Las cuatro catedrales

La música, las mujeres, las catedrales. Todo en una sola noche en París.

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La iglesia de Saint-Eustache. La misa en do menor de Mozart, su obra sacra más importante junto al Réquiem, y como este, inconclusa. Vi el afiche en la calle de la Huchette, y de inmediato me prometí ir. Era martes por la noche. Llegué a la iglesia lleno de ilusión. Siempre me ha gustado este templo, majestuoso y austero al mismo tiempo.

En cuanto a la misa, es su equivalente musical: doliente y severa. Compré los tiquetes. Sin esperanza alguna, y como para hacer un chiste, declaro ser estudiante. A mis cincuenta y cinco años de edad lo soy todavía. Tengo toda suerte de carnés que así lo certifican. Pero a partir de cierto momento la sociedad lo castiga a uno por ser estudiante. Es una realidad que se confiesa como si de una terrible aberración se tratase.

En todo caso, la señora que vendió las entradas me tomó en serio y me pidió una identificación. Le enseñé mi carné de Rice University. Un significativo descuento me fue concedido.

Al entrar, una bellísima muchacha me dio la bienvenida con su sonrisa y me extendió el programa de mano. Tomé asiento. La miré hacia la izquierda, con una fijeza que, en razón de la distancia —creí yo— debía pasar inadvertida. Quizás me equivoqué. Ella siguió acogiendo al público y entregando la hojita amarilla con la foto de Mozart.

Tenía la piel color aceituna, la nariz ligeramente aguileña, largo y suelto el pelo. Era negro, muy negro, y caía bien por debajo de sus hombros. Rítmico caminar. Con cada paso parecía elevarse. El talón primero, y luego el pie que se desplegaba del empeine hasta la punta, esa punta que casi nunca es usada en plenitud por la mayoría de la gente.

No había un centímetro de sus pies que no fuera armónicamente convocado con sus pasos. Cada vez que el paso llegaba a la punta del pie su talla crecía, luego decrecía, luego volvía a crecer… y las caderas hacían reverberar, de un lado a otro, la esbeltez de los pasos. Eran casi ingrávidos en el silencio de la catedral.

Al llegar a la punta del pie, parecía quedar suspendida por un instante. Era, a no dudarlo, el caminado de una bailarina. Iba vestida de negro impenetrable, con un escote pronunciado pero elegante, y una banda roja alrededor de la cintura. Extraña criatura, con su ceñido cinto fulgente en medio de la negritud. En relieve quedaban sus nalgas, sus náuticas caderas y su talle delgadito, que hacia arriba se abría como una corola en la velada plenitud de sus senos.

Deslumbramiento. La miré, la miré… nunca sabrá ella cuánto la miré. O quizás sí. En un momento dado le dije algo a la compañera encargada, como ella, de repartir los programas. Tal vez sí sintió el calor de mi mirada que la envolvía y cubría de una dulce aura protectora. No era solamente deseo… el deseo penetra en la carne como un estiletazo. Mi mirada expresaba otra cosa. Admiración, deslumbramiento.

Los instrumentistas afinaban. Una marea que crecía, se encrespaba y luego se extinguía para dar entrada al director. Comenzó la música. La introducción orquestal del kirie me pone los pelos de punta. La catedral se llenó de música. Quería llorar, pero a buen seguro pasaría por un idiota. Miré hacia arriba… las columnas que también parecían alzar vuelo, los arcos de punta, el crucero con su descomunal órgano suspendido sobre la orquesta.

La audiencia escuchaba con devoción. La iglesia rebosaba de gente. “Esto nunca sucedería en mi país” –pensé–. Porque mi país es una fortaleza rendida a la canalla, a los zafios, a todo cuanto en el mundo hay de infame y vulgar. Pero por fortuna existe Mozart. Y Saint-Eustache, y mujeres como la que se roban mis ojos. Dulce rapto. Las respiro, las bebo, las acaricio mientras la música sigue reverberando en las bóvedas de la iglesia.

El gloria, cuyos trazos ascienden como buscando el cielo; el credo asertivo y luminoso; el majestuoso sanctus, tan reminiscente de La misa en si menor de Bach… La catedral de piedra, la catedral de la música, mi bella catedral de carne… y la catedral que llevaba ella entre las piernas; la más secreta y oscura de todas. Todo es sagrado. Y lo sagrado no es aquello que no se toca. Lo sagrado está hecho para ser comido y bebido, tal el cuerpo y la sangre de Cristo. Quisiera prosternarme ante ella.

La música contenía a la iglesia, la iglesia contenía a la muchacha, la muchacha llevaba su umbría catedral ahí, ahí, en el núcleo de su ser, bajo el cinto rojo. Y, como todo hombre, soñé con ser admitido en su pequeño templo, y me figuré también que de hacerlo estaría abriendo todas las puertas del reino.

Ingenuidad. ¡Qué ingenuos somos! Todo a mi alrededor se convirtió en un enorme juego de escenarios que encerraban otros escenarios. Catedrales que se contenían unas a otras… y yo en el seno de la música y la piedra, pero excluido de la carne.

Razón tenía Valéry en Eupalinos: la arquitectura, como la música, tiene el poder de contenernos. Pero el poeta debió haber ido más allá, mucho más allá: el cuerpo de la mujer también nos acoge y envuelve, y su abrazo es musical y gótico a un tiempo. Estoy sitiado por la belleza. La arquitectura se hace música, la música se hace arquitectura, y ella, pues ella es ambas cosas.

Por un momento me sentí tentado a ponerme de pie, dejar a Mozart por un momento e ir a decirle: “Es usted la mujer más bella que he visto en mi vida”. A fin de cuentas, ¿a qué me exponía? Mozart siempre podría esperar. A ella, en cambio, no la volvería a ver. Sospecho que hubiese tomado a bien mi cumplido. A punto, a punto estuve de hacerlo. Mi vida está llena de “a puntos”. Pero preferí refugiarme en mi música y en esa misteriosa catedral que llevo por dentro, y de la cual soy apenas consciente.

La misa terminó. El aplauso fue copioso. La muchacha había desaparecido. Fuera hacía frío. Iba menos abrigado de lo que hubiera debido. Tomé un taxi con gesto de sonámbulo. Apenas fui capaz de darle al chofer la dirección de mi apartamento.

Pero mientras París desfilaba ante mi vista sentí — no lo pensé: lo sentí, lo supe, lo comprendí— que la belleza — la piedra, la música, la carne— es una sola, y que por su naturaleza misma será siempre sagrada.

El autor es pianista y escritor.