Un problema de diglosia

Hemos llegado al punto en que el idioma, usado con propiedad y prolijidad, es considerado signo de algún peligroso desequilibrio mental, algo que urge combatir.

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Digno de ser consignado. Hoy fui a ver a un nuevo psiquiatra. El doctor Pérez, digno custodio del fuego de Hipócrates. Trabaja en una miserable oficinilla en el ruinoso, laberíntico Hospital Calderón Guardia. Pasé una buena media hora explicándole las sensaciones asociadas a mi depresión. Pensé que era crucial describir con precisión satelital el sentimiento de opresión que me embargaba. Después de todo, un tumor se puede palpar, ver, medir, tipificar. ¡Pero una depresión! La exactitud del lenguaje y las metáforas empleadas para caracterizarla –que ya implican un considerable esfuerzo de verbalización y autoanálisis– me parecen ser una ineludible condición de posibilidad para su alivio. Así que escogí las más elocuentes metáforas, el léxico más focal, las imágenes más plásticas de que fui capaz.

El doctor Pérez tomaba entretanto notas. No me alzó a ver una sola vez mientras yo glosaba. Al terminar mi monólogo puso por fin a un lado el lápiz, se quitó los anteojos y me miró con expresión neutra, los ojos inmóviles, más cuadrados que esféricos. El silencio se hizo francamente incómodo. Después de mucho ponderar la mejor forma de abordarme me dijo:

“Señor Sagot, déjeme preguntarle: ¿usted siempre habla así?”

“Sí, doctor”.

“¿Se ha usted oído hablar alguna vez?”

“Muchas, doctor”.

“¿Tiene usted conciencia de la manera en que se expresa?”.

“Perfectamente, doctor, yo soy escritor”.

“¿Y siempre habla así, o lo está haciendo solo conmigo?”.

“No, doctor, esa es mi forma de hablar, es un traît de caractère”.

“¿Un tré de qué?”.

“No importa”.

“La gente normal, quiero decir, la gente psicológicamente equilibrada se expresa de otra manera”.

“¿De otra manera?”.

“Sí, usted sabe, con palabras menos rebuscadas, yo no sé, más llanamente”.

“No sé si le entiendo, ¿quiere usted que describa mi depresión con expresiones como ‘vengo agüevado’, ‘estoy feo’ o ‘me siento hecho una costra’?”.

“Pues, no necesariamente, pero la cosa es que no usan tantas palabrillas “de domingo”.

Lo que no le dije es que para mí la exactitud y la elocuencia no son cosas “de domingo”. Se usan entre semana también. Esto es, si el hablante tiene el “vestuario” para hacerlo.

El doctor Pérez volvió a guardar silencio. Ahora no podía disimular su preocupación. Creo que suspiró y me miró con algún matiz de piedad. De pronto arrancó una hoja de papel a su libreta y procedió, con trazo vigoroso, a ilustrar su diagnóstico:

“¿Ve usted esta línea? Esa es su baseline (sic). Los cuadros maniaco-depresivos agudos lo ponen a usted a subir y a bajar. Cuando usted está maniaco se sube así, ¿ve?, así, así, así… hasta arriba. Cuando se deprime comienza a bajar así, así, así… hasta que toca fondo; y después vuelve a subir así, así, así… aun más alto, y después se viene de nuevo para abajo, así, así, así… y usted se pone mal, muy mal, y… dígame, señor Sagot, ¿ha tratado usted alguna vez de suicidarse?”.

Yo no sabía qué responder. Estaba hipnotizado, quizás hasta algo mareado por los esbeltos, vertiginosos gráficos del doctor Pérez. Los había seguido hacia arriba, hacia abajo, hacia arriba, hacia abajo, con expresión perruna y ojos dilatados.

“Y cuando toma usted antidepresivos, ¿no siente usted que se le empeora esa condición suya?”.

“No, doctor, mejora; cada vez me expreso de manera más barroca y elaborada”.

“Pero esa taquilalia dominguera y sofisticada…”.

“No hay nada que podamos hacer al respecto, ‘doc’: tal es mi esencia de escritor, de artista, de docente, y jamás cambiará.

Nuevo suspiro. Nueva expresión de preocupación honda, genuina.

“Mire, le voy a dar una cita para el próximo jueves. Lo voy a atender a primera hora. Si por alguna razón no estuviera aquí tiene la tarjeta de mi colega, el doctor Oconitrillo. Viera qué bueno es. Él es especialista en casos severos, resistentes, así, irreversibles como el suyo, bueno, irreversible no es la palabra, quise decir, de monitoreo periódico”.

El doctor esperó mi reacción. No hubo reacción. Entonces reaccionó. Me extendió el papelito y me dio la mano desde atrás del escritorio, sin ponerse de pie o desearme buena suerte, no fuera ello a catapultarme, envuelto en epítetos e insólitas metáforas, a las alturas de Ícaro, o a precipitarme en un abismo sin fondo.

Tomé mi papeluco y salí del consultorio.

Rebaño. El cafetal es implacable: castiga a quienes no se pliegan a sus códigos lingüísticos, a sus diktats. Se lo ha hecho a otros antes que a mí, y se lo hará también a aquellos pobres que habrán de seguirme. Tal es la política de exclusión del corral, las vacas, el estiércol y las gallinitas clo-clo-clo. Lo suyo califica como una variedad de fascismo de facto: “¡no hablar de esa manera!”. Un sistema de prohibiciones y de vedas.

Los monos se han apeado de los palos, y ahora dictan las sanciones. Toman por asalto a la ciudad: aquel que no sigue el hato, que no hace ¡muuu! regularmente, no mueve la colita, no ahueca la voz ni se embarra en el estiércol de su indigencia verbal; en otras palabras, el pachuco (ahora proclamado “creador anónimo de ese riquísimo acervo lingüístico conocido como sociolecto popular urbano) ejerce desde la prensa, los púlpitos, los pupitres y las pantallas de televisión su agobiante totalitarismo de palurdo. Por primera vez asistimos al fenómeno de un ignorante que se sabe tal y se siente orgulloso de serlo.

Hemos llegado al punto en que el idioma, usado con propiedad y prolijidad, es considerado signo de algún peligroso desequilibrio mental, algo que urge combatir.

El intelectual signado por el eterno anatema del “elitismo” será denostado, ridiculizado, marginado. El día llegará en que le pongan incluso campanitas como las que durante la edad media colgaban del pescuezo de los leprosos, a fin de advertir a la población de su infecta presencia.

Que lo hagan, que lo hagan. Devolveré golpe por golpe, y no dejaré pasar ocasión de exponer su ignorancia, esa amargura de resentidillos sociales que les impide crecer intelectualmente. ¿Saben ustedes cuál es el problema? Que la erudición se puede ocultar, mientras que la ignorancia no.