiembre y 1.434.420 al concluir diciembre. Advirtió, eso sí, que lo números y fechas podrían variar.

El secretismo no goza de simpatías y en nuestro país debe ser la excepción, no la regla, sobre todo cuando se trata de la inversión de fondos públicos, pero puestos a optar entre el rechazo a la cláusula de confidencialidad aceptada en todo el mundo y la vacuna, solo un necio pasaría por alto la excepcionalidad del caso.

Para suerte del gobierno, sobre el cual habría caído una avalancha de sospechas, Pfizer dio su consentimiento para revelar un dato fundamental: el precio. Costa Rica pagó unos $12 dólares por dosis. Estados Unidos canceló $19,50 y la Unión Europea, $14,80, según datos revelados por el error de un funcionario belga.

Las farmacéuticas exigen discreción sobre el precio para conservar ventaja negociadora y evitar escándalos como el ocurrido cuando se supo la diferencia de precios entre Estados Unidos y Europa. La práctica no carece de críticos, pero, de nuevo, son reglas del juego sobre la cuales Costa Rica no tiene la menor injerencia.

En muchos casos, las cláusulas de confidencialidad también cobijan, según se ha logrado saber, exenciones de responsabilidad y hasta la prohibición de reventa o exportación de vacunas. El flanco abierto a la crítica en el primer caso es obvio. El segundo invita a preguntar por qué un país debe pedir permiso antes de donarle el fármaco a otro.

Las disposiciones citadas, así como la reafirmación de la propiedad intelectual, protegen intereses de las empresas. Todas tienen críticos y se prestan para un fascinante debate académico pero, a corto plazo, necesitamos las vacunas y es una suerte haberlas comprado a menor precio que el pagado por otros aunque no sepamos si a Haití le costaron todavía menos. El circo político debe inventar otro acto.