Ticos lejos del hogar: Uganda, la vida en una aldea sin electricidad ni agua

Carla Díaz vive en un remoto lugar de esa nación de África Subsahariana. Relata cómo es la vida en ese sitio y cuál fue la impresión que se llevaron los niños al verla

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Carla Díaz no lo pensó dos veces. Aunque quizás muchos hubieran desechado de inmediato la propuesta, esta costarricense decidió aceptarla y viajar a Uganda, uno de los 23 países de África Subsahariana, una de las regiones más empobrecidas del planeta.

A sus 32 años, Carla se instaló en una aldea llamada Kyamukama, en el distrito Lwengo, al suroeste del país. Si desea ir a la capital, Kampala, debe hacer un difícil recorrido de unas cuatro horas.

Su nueva casa está en un sitio muy diferente al lugar donde vivió en nuestro país: Calle Blancos, en Goicoechea.

Para empezar, en la comunidad no hay electricidad, pues ese servicio apenas llega al 23% de las familias, en promedio, de las zonas rurales de África Subsahariana.

Por eso es que suele acostarse temprano. No por temor a que le ocurra algo en la aldea, sino porque podría perderse regreso a su hogar, donde vive sola.

Para cargar su celular, por ejemplo, utiliza un cargador solar, mientras que su computadora en ocasiones pasa días descargada.

¿Qué hace ahí? Carla cursó una maestría en Ingeniería en Energías Renovables y ahora asesora a una organización comunitaria de ese poblado ugandés, con tal de que puedan crear una microempresa de productos de energía limpia.

“Las familias utilizan lámparas de queroseno para iluminar las casas durante la noche, utilizan carbón para cocinar y además hierven agua para poder tomar. La empresa estaría vendiendo lámparas solares, filtros de agua y pellets de biomasa reciclada para cocinar. Todos estos productos son mejores para el ambiente y les generan ahorros a corto plazo”, señaló.

Lo curioso es que el cableado eléctrico llega a la aldea, pero sus habitantes no cuentan con el dinero suficiente para pagar por el servicio eléctrico.

La falta de electricidad no es el único reto diario para Carla.

“Mi día normalmente empieza con la tarea de ir por agua al manantial, que queda como a dos kilómetros de distancia. En un día normal traigo unos 10 o 12 litros, que utilizo durante el día, entre otras cosas, para bañarme y beber. Cuando tengo que lavar la ropa y limpiar la casa, tengo que ir una segunda vez en la tarde”, describe.

Ella tiene un purificador que trabaja con rayos UV. Por eso, solo expone un litro de agua durante minuto y medio a los rayos para que esté potable.

“En el caso de la gente de la aldea, quienes pueden la hierven, aunque muchos la toman así cual tal”, expresa.

Luego, ayuda a la organización comunitaria en todo lo relacionado con el proyecto.

Como gran parte de su trabajo lo puede hacer desde la sala de la casa en que vive en este remoto lugar de Uganda, Carla tiene una compañía muy particular, que la hace sentirse acompañada en todo momento.

“Tengo muchos vecinos que son niños pequeños y que les gusta quedarse conmigo, pues hace unas semanas les compré lápices de color, crayones y hojas blancas para que pinten. Para esto tuve que ir hasta al pueblo de Masaka, porque en la aldea no encontré; inclusive en Masaka tuve que ir a varias tiendas para encontrar estos artículos”.

“Como dejo la puerta de la sala abierta, puede que esté sola y de repente vuelva a ver y hay cinco niños en el suelo coloreando. A veces si tengo que ir a aldeas aledañas y regreso hasta el final de la tarde, puede que encuentre un par de niños sentados enfrente de mi puerta esperándome o a veces, si tengo cerrado, me tocan la puerta para que les abra. En resumen, al final del día normalmente lo paso con los niños”.

Esta costarricense disfruta de cada minuto en la aldea, como cuando le da clases de fotografía a una vecina adolescente al final de cada tarde, quien tuvo la curiosidad de usar una cámara al ver a Carla hacer fotos.

“En la noche, algunos niños vienen a que les ayude con sus tareas de matemáticas e inglés, a colorear un rato más o a veces a ver una película que tenga guardada en la computadora, aunque no las entienden muy bien porque el inglés se aprende en la escuela y la mayoría son menores a esa edad”, comentó.

El trato que ha recibido en la aldea la hace sentirse orgullosa de los ugandeses. Los describe como personas muy amables y que ofrecen lo poquito que tienen.

Por eso, una de sus vecinas le regala bananos, quizás como agradecimiento por ayudar en inglés y matemáticas a sus hijos. Mientras que la alumna de fotografía le regaló jackfruit, que es una deliciosa fruta, así como yuca frita.

“La mayoría de adultos no habla mucho inglés, o del todo, entonces me sonríen y saludan, pero no hay cómo hablar. Yo he aprendido lo básico de luganda (segundo idioma más hablado en ese país) y cuando lo utilizo para saludarlos, agradecerles por algo o despedirme, los hace muy felices. Inclusive, intentan que aprenda nuevas frases en luganda, pero es un dialecto complejo, entonces voy bastante lento”, dice Carla.

Llegar a la aldea donde vive es toda una odisea. Desde Kampala debe tomar un boda boda, que es un mototaxi. De ahí, debe trasladarse hasta una parada de minivans colectivos (taxis), en las afueras de la capital.

"En ocasiones no necesariamente te dejan en la parada como tal, entonces en mi caso he tenido que caminar un par de kilómetros adicionales para llegar a la parada. En la parada de los taxis que van a otras ciudades y pueblos, es necesario buscar uno que vaya a Masaka, que es el pueblo más cercano a la aldea en la que vivo”.

“Todas estas tarifas no están reguladas, entonces puede llevar un buen tiempo, y dejar pasar un par de taxis, hasta quedar de acuerdo con un precio, pero claro, no se va hasta que esté medianamente lleno. Una vez en Masaka es necesario encontrar alguna persona con carro que trabaje como “chofer pirata” yendo a distintas aldeas”, resaltó.

La comodidad no es parte de la costumbre al emprender este viaje, pues siempre en los vehículos trasladan a más personas de las que caben. Por ejemplo, dice Carla, en un auto sedán estándar de cinco pasajeros, deben acomodarse diez; cuatro adelante y seis atrás.

Así debe hacer los últimos 20 kilómetros del trayecto hasta la aldea, que se suma a que la calle es de lastre y si pasa una motocicleta u otro vehículo, la nube de polvo se vuelve insoportable.

Por ello, y aunque vayan 10 personas dentro del vehículo, muchos choferes optan por cerrar la ventana. Aunque no entra el polvo, la temperatura se eleva al máximo y como los carros son viejos, el aire acondicionado no funciona de forma adecuada.

De la comida no se queja, pues dice que hay ingredientes básicos muy parecidos a los de Costa Rica. Por ejemplo, comen mucho plátano verde cocido, al que llaman matoke, y para que no se seque, le hacen una salsa de maní.

También hay disponibles repollos, papas, aguacates, arroz y frijoles.

“La versión de tortillas de ellos es un pan plano que se llama chapati. La comida se cocina de manera muy sencilla y sin condimentos. Además, no suelen comer carne pues no hay refrigeradoras para guardarla, pero a veces sí comen pescado que trajeron del Lago Victoria o de estanques de algún vecino”.

Por eso Carla se ha ofrecido a enseñarles a preparar algunos platillos latinos, como por ejemplo unos patacones con guacamole, pero aún no logra convencerlos.

De hecho, los habitantes de ese poblado subsisten de la agricultura, pues hay plantaciones de café, plátano y banano, entre otros productos.

Carla es la única extranjera en esa aldea. A los foráneos les dicen “mzungu”, por eso, cuando va en un vehículo y pasa por otros lugares, los niños salen corriendo y le gritan “bye mzungu”.

“En muchos casos soy la primera persona no negra que han visto, entonces ha sucedido que las personas que me tienen más confianza, empiezan a restregarme la piel o a jalarme el cabello porque creen que es una peluca. El día que llegué, un pequeño me vio y nunca había visto a una persona no negra, entonces empezó a gritar y llorar, y salió corriendo en dirección contraria a la mía. Ya se acostumbró a mí y es uno de los niños que pasa en la sala de mi casa”, recuerda Carla.

Ahora confiesa que tuvo un poco de ansiedad al tomar la decisión de ir a Uganda, pues lo que sabía de África Subsahariana por los noticieros no era muy alentador.

Al llegar, rápidamente notó lo mucho que deben trabajar los niños, desde muy pequeños.

Por ejemplo, cuando va al manantial por agua, hay niños de apenas tres años con bidones, de unos dos litros, que cargan los dos kilómetros hasta la aldea.

Conforme se hacen grandes, la cantidad de litros que llevan también crece.

Además, los pequeños ayudan en labores de agricultura y a lavar los platos.

“La mayoría de personas come solamente dos veces al día y he conocido a varios que muchas veces solo les alcanza para una comida”, se lamenta Carla.

“Para mí ha sido un ejercicio de humildad, porque es tanto lo que la mayoría de nosotros tiene y no sabemos agradecer. Nadie elige donde nace ni las condiciones sociales o económicas. Si usted tiene electricidad, acceso a agua potable, salud básica, acceso a la educación… es más afortunado”, reflexionó Carla.

Esta tica es toda una trotamundos. Hace cuatro años renunció a su trabajo en el país y, con sus ahorros, emprendió un viaje de cuatro meses por el sureste asiático.

Mientras estaba allá, aplicó una visa de trabajo juvenil para Nueva Zelanda, donde llegó en diciembre del 2015.

Luego, alquiló una van con cocina, refrigeradora y cama para recorrer la costa este de Australia. También vivió en Indonesia, Malasia y Filipinas.

En Uganda se ha encontrado una realidad muy distinta, pero está feliz.

Datos de Uganda

Capital: Kampala.

Población: 42,86 millones (8,5 veces más que Costa Rica).

Extensión territorial: 241.083 kilómetros cuadrados (casi cinco veces más grande que Costa Rica).

Moneda: Chelín ugandés (1 chelín ugandés equivale a ¢0,16).

Idiomas: Inglés y luganda.

Todas mis notas de Ticos lejos del hogar y viajes en este enlace

Esta es la cuadragésima quinta historia sobre costarricenses que dejaron su país por diferentes circunstancias, se adaptaron a otra tierra, pero guardan el cariño por sus raíces.