Democracias echadas a perder

Los regímenes democráticos no solo deben serlo en el momento de la elección de los representantes, sino también a lo largo del proceso político

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Las recientes aprobaciones en los Parlamentos salvadoreño y nicaragüense ponen sobre el tapete la diferencia entre una democracia real y una formal.

La revocatoria del nombramiento de miembros del poder judicial en El Salvador y la reforma electoral en Nicaragua, para impedir que la oposición tenga posibilidades de éxito en las elecciones presidenciales de noviembre, cumplen los requisitos constitucionales formales, pues actuaron dentro del marco de sus competencias y de respeto absoluto al principio de la división de poderes.

Igual hizo Evo Morales, cuyo primer acto presidencial fue rebajar el salario de los miembros de los supremos poderes a la mitad, con lo cual provocó la renuncia inmediata de la gran mayoría. Cuando los reemplazó por sus partidarios, subió los salarios a los montos originales. Fue formalmente correcto.

En Venezuela, convocaron una asamblea constituyente para obstaculizar el funcionamiento del Congreso, controlado en ese momento por los partidos de oposición. Con la coexistencia de ambos órganos, el poder ejecutivo neutralizó al legislativo. Desde un punto de vista formal, no hay ninguna objeción.

Concepto trastrocado. Los ejemplos citados demuestran cómo el socialismo del siglo XXI y ahora el neofascismo del siglo XXI utilizan los instrumentos formales de la democracia para perpetuarse en el poder, argumentando que sus gobiernos son resultado de la voluntad popular.

Este razonamiento es incorrecto, pues los regímenes democráticos no solo deben serlo en el momento de la elección de los representantes políticos, sino mantenerse a lo largo del proceso, es decir, de la determinación, ejecución y control de las decisiones políticas fundamentales.

Un gobierno puede ser calificado de democrático no solo cuando es el resultado de la voluntad mayoritaria del electorado, sino, fundamentalmente, cuando el ejercicio político, las leyes, directrices y decretos ejecutivos, entre otros, junto con la ejecución jurídica o material y el control cumplen a carta cabal los principios en los cuales se basan los Estados de derecho.

Las democracias socialistas y neofascistas del siglo XXI, aunque regadas en su origen por una savia democrática, por un imperativo ontológico terminan transformándose, en la práctica, en gobiernos autocráticos.

La democracia debe concebirse como un modelo de participación en la elaboración, ejecución y control de las decisiones gubernamentales, en las cuales los ciudadanos desempeñen, de alguna manera, un papel activo, no son simples comparsas, sino actores plenos en los procesos políticos estatales.

Vigencia democrática. Entre participación y democracia existe una relación muy estrecha, por cuanto si esta aspira a la integración de la mayor parte de los miembros de la sociedad civil en el quehacer colectivo y, por tanto, en lo político, es lógico concluir que tomar parte activa en ella se convierte en un presupuesto insoslayable de aquella.

Cuanta mayor participación, más vigencia democrática, pues solo en la medida en que los miembros de una sociedad participen en la concreción de los objetivos políticos, habrá una democratización de las relaciones de poder; en cambio, un pobre o nulo involucramiento en la cosa pública será el factor decisivo para la instauración de una autocracia.

La democracia, como régimen político, descansa sobre dos presupuestos fundamentales: la participación y la responsabilidad. Ambas constituyen las caras de una misma moneda y se encuentran en una relación dialéctica inescindible.

Se participa porque se es actor y no simple espectador. Dado que el derecho de participación pertenece a todos los miembros del país, todos debemos asumir también la obligación de dar cuenta de su uso.

Las fórmulas para conjugar estos elementos son variadas y de ahí nacen justamente las diversas formas de gobierno democráticas.

No obstante, lo crucial es que la organización política se estructure de tal forma que permita que los gobernados se incluyan en ella a través de canales auténticos, institucionalizados y representativos.

Participación. En esto consiste justamente la esencia del régimen democrático: derecho real a ser incluidos en la determinación, ejecución y control de las decisiones políticas del Estado. En otros términos, la democracia conlleva participación y responsabilidad a fin de que exista un diálogo entre gobernantes y gobernados.

El gobierno es participativo según el artículo 9 de nuestra carta política. Evidentemente, no se refiere a una participación directa de los ciudadanos en la administración de los asuntos públicos, sino más bien de carácter indirecto.

Con la entrada en vigor de los institutos de democracia semidirecta, se crearon canales institucionalizados de participación de los ciudadanos en la determinación, ejecución y control de las decisiones políticas fundamentales del Estado en el 2002.

También existen leyes específicas que prohíjan el que los ciudadanos tomen parte en los asuntos públicos, como el Código Municipal, a escala cantonal, y la Ley Orgánica de la Autoridad Reguladora de los Servicios Públicos (Aresep), en los procedimientos para la fijación de las tarifas de los servicios públicos.

La participativa, a diferencia de la democracia de la calle que exigen irresponsablemente algunos sindicatos, está constitucionalmente garantizada en el artículo 9 de la Constitución Política. La segunda, por ser espuria y contraria a los principios fundamentales del Estado democrático y social de derecho, está prohibida.

Ni El Salvador ni Nicaragua ni Venezuela califican como sistemas democráticos. En la práctica son regímenes autocráticos, echados a perder, vestidos con el falso ropaje de la democracia representativa.

rhernandez@ollerabogados.com

El autor es abogado constitucionalista.