Mi historia de una infección de covid-19 que pudo haberse evitado... y de una que sí pude evitar

Sí, con una circulación alta del virus es fácil infectarse, pero también pueden tomarse medidas para minimizar riesgo de infecciones en sitios cerrados y sin ventilación

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Al SARS-CoV-2 le tomó casi dos años y medio ingresar a mi cuerpo. Huidizo y escurridizo como es, lo logró. Las vacunas y mi sistema inmunitario hicieron su trabajo y mis síntomas fueron sumamente leves, he tenido resfríos más fuertes... pero ese no es el punto en este relato...

El punto es que mi infección bien pudo evitarse o por lo menos, se pudieron minimizar las probabilidades. Riesgo cero nunca existe para nada en esta vida, pero sí formas en las que se minimiza. Prueba de ello es que yo, estando infectada, no infecté a alguien con quien tuve contacto.

Soy Irene Rodríguez Salas y amo escribir sobre ciencia y salud. Para muchos de ustedes, si están acostumbrados a leer de covid-19 en este medio, mi nombre tal vez no les sea del todo ajeno, porque le he llevado el pulso a la pandemia desde antes que llegara al país.

Esto me ha permitido hablar con especialistas de todo tipo. Lo aprendido me hacía ver las situaciones de más riesgo de contagio. Reconocí la mía apenas la vi y quería compartirla porque entre todos podemos evitarlas al máximo posible.

Aquella situación llegó después de un fin de semana en el que mi esposo y yo dijimos “quedémonos en la casa y dediquémonos a ‘hacer nada’”.

¿No les pasa que llega un fin de semana en el que nada más quieren quedarse en pijamas, cocinar un menú un tanto más elaborado y ver películas? Pues así nos pasó a Jorge y a mí; nos encanta salir, pero la lluvia invitó a no salir, ni recibir a nadie. El teletrabajo nos hizo quedarnos un día más en casa.

El encuentro con el virus

Al día siguiente fui a un evento que debía cubrir. Me coloqué mi mascarilla KN95 y me cercioré de tenerla bien puesta: que cubriera nariz, boca, mentón y no se moviera. Cuesta cuando tu cara es pequeña y tus facciones son finas, hay que fijarla mejor para evitar que se mueva.

Sé perfectamente que no es obligatorio usarlas, es mi forma de proteger a los demás. No sé si soy asintomática, si estoy apenas iniciando una infección que en ese momento es capaz de “burlar” a una autoprueba que diga “negativa” cuando tal vez solo es cuestión de tiempo para marcarse positiva. No sé si quienes estarán a mi alrededor tienen algún problema inmunitario que los haría pasarla muy mal si los infectara.

Vi el lugar y me preocupé: salón cerrado, sin ventanas, puerta cerrada para mantener el aire acondicionado, aforo al 100%, sin distancia; mascarillas opcionales, pero menos del 10% llevábamos una.

“Aquí va a salir más de un contagiado”, comentamos mi compañero (quien también portaba mascarilla) y yo.

La ironía es que fui una de esas. Porque sí, la mascarilla es para que el contagiado proteja de contagiar a alguien, mas no es tan eficaz si quien tiene el virus no la tiene puesta. Ninguna mascarilla filtra absolutamente todas las partículas. Los descuidos involuntarios también existen y el virus se aprovecha de ellos.

Si fuera un evento social, no hubiera entrado, pero tenía entrevistas por hacer. Estuve en ese salón más de dos horas. No tomé refrigerio. Me fui directamente a mi casa a redactar.

Dos días después, comencé con síntomas. Mi esposo lo hizo otros dos días después.

Nadie contagia al propio, quien tenía el virus no tenía la menor idea, pero el que no hubiera controles subió el riesgo de infecciones como la mía y otras de las que después me enteré.

La receta para el contagio

Para explorar mi caso hablé con José Luis Jiménez, uno de los principales investigadores a nivel mundial de la transmisión de este virus, con la viróloga Eugenia Corrales y con el epidemiólogo Juan José Romero.

Jiménez me dijo que ese escenario era el ideal para cocinar la receta de un brote: “Es un caldo de cultivo para tratar de contagiar, porque se reúnen casi todas las características. Ustedes respiraron mucho el aire ya respirado por otras personas. Y el aire acondicionado no siempre limpia el aire, lo enfría, pero no lo limpia”.

“Si alguien dijera: ‘Voy a hacer un evento para contagiar un grupo’, pone a uno o dos contagiados ahí”.

Romero concordó: “Prácticamente con cada exhalación de la persona contagiada la cantidad de partículas virales son altas, pero resulta que con estas variantes se necesitan pocas partículas para infectarse”.

Corrales por su parte, me recordó que las nuevas variantes “burlan” fácilmente la protección conferida por infecciones pasadas y eso aumenta las personas susceptibles.

La receta que cocinó los riesgos incluyó:

  • Un sitio cerrado, sin ventilación natural.
  • No había uso de medidores de CO₂ para ver cómo estaba el aire.
  • No uso de mascarillas por parte de la gran mayoría de las personas.
  • No había distanciamiento entre las filas.
  • Se permaneció en ese lugar cerrado durante más de dos horas.

Muchas cosas se unieron para que mis síntomas fueran tan leves, según Corrales y Jiménez: mis vacunas, mi salud, mi genética, pero también, de algo me protegió mi casi solitaria mascarilla.

“La mascarilla a lo mejor en su caso redujo la dosis, tal vez en ese escenario filtró un 80% e ingresó un 20%. Fue una dosis cinco veces menor. Y si uno recibe una dosis más pequeña, el cuerpo se da cuenta cuándo hay una pequeña cantidad y puede reaccionar mejor, no le da tanta oportunidad al virus de replicarse y complicar más”, me dijo José Luis Jiménez.

Una infección evitada

Horas antes de que presentara mis primeros síntomas tenía un trabajo que realizar con un compañero de fotografía. Yo ya tenía el virus, solo que no lo sabía, estaba a unas cinco horas de comenzar a sentirme débil, con escalofríos y mucha mucosidad. Estuvimos juntos cerca de tres horas. Nunca me quité la mascarilla. Él la tuvo puesta gran parte del tiempo.

Apenas me llegó el resultado del laboratorio le conté. Mi compañero, con quien estuve a mucho menos de un metro de distancia, no desarrolló síntomas. Autoprueba negativa.

Corrales me dijo “estabas en lo que yo llamo el pico de mayor infecciosidad, justo antes de mostrar síntomas (o tal vez ya los tenía, me sentía cansada, pero o achaqué a algo normal de inicios del ciclo menstrual) y con los primeros síntomas. Era cuando más pudiste haber contagiado si no hubiera medidas del todo. Sin embargo, no pasó”.

Sí es cierto que se han visto casos de personas que con contacto cercano sin mascarillas no contagian a los demás, pero la mascarilla siempre sumará para bajar las probabilidades de contagio.

Cuidados

Mis síntomas fueron muy leves y por muy poco tiempo. Bromeaba con que mi principal síntoma era la chicha. El fin de semana que tuvimos orden sanitaria tuvimos una caminata frustrada por algo, cuyos riesgos se hubieran reducido, con solo pedir mascarillas o buscar espacios abiertos o mejor ventilados.

Contagié a mi esposo y él sí la pasó mal con un dolor de cabeza muy fuerte, fiebre y mucha debilidad que, aunque se disiparon en un par de días, no son bonitos.

Pero mi esposo y yo somos personas muy saludables, y todavía nos quedan nuestros años para ser adultos mayores. Si alguno de los dos hubiera tenido problemas inmunes por alguna razón (una enfermedad, un tratamiento médico, que fuéramos trasplantados) la historia tal vez no habría sido la misma.

Yo me sigo cuidando y la mascarilla me sigue acompañando, aunque sea la única que la usa. Las reinfecciones existen y no quisiera infectar a nadie. Y no sé si mis síntomas sean tan leves como una primera vez.

Especialmente, no sé si una segunda infección mía pueda hacer que yo la transmita a alguien con problemas inmunitarios. Por ellos, cuyas defensas no funcionan tan bien como las mías, seguiré siendo la “loca de la mascarilla”.

¿Para siempre? ¡No!¡Para nada! Pero la circulación del virus sigue alta y, por el momento, escojo proteger a quien está a mi alrededor.