Polígono: Setenta años de la guerra del 48

Me alegra que este septuagésimo aniversario esté exento de unas fanfarrias que mis descendientes no sabrían cómo ignorar, aplaudir o lamentar.

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En 1947, no me atrevía a decirle a aquel pariente mayor que me aburrían, por ser parte de la prehistoria, sus relatos sobre la dictadura de los Tinoco. Por entonces, la expresión fake news era desconocida, pero eso no me impedía preguntarme cuán fiable podría ser un testimonio enturbiado por una bruma de treinta años. Hacía poco había visto, en el Teatro Alajuela, la película Por quién doblan las campanas y, cuando traté de contársela a medias al mismo pariente, este me dijo que era toda mentira porque en la guerra civil española, al contrario de lo que al parecer yo había entendido, los franquistas fueron los buenos y los republicanos los malos. De ahí que este escolar ya supiera que basta el transcurso de un decenio para que algunas verdades se vuelvan difusas.

Lo anterior vino a mi mente esta semana al recordar que hace exactamente setenta años –en abril de 1948 yo no había cumplido los nueve–, me sentía actor, muy secundario pero actor, en el único drama histórico que, creía yo, me serviría para incordiar a mis futuros nietos con relatos de actos gloriosos: una guerra civil que, a la postre, sería ganada por el Ejército de Liberación Nacional y de la cual, aun cuando ya ha pasado tanto tiempo, nunca voy a decir que fue un hecho prehistórico. Mi papel, en aquel dramático acontecimiento, se redujo básicamente a la frecuente tarea de llevarles ropa y alimentos a los familiares y amigos que estaban detenidos en la cárcel de Alajuela: en abril, a los que eran ulatistas –y más tarde figueristas– y, en mayo y junio, a los que eran, según la taxonomía adoptada por los vencedores, calderocomunistas o mariachis.

Ocurre ahora que me daría mucha pena contarle a mi descendencia cómo eran los “motetes” en los que les llevaba ropa o de qué color era el portaviandas en el que les llevaba comida a aquellos parientes y vecinos que, en su mayoría, no habían hecho nada peor que escuchar la radio clandestina de los alzados en armas o hacer rondas nocturnas disfrazados de mexicanos con guitarras.

En homenaje a la memoria de los inocentes presos políticos de ambos bandos –por lo demás, casi todos ya fallecidos–, tengo que confesar algo: me alegra que este septuagésimo aniversario esté exento de unas fanfarrias que mis descendientes no sabrían cómo ignorar, aplaudir o lamentar.

duranayanegui@gmail.com