Competencia Perfecta: Victoria pírrica

El economista José Luis Arce aborda en su columna de opinión el fin del acuerdo del gobierno con el FMI

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Luego de poco más de tres años, ha llegado a su fin el acuerdo suscrito entre el Gobierno de Costa Rica y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Aunque parezca paradójico, a pesar de que los técnicos del organismo financiero internacional han reconocido el cumplimiento con holgura de la condicionalidad –metas cuantitativas y cualitativas– que contenía el programa y recomendado el desembolso final de los recursos comprometidos, lo cierto es que no pasó de ser una jugosa y, a la luz de las condiciones actuales, excesiva fuente de financiación con una agenda muy poco ambiciosa en materia de reformas estructurales.

De esta forma, este acuerdo pasará sin pena ni gloria. Pues fue concebido simplemente como una forma de financiar los presupuestos durante el proceso de ajuste –algo ciertamente útil y necesario, en especial cuando se combinan elevados niveles de endeudamiento con altos costos de financiación– pero que, en lo estructural, poco o nada aportó a que el proceso de consolidación fiscal sea sostenible, especialmente desde la perspectiva política y de rescatar el valor público inmerso en los bienes y servicios que provee el gobierno central.

Parte de los problemas estuvieron en el diseño del proceso de ajuste. Los limitados espacios políticos existentes llevaron a una propuesta que fue construida sobre la base de un aumento moderado de la carga impositiva y una fuerte restricción en el ritmo de crecimiento del gasto, gracias a la introducción de una regla fiscal que se torna más estricta entre más alto resulta el endeudamiento gubernamental.

Con este diseño básico, y según una aritmética bastante simple –y mucha ingenuidad– poco a poco se irían generando superávits primarios suficientes que, con la ayuda de financiación menos costosa, permitirían conjurar los riesgos del crecimiento continuo de la razón endeudamiento, hasta finalmente doblegarlos, y conducir a una razón deuda-producto con una trayectoria decreciente.

Pero ¿si estas sumas y restas son correctas, entonces, por qué resultaría el proceso de ajuste en un fracaso? Los problemas surgen en la flexibilidad de los presupuestos gubernamentales y en cómo los recursos asignados atienden las demandas legítimas de la población.

La regla fiscal tal y cómo está diseñada, requiere que al mismo tiempo que se impone una restricción al crecimiento de los gastos gubernamentales, se pueda tener el espacio y la flexibilidad suficiente para poder reasignar recursos para satisfacer apropiadamente las demandas de las ciudadanías.

Si esos espacios no existen, la regla fiscal se convierte simplemente en un ejercicio de recorte irreflexivo del gasto que, por lo general, conduce a la desfinanciación de programas fundamentales desde la perspectiva colectiva en favor de otras erogaciones más inflexibles, no por importantes, sino porque reflejan la captura de los presupuestos por parte de grupos de interés.

Un ajuste basado en estas premisas será un ajuste fallido. Primero, porque la sostenibilidad en las finanzas gubernamentales no es un fin en sí mismo, sino un medio para mejorar la capacidad del gasto y las intervenciones gubernamentales para proveer de bienes y servicios públicos –oportunos y de calidad– a la población.

Esto nunca lo comprendieron las autoridades de las últimas dos administraciones y mucho menos los tecnócratas del FMI urgidos, por cierto, de algún éxito que mostrar en sus programas luego de los errores de bulto cometidos en casos emblemáticos como el programa con Argentina durante los gobiernos de Macri y Fernández.

De esta, forma se termina con aplausos y alabanzas de parte del organismo financiero internacional –que por cierto son música para los oídos de los liderazgos populistas a cargo del Ejecutivo– cuando, al mismo tiempo, se desfinancian políticas públicas clave que deberían enfrentar retos mayúsculos en ámbitos como seguridad y educación.

Por eso, además de introducir límites al crecimiento del gasto urgían, dentro de las condicionalidades del acuerdo vigente con el FMI, medidas que ciertamente conduzcan a mejorar los espacios de presupuestación, garantizar avances en la calidad del gasto y, sobre todo, protejan sus componentes más importantes de las insensibilidades recortistas.

Un ajuste construido sobre esos cimientos falseados no resultará sostenible ni presupuestaria y, mucho menos, políticamente. En el corto plazo, las metas se cumplieron y se redujo el déficit presupuestario, y aunque se trata de resultados positivos, no pasará mucho tiempo para que resulte claro que se sustituyó un desequilibrio presupuestario por un déficit de gobernabilidad que, al final, seguirá alimentando la deuda de convivencia democrática que acumulamos ya por varias décadas y debilitando, cada vez de manera más acelerada y progresiva, nuestra estabilidad política. Claramente, una victoria pírrica.