El futuro nos acecha

Desnudo de entusiasmo y desconsolado, el fiel apego democrático quedó en la pura forma del rito electoral

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Pasado el fútil sainete de Ottón Solís, que nos distrajo de enjambre de entuertos graves, volvimos a las traicioneras aguas de nuestra sosa cotidianidad. La política regresó a su ser insustancial. Insulsa hasta colmar de indiferencia el desapego ciudadano frente a los partidos, esta democracia apenas sostiene un barco lleno de agujeros, sin brújula, vela y capitán. Un futuro amenazante nos persigue y logramos escapar apenas con nuestra indolencia a cuestas.

Nuestra tradición republicana está anclada en las raíces de nuestro imaginario colectivo. Desnudo de entusiasmo y desconsolado, ese fiel apego democrático quedó en la pura forma del rito electoral. La indiferencia es el sentimiento dominante, no la esperanza. Ni siquiera aparecen en el horizonte amenazas populistas creíbles. Nadie debe añorarlas, pero la calma chicha de más de lo mismo nos quita hasta ese estandarte de lucha por la defensa de nuestras instituciones. Existe una sensación incómoda de inapetencia electoral que a mí me asusta.

Ya sin distracciones, nos acercamos a ese reencuentro palpitante con nuestros desencantos. Nos espera una pléyade de candidaturas inocuas, entre las cuales hasta el partido más fuerte arranca con un candidato más débil que las simpatías por su propia bandera. Por buena que fuera, toda propuesta se estrellaría contra la roca inamovible de un sistema público anquilosado. Pesos y contrapesos se han convertido en un mecanismo inescapable de ralentización. El caso Cochinilla nos escupió eso en la cara. El exceso de regulaciones las hace buenas rémoras del ecosistema productivo, pero probadamente inútiles contra la corrupción. Así, quedamos: paralizados y corruptos.

Nuestra paz social nos da para giros de timón. Urge un cambio. Muchos cambios. Ninguno se anuncia, ninguno llega. La procrastinación impera. La lista se resiste a recortes, desde un ICE caro y abusivo, pensiones haciendo aguas, la Caja contra el trabajo formal y la inversión social dispersa e ineficaz hasta la educación mediocre. Cada problema es una bomba de tiempo con mecha encendida. Propuestas holísticas, inverosímiles en este lánguido horizonte, tampoco tendrían fuerza para desactivar el tictac detonante. Las elecciones, sólita imagen de esperanza, nos acechan, más bien, amenazantes de parálisis cuando el futuro nos alcance.

vgovaere@gmail.com

La autora es catedrática de la UNED.