Regresivos pero relativistas

Ser capaces de ver la realidad desde diversas perspectivas es esencial para encontrar un fundamento existencial sólido y válido

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Estamos siendo invadidos por corrientes regresivas en una gran infinidad de campos: político, religioso, cultural y social. El arma favorita de todas estas es, por supuesto, la condena y la afirmación vedada de su superioridad moral respecto a cualquier otra postura ideológica.

Se trata de una proclamación de separación radical de la maldad, representada por ideas que han sido calificadas de degradación. ¿Cuáles? No importa mucho, lo fundamental es hacer que los potenciales enemigos sean vistos como traidores a la causa de la verdad y la integridad. Aquí, vale poco el análisis objetivo y crítico, con los consiguientes balances y propuestas viables de convivencia humana que surgen de él. Nada de eso es esencial, lo que cuenta es el control ejercido y el capricho expresado como verdad o rectitud incuestionable.

¿De dónde se generan estos enemigos? De los intereses propios de las personas que defienden la preservación de determinadas prácticas o la vuelta a modelos de conducta o ritualidad social que se transforman en ideología. Pero en la lógica de estas personas, la ideología resultante es cambiante, porque no se trata del sostenimiento de una doctrina, sino de convertir a una o varias personas en referentes obligados de la verdad. Por tanto, estamos delante de una farsa que no busca el crecimiento humano, sino el sometimiento.

No es de extrañar que estos grupos se parezcan mucho en sus procedimientos a los líderes fascistas, que encontraban en el mito un aliciente para la manipulación de las masas hacia un determinado proyecto utópico.

La única diferencia es que mientras el fascismo hacía de ese mito una doctrina que tenía que ser defendida, los nuevos movimientos regresivos (es decir, los grupos neoconservadores y neotradicionalistas) suplen el mito con los vaivenes del querer de los líderes.

La obra cinematográfica que mejor recoge esta manera de actuar es la película de Pier Paolo Pasolini «Saló o los 120 días de Sodoma». Detrás de lo que parece a primera vista una película sadomasoquista, en realidad la trama, los diálogos y las miradas de los personajes nos ofrecen una crítica político-cultural de primer orden.

La República de Saló fue el último resquicio del fascismo italiano que duró 600 días. Pasolini utiliza magistralmente esta imagen para mostrar la manipulación de valores que un grupo de personas trata de ocultar en una pretendida constitución política republicana. El presidente, el duque, el sacerdote y el magistrado deciden lo que en esa constitución tiene que ser escrito. La escriben burdamente a mano y la aprueban por unanimidad. En el escrito solo hay una cláusula absoluta: se tienen que respetar los deseos individuales de los pretendidos gobernantes.

Para llevar a cabo sus pretensiones, buscan algunos colaboradores clave: militares, servicios secretos y damas de burdeles. Ellos servirán a un propósito: prostituir, torturar y subyugar la voluntad de jóvenes para garantizar la existencia de la república.

Como el mismo Pasolini indicó, su obra quería ser metafórica, aunque las imágenes que nos presenta son de una gran crueldad y perversidad. Por eso, representa muy bien el relativismo ético de las personas neoconservadoras y tradicionalistas. La verdad de sus intenciones solo se logra aferrar cuando nos damos cuenta de la violencia que ejercen sobre las personas a través de una organización bien estructurada y con gran publicidad.

Podemos ir más allá con Pasolini: el último ciclo de los que componen la película termina presentando la más terrible de las perversiones: encontrar placer en comer heces. Ese es el fin de todo, que las personas se habitúen a asumir lo regresivo como bueno, lo inhumano como expresión de normalidad.

No es difícil imaginar que esto terminará por generar personas violentas que repetirán los mismos esquemas. La obra termina con aire de pesimismo y desilusión.

La pregunta que nos hace Pasolini es por qué es posible doblegar a la humanidad hasta tal punto. La respuesta es simple: el miedo a ser destruido termina haciendo que los seres humanos se defiendan asumiendo un comportamiento inhumano.

La ilusión que se proyecta es que después de sobrevivir a ese lavado de cerebro y de la voluntad tal vez sería posible acceder al mismo poder de los inventores de esa ficticia república. Es entonces cuando aparece una lógica carente de profundas reflexiones éticas y se exalta el capricho de los encajonados en su propia avaricia y necesidad de satisfacción de su perversión.

La crítica de Pasolini no es exagerada cuando vemos cómo son fácilmente arrastradas a la irracionalidad tantas personas que buscan salvarse de una sociedad inhóspita en muchos aspectos. Como también sucede en «”Requiem” por un sueño» o en «Scarface», lo que parece ser un deseo legítimo se puede convertir en la catástrofe para una persona y su entorno.

El anzuelo para lograr que se entre en ese proceso de autodestrucción es decir las cosas que se quieren oír, para después pasar a la dependencia del que nos ha querido convencer con su retórica retrógrada.

Con todo, no hay que ver en estas obras del cine una simple crítica moral, como si se tratara de encontrar moralejas. Es necesaria la profundidad, tomar consciencia de los procesos humanos y de las consecuencias que tiene el resurgir de viejos fenómenos sociales, pero con un rostro reconstruido. Sí, porque en el pasado se trataba de movilizar las masas populares para desarrollar un gobierno fuerte (no olvidemos que los fascismos tuvieron su origen dentro de las corrientes comunistas, que proclamaban la dictadura del proletariado).

En nuestro tiempo, los objetivos son las clases medias y altas. No hay duda de que detrás de esta tendencia se encuentra el carácter funcional que estas personas tienen en la preservación del modelo económico actual.

No hay que engañarnos. El relativismo ético de estos grupos hace que fácilmente se alíen a otro tipo de fenómenos no menos nefastos. Por ejemplo, no es un secreto que el narcotráfico ha encontrado en estos movimientos una manera sencilla y eficaz para lavar dinero. Ni que decir del tráfico de armas o de la industria pornográfica o la trata de blancas o la esclavitud laboral.

Claro, todas estas cosas suceden en un segundo plano, en lo escondido de la perversidad de unos líderes que enrolan a sus ayudantes en medio de un movimiento que presenta la fachada de la pureza.

Un claro signo de la aparición de estas nuevas políticas se encuentra en su rechazo de la diversidad de perspectivas críticas. Me refiero a que, como se da por sentada la verdad de quienes se presentan como líderes, los diversos acercamientos críticos a sus discursos son presentados como deformaciones demoníacas de lo que realmente es humano.

Así, la libertad, por ejemplo, deja de ser un valor en sí misma, porque la única libertad que cuenta es aquella que satisface el ansia de sometimiento que tienen los líderes. El juego es paradójicamente interesante: solo hay libertad si se renuncia a ella.

Podría seguir poniendo ejemplos similares, pero a este punto el lector seguramente ha notado varias cosas. La primera, que el antídoto contra estos movimientos no es su simple oposición, solo será posible si un verdadero espíritu de renovación intelectual anida en nuestro corazón. Ser capaces de ver la realidad desde diversas perspectivas es esencial para encontrar un fundamento existencial sólido y válido. Así, se hacen a un lado las soluciones simplistas.

Por otra parte, es urgente reconocer nuestros miedos y averiguar sus causas. Cuando simplemente se quiere evitar el malestar por lo que nos asusta, se pierde objetividad y se termina aceptando soluciones mágicas a problemas complejos. De allí que sea tan fácil para muchos aceptar a los nuevos «videntes», que no son más que oportunistas que empujan a refugiarse en corazas que en realidad no protegen de la realidad, sino que esclavizan más aún en el temor. El objetivo de estos grupos no es ayudar a superar el miedo, sino a promoverlo para que el proceso de enajenación sea fructífero.

Como en la película de Pasolini, hay que tener cuidado con aquellos que se autoproclaman representantes de las verdaderas y auténticas instituciones políticas o religiosas. Por lo general, su pretensión es socavar las bases de estas instituciones, para doblegarlas, como esa pretendida constitución redactada en una «democracia» orientada a la perversión.

Las grandes instituciones no son apodícticas, porque han nacido de la lógica de la representación. Cuando simplemente se las acusa de tergiversar la verdad sin más (que no significa que no haya verdaderas disfunciones en su seno, sino su inutilidad y necesidad de ser cambiadas por las propuestas de estas tendencias regresivas) se esconden verdaderos monstruos de relativismo ético.

Ser crítico no es ser relativista, como pretenden los neoconservadores y neotradicionalistas, es tratar de entender cómo nuestras subjetividades afectan la percepción de lo real, ejercicio que nos permite tomar consciencia de que somos parte de la realidad. Esto ayuda a evadir la tentación de colocarnos pretendidamente al margen de ella, porque de lo contrario entramos en el juego de la condena del otro y del mundo. Y cuando se cae en esa trampa, las personas se hacen más dependientes del mal que podría ser solucionado con un poco de prudencia y sentido común. Eso sí que conlleva al relativismo en su sentido negativo: hacer del deseo perverso y caprichoso el criterio de la verdad.

frayvictor@gmail.com

El autor es franciscano conventual.