El totalitarismo de la belleza

Donde el arte renuncia a ser bello, se comprende que la gente comience a buscarlo, y encontrarlo, en la calle, ¡y ciertamente en el fútbol!

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Uno de los rasgos de la modernidad, la posmodernidad y eso que algunos filósofos llaman hoy hipermodernidad o posposmodernidad, ha sido la transformación de la totalidad de la superficie social en sustancia estética.

Estetización de la ética (la moral concebida como algo bello, la identificación entre lo bueno y lo hermoso, como entre lo malo y lo feo: esta implosión de valores estéticos y valores éticos —lo bello y lo bueno— era llamada kalokagathia por los filósofos de la Grecia clásica; estetización del ser humano, de la juventud y la plenitud física.

En nuestros días, el culto a la belleza física ha alcanzado niveles aberrantes. Piensen en la escultura y cincelamiento del propio cuerpo, el auge de la cosmética, la vigorexia, el trastorno dismórfico corporal —insatisfacción con la propia apariencia física, patología comórbida de la depresión y la compulsión—, la silicona, el colágeno, el bótox, los implantes de toda suerte, el uso cada vez más extendido de las prótesis.

En su novela Limbo, de 1952, Bernard Wolf vaticina un mundo en el que las personas usarán tantas prótesis como les sea posible, se harán amputar sus miembros a fin de sustituirlos por prótesis, y su rango social será determinado por la cantidad de prótesis que incorpore: surge la categoría de lo “transhumano” introducida en 1957 por el biólogo Julian Huxley, hermano de Aldous: un ser hecho de materia orgánica tanto como de implantes tecnológicos.

Un médico francés especializado en la cirugía cosmética de las vaginas se anuncia a sí mismo como “el Picasso de los pubis”); el atuendo vestimentario, que con la noción de haute couture y después de Coco Chanel y, sobre todo, Yves Saint-Laurent, adquiere el rango de una de las bellas artes; la publicidad echa mano de todos los recursos de las artes visuales y musicales para vender sus productos, la estetización de la naturaleza, la estetización de Dios y de la fe, la estetización de la filosofía (para Deleuze, el filósofo produce ideas como el compositor melodías o el poeta versos), la estetización de la tecnología (el concepto de “diseño” y de “belleza de la línea” en los automóviles), la estetización de la gestión empresarial (hay teóricos, uno de ellos asistente del expresidente Reagan) que sostienen que la libre empresa es un acto esencialmente estético, y el entrepreneur, el businessman, un artista. La asunción de los riesgos, la creatividad, la visión en el futuro lo emparentarían con la figura del artista; la estetización de la materia corporal, aun de los desechos fisiológicos (la exposición Mierda de artista, propuesta por Piero Manzoni en 1961: latas de conserva llenas de excremento humano “al natural” y made in Italy (sic), que se vendían a precio de oro, según la cotización del rey de los metales en cada momento histórico dado, o la exposición Cloacas de Wim Delvoye, en el 2003, donde una máquina digería los platillos confeccionados por reconocidos chefs y sus desechos eran vendidos por 1.500 euros a los entusiastas coleccionistas.

En todas partes. La estetización de la política (la lucha por las causas “justas” y “nobles”, que se homologan a “bellas”, y el despliegue icónico propio de las banderas, eslóganes, calcomanías, canciones), la estetización de la guerra (toda la parafernalia bélica: atuendo de los soldados, condecoraciones, himnos militares, atavío de los caballos en el siglo XIX), la estetización de la religión (la incorporación de la música, la iconografía, los vitrales, los diseños arquitectónicos de los templos, las vestimentas de los sacerdotes: arte y religión siempre se han potencializado recíprocamente.

Hablar de la estetización de la arquitectura sería una tautología, empero, señalemos detalles como los remates y gárgolas góticas que coronan los edificios neoyorquinos, tenidos erróneamente por modelos de minimalismo y mera funcionalidad; la estetización de la vida misma como autoproducción del individuo, bajo la forma del souci de soi de Foucault; la estetización de la muerte (panteones, mausoleos, cánticos fúnebres, monumentos, todo el componente teatral de las ceremonias de inhumación; la estetización de la sexualidad (el atuendo, la administración del gozo, la expectativa, la seducción, el cortejo, los aromas, el décor elegido); la estetización de la medicina (la musicoterapia, aromaterapia o colorterapia); la estetización de la alimentación bajo la forma de la gastronomía, considerada un arte menor, y donde todos nuestros sentidos son convocados; la estetización de las finanzas (el concepto de un negocio “redondo”, de “una obra maestra de inversión”, del “genio de Wall Street”).

Irónicamente, es el arte el que pareciese querer desestetizarse y, viendo su lenguaje —la belleza— extrapolado a todas las áreas de la cultura, no encuentra ya razón de ser en tanto que arte. En el momento en que todo fuese “artístico”, en que estuviésemos enteramente rodeados por “belleza” (independientemente de la cuestionabilidad de algunos de los cánones invocados para juzgarla tal), el arte —el museo, el teatro, el cine— dejarían de existir como espacios acotados, especiales, y discontinuos con respecto a su entorno. Viviríamos en una especie de universal museo. Ahí donde el arte renuncia a ser bello, se comprende que la gente comience a buscarlo —y encontrarlo— en la calle, ¡y ciertamente en el fútbol!

Arte conceptual. Por otra parte, conviene recordar que en las propuestas de una buena parte del llamado “arte conceptual” contemporáneo (El orinal de Duchamp, o Mierda de artista de Manzoni), la belleza no es ya la preocupación fundamental del creador. Mucho del arte moderno no procura ya ser bello.

No juzgo: me limito a constatar. Su principal objetivo pareciese ser la transmisión de conceptos, la generación de discurso (cuestionamientos, replanteamientos, redefiniciones, suspicacias críticas las más de las veces). El movimiento estético conocido como “feísmo” no califica dentro de este cuadro: cuando se propone la fealdad como paradigma, está claro que nos movemos aun dentro de un régimen estético: sería simplemente cuestión de redefinir qué es la belleza y otorgarle carta de ciudadanía en el Parnaso a lo feo: nada de lo que no nos hablase ya Victor Hugo en el prefacio de Cromwell, con su reivindicación de lo monstruoso y lo grotesco como categorías estéticas, y Umberto Eco en Historia de la belleza e Historia de la fealdad. La ruptura es mucho más honda: el arte renuncia a la belleza, sea esta considerada armonía y proporción de las formas (Da Vinci, Mozart, Ingres) o convulsión y teratología (Breton, Kafka, Böcklin, Nolde, Ensor, Schönberg, el propio Picasso).

Uno de los grandes méritos de El orinal de Duchamp consiste en haber planteado de manera que no se podría más elocuente el gran dilema: ¿Es el museo —en tanto que espacio acotado y sacro— el que hace a la obra de arte, o es la obra de arte la que confiere al museo su aura y su prestigio? ¿Es una obra de arte juzgada tal por estar inscrita en ese ámbito mágico que es el museo, o es el museo considerado un espacio privilegiado por cuanto contiene la obra de arte?

Una obra de arte, fuera de un museo, ¿sigue siendo una obra de arte? Un objeto carente de prestigio artístico, y siendo, aún más, el emblema mismo de la mera funcionalidad y de nuestras más innobles urgencias, ¿puede ser reevaluado y redescubierto desde una perspectiva virgen, disociado de su función y apreciado por la belleza y esbeltez de sus líneas?

¿No está el mundo lleno de obras de arte no reconocidas como tales por el mero hecho de no ser residentes acreditadas de los museos? ¿Llegará la totalidad de la superficie social a convertirse en pura sustancia estética? Y si tal cosa acaeciese, ¿cuál sería la necesidad, la razón de ser de los museos? Son preguntas legítimas, engendradas por el gesto inusitado de Duchamp y el Museo Pompidou. La discusión queda abierta.

El autor es pianista y escritor.