Editorial: La inaceptable invasión de Ucrania

Bajo ningún concepto es tolerable la flagrante violación de otro Estado, con su pavoroso costo en vidas. Las pretensiones imperiales de Putin deben ser frenadas con unidad y firmeza, aunque reclame sacrificios

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Hasta octubre del pasado año, cuando los servicios de inteligencia estadounidenses alertaron sobre el inicio de movilizaciones militares rusas en la periferia de Ucrania, resultaba impensable una invasión de ese país, una exrepública soviética que, como otras, se separó del fallido imperio comunista en 1991. ¿Cómo, a estas alturas de la historia, se le ocurriría al gobernante de una potencia violentar el concepto de respeto a la soberanía e integridad territorial de los Estados, principio básico de la convivencia internacional, desatar el peor conflicto bélico en Europa desde la Segunda Guerra Mundial y abrir una caja de Pandora de muertes, destrucción, represalias y tensiones geopolíticas exacerbadas?

Ya para entonces Vladimir Putin parecía haber construido en su mente una respuesta. En ella, puso a un lado, con total irresponsabilidad y desdén por la vida, estas y otras terribles consecuencias. La concentración de tropas y una gran parafernalia bélica continuó sin cesar y se extendió también a Bielorrusia, cada vez más sometida a los designios de Moscú. Así, lo impensable se convirtió en posible. Muy pronto, pese a las negativas del autócrata ruso, una cadena de ingentes gestiones diplomáticas de Estados Unidos y sus aliados europeos, y reiteradas advertencias sobre graves consecuencias económicas, la intervención se volvió inminente.

El jueves en la madrugada sucedió lo peor posible: aviones, helicópteros, misiles, tanques, vehículos blindados y miles de soldados se volcaron masivamente sobre el territorio ucraniano, en una operación brutal sin precedentes en siete décadas. Las bajas militares y civiles han comenzado a acumularse ominosamente, aunque aún no existen cifras confiables. La destrucción se extiende más allá de los objetivos militares o logísticos. La impotencia del gobierno democrático de Kiev es patente ante la superioridad rusa. Aún así, la resistencia ha sido férrea y el avance de los invasores ha debido reducir su ímpetu, aunque ya han llegado a la capital.

El objetivo inmediato parece ser derrocar al presidente Volodimir Zelensky y el resto del gobierno, e instalar un grupo títere que siga las instrucciones rusas. Además, existen fuertes indicios de una verdadera campaña de aniquilación contra líderes democráticos, y el uso de quintacolumnistas en las fuerzas de seguridad y la administración para minar su capacidad de resistencia.

Pero lo anterior es solo parte de una pretensión aún más perversa: convertir a Ucrania en un títere moscovita, incluso desmembrarla como unidad nacional y asimilarla a Rusia, sea en todo o en parte. Y este, a su vez, forma parte de un designio geopolítico imperial que también pretende limitar la soberanía de los países limítrofes, en particular Polonia y las repúblicas bálticas de Lituania, Estonia y Letonia, anexadas por el dictador Josef Stalin a la Unión Soviética, y que hoy, a diferencia de Ucrania, forman parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

Ninguno de estos ímpetus es aceptable y deben rechazarse con todo vigor. Ni la OTAN ni el resto del mundo deben permitir que Ucrania se convierta en moneda de cambio para apaciguar a Putin. Sería premiar al agresor y desconocer los legítimos derechos de los ucranianos y, más aún, solo serviría para estimular los demás objetivos de dominio que este pretende.

Es por lo anterior que, en ausencia de una intervención militar salvadora por parte de los aliados, que está descartada, se debe acudir a sanciones totalmente disruptivas, que penalicen directamente a Putin, su camarilla y aliados, golpeen severamente las columnas vertebrales de las finanzas y economía rusa, reduzcan drásticamente su capacidad de obtener tecnología de punta y aíslen al régimen en todo lo posible.

Rusia tiene a su favor el arma de la riqueza petrolera, de suplir a Europa con alrededor del 30% del gas que consume, y de producir gran cantidad de granos y minerales con alto valor. La invasión ya ha implicado un aumento de precios de todos estos productos y ha afectado al resto del mundo. Además, no puede descartarse que sean utilizados deliberadamente como arma de presión; ya ha ocurrido en otras oportunidades. Ante esta posibilidad, las potencias occidentales no deben ceder un ápice en su estrategia de sanciones, que cada vez deben ser más severas: mejor padecer algunas privaciones inmediatas que dejar impune al agresor.

Lo anterior ya se está produciendo, y el viernes tanto Estados Unidos como la Unión Europea anunciaron una segunda y severa ronda sancionatoria, que aún no agota las opciones posibles. También la OTAN, y el gobierno estadounidense en particular, han tomado la decisión de reforzar su presencia en los países miembros fronterizos con Rusia, que son los más amenazados. El compromiso de que el ataque contra uno de ellos se considerará como un ataque contra todos, debe prevalecer sin fisuras.

Con 22 años de controlar el poder en Moscú, Putin, el autócrata, el paranoico, el invasor, el arbitrario y el desdeñoso, cada vez más aislado de su pueblo, no cesará en sus delirantes sueños de dominio. Hay que obligarlo a abandonarlos, a sabiendas de que el despertar implicará enormes esfuerzos, decisión y, sin duda, también sacrificios.