La dictadura del facilismo

La eliminación de las pruebas de bachillerato fue un grandísimo error, cuyas consecuencias estamos viviendo en la actualidad

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Hay normas morales que son de vigencia universal y absoluta. Una de ellas es la ley del esfuerzo y la disciplina. Se puede formular de manera muy sencilla: antes del gozo hemos de esforzarnos por llegar a él.

El esfuerzo constituye toda una ética: la ética del guerrero. No podemos soslayarla o saltárnosla con garrocha ya que sería engañarnos a nosotros mismos. Es un gravísimo error facilitar nuestro aprendizaje a través de atajos, de supresión de pruebas, de trampas y, sobre todo, bajando el listón de la excelencia, que por principio debemos mantenerlo muy en alto.

Todo aprendizaje es una ruta que nos trazamos, una jornada que mucho tiene de épica, y está bien que así sea. Tenemos que tonificar los músculos de la voluntad, de la determinación y de la disciplina. Son los músculos del alma. Si no los entrenamos, terminarán por atrofiarse. Esa ruta de aprendizaje tiene obstáculos: el proceso de aprendizaje es una metáfora de la vida misma.

Hoy está muy en boga la noción de la enseñanza lúdica. Lograr, en la medida en que sea posible que el acto de aprender —que supone una expansión a veces dolorosa de nuestras capacidades cognitivas— sea no solo eficaz sino también placentero. No veo nada de malo en el aprendizaje lúdico. Pero junto al disfrute es imprescindible que el estudiante comprenda este principio básico e ineludible: antes del gozo pleno viene el esfuerzo. Es el precio que debemos pagar para el posterior disfrute.

Es preciso reenseñar a nuestros estudiantes la ética del esfuerzo. Ese esfuerzo puede ser arduo, árido y no necesariamente gratificante, y el alumno debe entender que esto es parte del juego pedagógico: se paga un precio de admisión para poder entrar a participar en la gran fiesta del conocimiento y de las destrezas adquiridas.

Contra esta sana concepción del aprendizaje ha brotado como una epidemia en Costa Rica el vicio del facilismo. Todo debe ser fácil, los exámenes deben ser abolidos, los atajos permitidos y el listón del salto eliminado a fin de allanar el camino al estudiante. Con ello cometemos el error capital de no forjar su carácter, pero además esta es una pésima preparación para la vida, ya que esta no es otra cosa que una carrera de obstáculos que nos lleva a atravesar toda suerte de fosos que deberemos saltar y que para nadie será una aventura fácil.

Durante mi primera administración (1986-1990), mi ministro de Educación, el doctor en Filosofía Francisco Antonio Pacheco —una de las mentes más lúcidas que ha producido nuestro país— reinstauró las pruebas de bachillerato como corolario de los estudios secundarios.

Habían sido eliminadas por alguno de esos funcionarios a los que lo único que les importa es congraciarse con la gente y subir en sus índices de popularidad. Pero yo lo he dicho muchas veces: gobernar es educar y es también escoger.

Esto puede tornar a quienes tomamos decisiones trascendentales en personajes no precisamente populares, o incluso convertirnos en lo que Henrik Ibsen llamaba Un enemigo del pueblo, una obra teatral que los costarricenses pudimos apreciar en un espléndido montaje de la Compañía Nacional de Teatro.

En esta obra vemos cómo un médico íntegro, probo y valiente es satanizado por denunciar el peligrosísimo grado de toxicidad de las aguas del balneario que constituía el principal atractivo turístico y fuente de ingresos del pueblo en que vivía. La pieza de Ibsen prueba una gran verdad: un gobernante no ejerce su cargo para complacer a todo el mundo. Un gobernante debe tomar decisiones cruciales, aunque estas sean impopulares.

La eliminación del bachillerato fue recibida con vítores y sonrisas por la vasta mayoría de nuestros estudiantes, profesores y hasta padres de familia. Pero esa decisión fue un grandísimo error, un error cuyas consecuencias estamos viviendo en la actualidad: profesionales mediocres y grandes déficits de cultura y conocimiento en nuestra ciudadanía.

Estamos, bajo la apariencia de una decisión universalmente aplaudida, infligiendo un gran daño a nuestros estudiantes al eliminar el bachillerato. Ya vimos el desastre que constituyeron las pruebas FARO. La educación debe ser modernizada en aquellos aspectos en que se ha tornado obsoleta o disfuncional, no en los que conservan toda su significación y su razón de ser, y uno de ellos es el bachillerato.

Los estudiantes deben enfrentar esta prueba con algo de espíritu épico: es el último gran salto para tener acceso a la educación universitaria. Un poco de heroísmo no le caerá nunca mal a nadie. Que templen los músculos de la volición y se sometan a esta prueba.

El bachillerato no es otra cosa más que un diagnóstico del estado de sus conocimientos, de su nivel cultural y de la magnitud de sus facultades cognitivas. No olvidemos que el propósito de todo sistema educativo es el aprendizaje y no la obtención de un título.

Ahora bien, nuestro sistema educativo no solo requiere reinstaurar el examen de bachillerato, sino, además, como muy bien lo ha señalado en varias ocasiones Abril Gordienko, “estandarizar la oferta de calidad en todo el territorio; integrar la enseñanza de ciencias y tecnología, y destrezas para la vida desde preescolar; capacitar docentes que adopten y multipliquen las metodologías pedagógicas necesarias; aumentar la proporción de colegios técnicos y científicos; acortar (durante unos años) los programas profesionales de carreras científicas y dedicarles un presupuesto significativo; eliminar los sesgos de género sistemáticos que producen en las niñas desinterés en las materias científicas y las desigualdades estructurales que les dificultan el acceso a estas”.

Evitemos sucumbir a la tentadora opción del facilismo. Si bien en primera instancia puede halagarnos, a largo plazo será siempre una receta para el desastre individual y colectivo. Debemos restablecer el bachillerato y hacer entender a nuestros estudiantes que existe una noción importantísima, un ejercicio de la voluntad y la inteligencia que se llama esfuerzo.

La gratificación instantánea es la peor manera de forjar el carácter. Tomar el camino del esfuerzo es tomar el camino correcto: el de la disciplina, de la rigurosidad, de la paciencia, de la perseverancia y del vencimiento de los miedos que generan la atrofia de nuestras almas y de nuestras voluntades.

oscar@arias.com

El autor es expresidente de la República.