Un director de diversas orquestas en el mundo entero acompañó muchas, muchísimas veces, al inmenso Claudio Arrau. El Cuarto y el Emperador, de Beethoven, los dos de Liszt, los dos de Brahms (“El primer concierto era su pieza, sabes… Nunca he escuchado una versión más bella. Noble, grandiosa, como una catedral”). Así que la obra le pertenecía por derecho real. Y sí, puedo ver por qué. Es, en efecto, una pieza que solicita la aproximación proba, honesta, sobria, contenida, impecable, el balance perfecto entre emoción y razón, la solidez en la concepción de la forma que caracteriza su estilo. A buen seguro, uno de los cinco o seis más grandes y venerados pianistas del siglo XX.
Había algo apostólico en su manera de tocar. La gente iba a escucharlo como se escucharía a un hierofante, a un sacerdote, a un iluminado que había ya superado la fase del exhibicionismo técnico y que hablaba desde una dimensión de espiritualidad pura.
Sus programas: Bach, Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann, Brahms, Liszt. Nunca concesivo con las audiencias. El público sabía lo que podía esperar de él: recogimiento, unción, profundidad, misticismo.
Y el director llegó a ser su amigo íntimo. Por él conozco esta historia, que me parece conmovedora como pocas. El virtuoso viajaba siempre con su madre. Después de la muerte de ella, se derrumbó moralmente. Pero, en medio del dolor, el tormento de toda una vida encontró por fin voz: era homosexual. Y en cierta ocasión, en la aduana de un aeropuerto, es detenido por posesión de pornografía homosexual. Llevado a la cárcel. Enjuiciado. Humillado. Cancelación del concierto. “El pianista Claudio Arrau involucrado en escándalo sexual”. Vejación pública. Derrape moral. Y la narración del director me dejó por siempre marcado.
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Doble faceta. El artista hecho de lumbre pura, el pianista que hablaba con Dios en cada concierto, el alma más refinada, más pura que el piano ha jamás conocido, atravesando —seguro con indecible zozobra— las inspecciones aduaneras con revistas pornográficas del peor jaez.
Su doble faceta, de homosexual y de pornógrafo, expuesta ante su feligresía —ya que no público—. Si eso le hubiera sucedido a Rubinstein —hedonista confeso— o a Horowitz — bien conocido por sus demonios—, todo se hubiera reducido a una anécdota más en sus dislocadas vidas, ¡pero a él! Escúchenlo: es la imagen de la pureza artística: ¡Tal castidad, tal nobleza! Su versión del movimiento lento del concierto Emperador, con Bernard Haitink, es una verdadera liturgia.
Y, desde entonces, pienso, y pienso, y me he sorprendido llorando por esto. Porque comprendo el infernal desgarramiento interno de su ser. No lo juzgo, no me siento defraudado o estafado: antes bien, se me hace más grande como ser humano.
De Brahms a la pornografía, que a buen seguro eran otras épocas, conseguía clandestinamente y a precio de oro. El fango sagrado de su ser. Su alma de artista supremo; sus oscuras, torvas compulsiones. Porque nadie se arriesgaba a pasar por una aduana con material de aquella naturaleza si no lo movía una obsesión incontrolable.
¡Pobrecito! Tener que revelarle al mundo que no era un dios. El lado oscuro del ser. La “sombra” de Jung, y expuesta allá en los puritanos años cincuenta.
Trauma. No era fácil confesarse homosexual en aquellos días, y sigue sin serlo. Y, además, el regodeo en la letrina de la pornografía. Habitante de los cielos y las cloacas al mismo tiempo. Según el director, Arrau nunca se recuperó de esta experiencia. Ni siquiera su manera de tocar el piano volvió a ser la misma: se tornó excesivamente cautelosa, intelectual, conservadora: ¡no fueran a escaparse una vez más las fieras que por dentro lo destrenzaban! Y, en efecto, basta con escuchar las grabaciones de su madurez: la fogosidad ha desaparecido, resta tan solo la intelección, es una música que de pronto se ha quedado “sin cuerpo”, una música para siempre emasculada. La técnica sigue intacta, la perfección siempre está ahí, el sonido hondo, oscuro, catedralicio, pero al fuego ha sucedido la luz.
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Una vez más: su dimensión humana no ha hecho sino engrandecerse a mis ojos. Poe, Baudelaire, Rimbaud, Verlaine: los versos más hermosos del mundo, y luego toda la miseria moral del mundo. “El ruido de los cabarés, el fango de las aceras, el pavimento desfondado, los caños desbordando las alcantarillas: esa es mi senda, con el paraíso al final”, nos dice Verlaine en uno de sus más bellos poemas.
Prostitutas, tabernas, hospitales, albañales, sífilis, alcohol, el cadáver destripado y emasculado de Un viaje a Citerea, de Baudelaire. La asunción de la terrible dualidad del ser humano. ¡Cuán grande ha de haber sido su vergüenza, su dolor! Se me estruja el corazón al pensar en él.
Yo he vivido experiencias similares. En una época infinitamente más permisiva, y, aun así, me han atormentado. Mis antiguas visitas a cines porno. En París, en el 2002, preparándome para tocar el Concierto en Re menor de Bach (el adagio más espiritual jamás escrito), pasaba de la sala de estudio, sin transición, a Sexodrome, un infame lugar de la calle Pigalle. ¡Tanta inmundicia! Lo he vivido con remordimiento y vergüenza, y eso sin ser homosexual: ¡ya no digamos siéndolo y hace sesenta años!
De lo sublime a lo bestial, de lo glorioso a lo abyecto, de la catedral al burdel. Somos cielo e infierno por igual. Campanario altivo de voz nítida y resonante… y tanque séptico por donde corre toda la bazofia de nuestro ser. El que lo niegue es un hipócrita o un ser completamente divorciado de su verdad íntima, profunda. Y el director evocaba con tristeza a su amigo. El príncipe de los pianistas, el ángel que cometió un solo error en su vida: revelarle al mundo que era humano.
El autor es pianista y escritor.